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⠀⠀ ⠀iv. the divine gaze.



TAKE ME TO CHURCH

capítulo cuatro ╱ la mirada divina.




Los días de confesiones transcurrían según lo establecido, con los adolescentes acudiendo de forma cada vez más frecuente al ritual de caer de rodillas, acompañados por plegarias al todopoderoso. Sin embargo, uno de estos importantes momentos fue abruptamente interrumpido por la persecución de una joven, un acto que rápidamente prosiguió en una humillación pública ante la mirada de todos los presentes.

El Día de la Humillación en la parroquia de San Ignacio se celebra con una sombría combinación de solemnidad y temor. Las antiguas paredes de piedra, cargadas de siglos de historia, parecen absorber cada murmullo de arrepentimiento que se desprende de los labios de los fieles. Es un día donde el eco de la disciplina no solo se escucha, sino que se siente en cada rincón, como si las mismas piedras guardaran memoria de las penitencias pasadas.

La atmósfera devocional que había marcado la tarde se desvaneció por completo tras el incidente. Aun así, los jóvenes entendieron la necesidad de recuperar la compostura antes de presentarse en la parroquia. Sus atuendos cotidianos fueron reemplazadas por prendas de un blanco hueso, dejando como únicas excepciones los accesorios y los zapatos, que debían ser negros. 

El padre, fiel a su estricta interpretación de las normas, les recordaba de manera constante el código de vestimenta obligatorio para los días consagrados. Cualquier desobediencia era percibida como una provocación al castigo eterno, un desafío al que pocos se atrevían.

Darcy llevaba un sencillo vestido que le llegaba justo por debajo de las rodillas, complementado con un pequeño suéter a juego. Su atuendo discreto reflejaba su intención de no destacar entre las calles, especialmente siendo parte de un grupo que vestía exclusivamente un único color. A pesar de su apariencia tranquila, una sensación de incomodidad comenzó a instalarse en su pecho, como una corazonada de que algo estaba por salir mal. Trató de sacudirse el pensamiento, abofeteándose mentalmente por imaginar escenarios tan oscuros. Pero sabía, en lo más profundo, que el día no le traería nada agradable. En poco tiempo, sería testigo de cómo jóvenes de su misma edad eran heridos, casi hasta la muerte, frente a sus propios ojos.

Mientras avanzaban, Darcy percibió cómo su mente empezaba a teñirse del mismo blanco que caracterizaba su atuendo. A lo lejos, divisó a varios adolescentes y padres entrando a la iglesia. El ambiente era solemne, marcado por rostros serios y miradas cautelosas. Sin embargo, algo llamó su atención: algunos grupos, lejos de reflejar gravedad, intercambiaban murmullos acompañados de sonrisas furtivas. Aquella dualidad entre la seriedad esperada y las risas disimuladas le resultaba desconcertante, pero decidió guardar silencio. En su lugar, formuló una pregunta sencilla a Finch, buscando distraerse: ¿había visto ya a sus padres?

Según entendió por la respuesta, ellos habían decidido llegar una hora antes. Darcy no lograba comprender el motivo de tanta anticipación, pero suponía que, como siempre, se trataba de mantener las apariencias. La responsabilidad de presentarse con extrema puntualidad recaía en ellos, como si fueran un ejemplo a seguir para el resto de los asistentes.

El evento no se hizo esperar. Las campanas resonaron tres veces consecutivas, anunciando el inicio de la ceremonia. Poco a poco, los adolescentes comenzaron a ocupar las sillas dispuestas en filas ordenadas, dejando un claro pasillo que conducía directamente al altar. Finch, con un gesto protector, colocó una mano en el hombro de su hermana menor, guiándola hacia sus asientos habituales. Aquella no era la primera ni sería la última vez que ocupaban esos lugares por circunstancias similares. Mientras se acomodaban, Finch sintió la presencia de sus padres detrás de ellos, un gesto reafirmado cuando su madre posó una mano en su hombro y su padre hizo lo mismo con su hija.

El ambiente en el interior de la iglesia era tenso, como si el único sonido permitido fuera el eco de los pasos del sacerdote avanzando lentamente por el pasillo. El hombre, con un semblante severo, recorría con la mirada a cada persona presente, deteniéndose apenas unos segundos en cada rostro. Los padres mantenían los ojos clavados hacia el frente, con una compostura rígida e inmutable. En contraste, los jóvenes dejaban que sus miradas vagaran hacia cualquier punto que no involucrara al resto de los presentes.

El silencio se imponía como un peso intocable, interrumpido únicamente por el leve murmullo de algún sollozo distante. Eran los familiares y amigos del pecador quienes se dejaban llevar por la tristeza del momento. Sin embargo, el resto de la congregación permanecía impasible, sin mostrar rastro alguno de lástima o compasión por las emociones que teñían el aire con una opresiva melancolía.

Darcy inspiró profundamente, repasando mentalmente las estrictas reglas del día, como si aferrarse a ellas fuera la única manera de mantener el control sobre sí misma en medio de aquel entorno sombrío y cargado de tensiones.

No compartía la misma ideología que los demás creyentes, quienes defendían con fervor la corrección de aquellos considerados consumidos por la rebeldía del pecado. En su lugar, creía en un enfoque basado en la educación y la comprensión: decisiones formadas a través de información que distinguiera lo adecuado según la moral del pueblo y lo que, supuestamente, la amenazaba. Sin embargo, su educación había estado marcada por el adoctrinamiento. Le habían inculcado que aceptar la humillación pública no solo era un acto de respeto hacia Dios, sino también una muestra de obediencia. Ese pensamiento sofocaba cualquier intento de defender sus propias ideas, forzándola a someterse.

El silencio entre la congregación se quebró de manera abrupta al surgir un sonido inconfundible a lo lejos: cadenas arrastrándose. Las miradas se alzaron al unísono, encontrándose con la figura de los guardianes de la fe, cubiertos por túnicas negras que parecían devorar la luz a su paso. Avanzaban con firmeza, sujetando sus brazos mientras arrastraban las cadenas por el suelo pulido de cerámica. El sonido metálico resonaba con un eco hiriente, creando una atmósfera aún más densa. La respiración de la pecadora se aceleraba, como si el aire se tornara insuficiente, sofocante en su peso.

Ariana, una joven que había crecido entre los bancos de esa misma iglesia, fue conducida al altar con brusquedad. Los guardianes, implacables, la empujaban entre murmullos de desaprobación y las malas miradas de la multitud. Había sido declarada culpable por su amor prohibido hacia otra mujer, un acto considerado una afrenta tanto para sus padres como para el hogar que compartían. El momento de su condena se había sellado la noche en que fue sorprendida en el acto, traicionada por aquellos que deberían protegerla.

Mientras era forzada a avanzar por el pasillo central, el silencio se hacía cada vez más opresivo. La multitud la observaba con una mezcla de fascinación morbosa y desaprobación inquebrantable. Ariana sentía el peso de cada par de ojos sobre su figura delgada, ansiosos por presenciar su caída, su arrepentimiento, su derrota. El altar, iluminado con una tenue luz amarilla, se erigía como un escenario donde los pecados serían expuestos, y la humillación, convertida en espectáculo.

El Padre avanzó con pasos lentos y calculados hacia ella, su mirada fija en la joven que permanecía arrodillada ante el altar. Su postura era sumisa, con la cabeza inclinada y las manos intentando moverse tras su espalda atadas por la voluntad de los guardianes. Al llegar, tomó su rostro delgado y marcado con ambas manos, un gesto que debería haber sido reconfortante, pero cuyo tacto áspero y frío generó en ella una sensación de rechazo. La tensión en el aire era palpable, todos los presentes observaban en absoluto silencio, ignorando por completo la sonrisa contenida que asomaba en los labios del hombre.

— ¿Qué has hecho, hija mía? —preguntó con una voz revestida de falsa misericordia, sus palabras envolviéndola como un veneno disfrazado de consuelo—. Dímelo.

— He amado.

Un murmullo de asombro recorrió las filas de madres y padres congregados, algunos llevándose las manos al pecho en señal de incredulidad. Nadie antes había pronunciado algo tan directo, tan desafiante, ante la presencia del Padre. No pidió perdón ni mostró arrepentimiento, y aquello rompía con el ciclo esperado de sumisión. Los dedos del hombre se separaron bruscamente de su rostro, como si temiera contaminarse con sus palabras.

— Amé a una mujer —insistió la joven, su voz temblorosa, pero firme. Las lágrimas caían, delineando las heridas visibles en su piel—. Encontré el amor en mi propio género. Fue más real que cualquier amor que alguna vez sentí por Dios.

La respuesta fue inmediata. Los guardianes de la fe la empujaron con fuerza, obligando su cuerpo a inclinarse hasta que su frente golpeó contra el cerámico frío y resbaladizo del suelo. El sonido resonó con fuerza, apagando los murmullos de la congregación, que contenía la respiración frente al atrevimiento y la consecuencia.

— No tienes noción de la magnitud de tus pecados —declaró el Padre con un tono cargado de desprecio, retrocediendo unos pasos como si su proximidad a ella pudiera mancharle—. Implora piedad, porque tu alma está más allá del perdón de nuestro ser divino. Reza.

La orden final se extendió como un eco sobre la iglesia. El ambiente, cargado de juicio y condena, se tornó aún más asfixiante, mientras Ariana permanecía inmóvil, con la frente contra el suelo y su espíritu al borde de la quiebra.

Ariana comenzó a sacudir la cabeza en señal de negación, mientras su llanto se hacía cada vez más audible, desgarrador. Su cabello descuidado cubría un rostro desfigurado por el dolor, con mejillas tensas y labios entreabiertos que dejaban escapar gemidos de angustia. Las lágrimas caían, golpeando el suelo brillante con un sonido que se mezclaba con el pesado silencio del lugar, acentuando la gravedad de la escena.

Sabía que no había escapatoria. Aunque las palabras se atoraban en su garganta y su voz temblaba como si cada sílaba le costara la vida, la ceremonia exigía su confesión. Sus ojos desesperados se alzaban hacia las imágenes de santos en las paredes, buscando un consuelo que nunca llegaba. Finalmente, con una voz rota y sin voluntad de lucha, confesó su amor. No por vergüenza, sino porque la presión de la humillación pública la había quebrado.

— Reza —ordenó el Padre, su tono gélido y autoritario resonando como un eco.

— No puedo —susurró Ariana.

— No logramos oírte, hija mía —gritó, elevando su voz con un dramatismo que arrancó una oleada de murmullos entre los presentes—. ¡Más fuerte!

— No puedo —repitió, con un hilo de voz que traicionaba su desmoronamiento interno.

La paciencia del Padre se esfumó ante esas dos simples palabras. Con pasos rápidos y decididos, se acercó y, sin compasión alguna, tomó su cabello con fuerza, obligándola a alzar el rostro. Su piel, marcada por el llanto constante, se tornaba rojiza, casi lívida, como si cada lágrima robara un poco más de su energía. No había piedad en sus ojos, ni rastro de compasión. 

Por el contrario, parecía deleitarse con lo que sabía que estaba por venir.

Ariana, por su parte, no encontraba la fuerza para implorar. La idea de suplicar a una divinidad que ya sentía le había abandonado era un acto imposible. Cada palabra que pudiera formar en oración quedaba sofocada por el vacío en su pecho, una culpa opresiva que la hacía incapaz de obedecer.

El Padre lanzó una mirada fugaz a los guardianes, quienes respondieron de inmediato. Con movimientos bruscos, desgarraron la parte trasera de la túnica maltratada de Ariana, exponiendo su espalda llena de moretones y heridas superficiales al escrutinio de todos. La congregación observaba en absoluto silencio, algunos con morbosa curiosidad, otros con una mezcla de horror y resignación.

Entonces, el aire en la parroquia pareció volverse más denso, cargado con un nuevo nivel de temor. Desde las sombras emergió una figura imponente, portando en su mano izquierda un instrumento de castigo. Su presencia era inconfundible y anunciaba el próximo acto en la ceremonia de humillación.

El inquisidor había llegado.

Darcy desvió la mirada casi de inmediato hacia la entrada de la parroquia, donde la luz tenue del atardecer se filtraba por las puertas abiertas. Se negó rotundamente a contemplar la crueldad que tenía lugar ante ella. Sin embargo, las frías y delgadas manos de Lorelai sujetaron su mandíbula, obligándola a presenciar cómo Ariana era forzada a recitar plegarias, su voz temblorosa entre el llanto, mientras el inquisidor se acercaba con pasos firmes.

El sonido del cuero viejo cortando el aire resonó en el templo, seguido por un latigazo que dejó una marca rojiza en la piel expuesta de Ariana. La joven, entre gemidos de dolor y súplicas desesperadas, pidió ayuda a quienes la rodeaban, incluso al propio reverendo. Sus gritos llenaron el espacio sagrado, transformando la atmósfera en un espectáculo de terror y resignación. Los presentes no apartaban la mirada, incapaces de ignorar la escena. Algunos adultos comenzaron a entonar rezos en voz alta, su monotonía reforzando la opresión del momento, mientras forzaban a Ariana a imitarlos.

— ¡Más fuerte! —demandó una mujer desde una de las filas, con una mirada que traicionaba una fascinación morbosa ante el sufrimiento que presenciaba.

— "Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María..." —la voz de Ariana se quebraba entre violentas toses, su cuerpo agotado por el dolor y la falta de aire. Cada latigazo parecía arrancarle no solo fuerza, sino también voluntad.

Los guardianes de la fe mantenían su agarre firme, sosteniéndola para evitar que su cuerpo cayera al suelo cerámico. La joven respiró profundamente, luchando por encontrar las fuerzas necesarias para continuar con su rezo.

—"...Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte..." —su tono se alzó, cargado de desesperación y obediencia forzada.

El sacerdote, imperturbable hasta ese momento, elevó su mano con un movimiento lento pero autoritario, señalando al inquisidor que cesara los latigazos. Una pausa cayó sobre el lugar, mientras los jadeos entrecortados de Ariana resonaban con una crudeza que nadie pudo ignorar.

Distintos espectadores comenzaron a protestar, alegando que el castigo a la joven no había sido suficiente. El hombre, sin prestar atención a las quejas, permaneció imperturbable, centrado en acercarse a la víctima. Parecía satisfecho con el castigo que había infligido hasta ese momento.

Para sorpresa de todos, incluida Darcy, el adulto sacó un puñal de su manga. Elevó el arma en el aire, el filo reflejando un destello de luz proveniente del atardecer que aún se colaba por las puertas de la iglesia. El ambiente, que hasta entonces había sido una grotesca representación de poder religioso, se tornó aún más siniestro cuando él comenzó a tallar en la espalda de Ariana, letra por letra, la palabra "pecadora". El dolor de las heridas previas, sumado al nuevo sufrimiento, hizo que un baño de sangre rojiza se deslizara por su piel.

El ambiente estaba cargado de gritos de súplica, algunos pidiendo que alguien detuviera al hombre, pero el sonido de la agonía de la joven se hacía más fuerte que las voces de auxilio. Los lamentos, imposibles de ignorar, se mezclaban con los ecos del cruel acto. El verdugo, visiblemente asombrado por la decisión de su guía, vaciló, retrocediendo unos pasos, incapaz de apartar la mirada de la escena.

Darcy, incapaz de apartar la vista, buscó la mano de su hermano. Él, petrificado, temblaba ante el horror. Siempre había logrado disimular su angustia, dirigiendo su mirada a cualquier otro lado que no fuera hacia los gritos y los sufrimientos. Pero ahora, no podía desviar la vista, no podía moverse. Se quedó estática, atrapada en una pesadilla a plena luz del día.

Una lágrima se deslizó por sus mejillas rosadas, tan pequeña y silenciosa como la tristeza de una niña que ha perdido su peluche favorito. No intentó siquiera limpiarla. Sabía que, por más que lo intentara, no podría detener las lágrimas que seguían cayendo. Era como ver las películas más perturbadoras jamás creadas por el ser humano, y lo peor era que las imágenes que se proyectaban ante ella se volvían borrosas, como si su mente se negara a procesarlas. El peso de lo que estaba presenciando comenzaba a nublar su vista, y sabía que esa noche, los sueños que la esperaban serían tan oscuros como la realidad que acababa de vivir.

— Pecadora. —dijeron los guardianes, acompañados del guía espiritual, con voces llenas de condena.

En ese momento, Darcy, incapaz de seguir mirando a Ariana, encontró sus ojos con una figura completamente desconocida.

Una chica pelirroja, cuyas orbes celestes no se apartaron de ella ni por un segundo. Cuando sus miradas se cruzaron, el tiempo pareció detenerse, como si el universo entero suspendiera su curso. En ese breve encuentro, algo profundo y extraño comenzó a suceder, solo ellos podían verlo: sus pupilas, antes redondas, comenzaron a deformarse lentamente, tomando la forma de dos corazones. Fue un momento fugaz, pero suficiente para que sus almas se reconocieran en un lenguaje más allá de las palabras.

El aire se volvió denso en sus pulmones, como si el mismo universo les hubiera arrebatado el aliento en un suspiro compartido. Sus corazones, que latían con la tensión del momento, comenzaron a acelerarse aún más, con una fuerza renovada que casi dolía. Cada latido resonaba con la intensidad de una conexión recién descubierta, aunque profundamente inoportuna.

Rápidamente, Darcy apartó la mirada, su mente intentando negar lo imposible. Ese no era el lugar ni el momento para sentir algo así. Comenzó a respirar con dificultad, su mente resistiéndose a aceptar lo que acababa de ocurrir. Sabía que no era solo ella quien había notado lo que sucedía. Sus pupilas, transformadas en corazones, habían sido visibles para ambos. Pero la idea de que esa conexión pudiera ser real, de que su alma gemela pudiera ser una mujer, era algo que no podía aceptar.

El llanto que había logrado controlar volvió a apoderarse de ella, pero esta vez no era solo por el sufrimiento que presenciaba, sino por la confusión interna que la envolvía. Su alma gemela no podía ser una mujer.

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