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⠀⠀ ⠀ii. flickers of light.



TAKE ME TO CHURCH

capítulo dos ╱ destellos de luz.




No se podía decir que la vida de Sadie hubiese sido un completo desastre, pero la felicidad parecía haber sido siempre un concepto esquivo para ella. Desde que tenía memoria, nunca logró sentir que la dicha formara parte constante de su existencia, solo destellos fugaces que desaparecían antes de que pudiera aferrarse a ellos.

Este vacío se manifestaba de manera más perceptible en los momentos de rutina familiar. Sentada en la enorme mesa del comedor, encajada entre sus dos hermanos mayores, el ambiente parecía estático, como si el tiempo se congelara en un instante interminable. Nadie hablaba, ni siquiera dos oraciones completas; el silencio reinaba con una pesadez que rozaba lo depresivo. Para los demás, tal vez era solo otro día más, pero para ella, cada minuto ahí la hacía sentirse como un barco a la deriva, desamparada en el océano del tiempo, anhelando con desesperación que el momento concluyera. Amaba a su familia, sí, pero no daban lo que su amor esperaba recibir.

A pesar de todo, Sadie tenía algo especial, algo que nadie podía ignorar: su sonrisa, tan infrecuente como impactante. Acostumbrada a mantener en su rostro una mueca de fastidio o un gesto serio, las veces que sus labios rojizos se curvaban en una sonrisa parecían casi irreales. En esos momentos, el cambio en su expresión no solo iluminaba su rostro pecoso, sino que también transformaba el ambiente a su alrededor. Era imposible no notar cómo su nariz se arrugaba ligeramente al sonreír, un gesto tan natural como adorable que despertaba la ternura en quienes la observaban. En esos raros instantes de alegría, no solo irradiaba felicidad; parecía llevarla consigo, compartiéndola con todos los que tenían la suerte de presenciarla.

Para desgracia del mundo, la pelirroja había dejado de sonreír como antes. Siendo considerado como un fenómeno por haber cambiado tan abruptamente. Las palabras positivas se habían vuelto escasas, y su rutina se reducía a mantenerse tranquila en la habitación que compartía con su hermano mayor. A veces salía con Jacey, la menor de la familia, a pasear por algún parque y luego detenerse en una cafetería para hablar sobre Disney. Entre tanto, hacía lo posible por cumplir con sus clases, aunque el esfuerzo le resultara agotador. No se sentía feliz, por lo cual a veces todo parecía decaer.

Saber que no era completamente feliz drenaba toda su energía.

Era como si la última luz dentro de ella se extinguiera cada vez que la realidad la envolvía.

No era de extrañar que no encontrara una gran fuente de alegría en su vida. Venía del otro lado del pueblo, más allá de las rejas eléctricas, en una zona marcada por la rebeldía y una fe que justificaba delitos bajo el amparo de un dios protector. Los pueblerinos veían a los hijos bastardos como un error, un pecado que había escapado del castigo divino. Para ellos, quienes no nacían del amor matrimonial carecían de cordura, de futuro, o de un lugar digno en la sociedad.

Sadie era una hija bastarda, y por ello soportaba constantes abucheos. Sus padres jamás la defendieron, dejando que el acoso alimentara la infelicidad que se reflejaba en su rostro.

Cansada, se dejó caer sobre el habitual desorden de su cama. Las paredes vibraban al ritmo de la música estruendosa de su hermano. Aunque irritante, prefería esa distracción al silencio opresivo que le aguardaría en una habitación propia.

La pantalla de su teléfono iluminó la penumbra, captando su atención con unos cuantos mensajes.

Los mensajes eran reclamos de Millie, su mejor amiga desde los diez años. Hacía unos días habían discutido, pero no le había afectado demasiado el silencio entre ellas; su vida había continuado como si la contraria nunca hubiese existido. Sin embargo, seguía recordando el rechazo que sintió cuando la vio sobrepasarse al burlarse de unas chicas. Jamás pensó que llegaría a sentir algo tan negativo hacia ella.

Millie.

es jodido que actúes así conmigo.
es injusto, sadie.
por qué si lo hago yo está mal, pero si tú lo haces
está totalmente bien?

Y tenía razón.

Ambas eran culpables de las mismas atrocidades: bravuconas que desahogaban su odio interno sobre otros. No buscaban excusas ni pretendían justificarse, pero Sadie rara vez llegaba tan lejos como Millie. Muchas veces retrocedía asustada mientras su amiga seguía adelante, abofeteando a quien se atreviera a humillarla. 

Millie era complicada. Infeliz, caótica e histérica, el tipo de persona que nadie querría como enemigo. Con el resto del mundo era insoportable, alguien a quien preferirías mantener lejos. Pero con quienes consideraba sus amigos más cercanos, se transformaba en la persona más dulce que uno podría imaginar. Sin embargo, seguía siendo repudiable de todas las maneras posibles.

Quiso ignorar los mensajes que seguían llegando, pero el nombre iluminó la pantalla. Una llamada entrante.

— Infantil —fue lo primero que escuchó salir de sus labios. Sadie arqueó una ceja, sin molestarse en buscar una defensa—. ¿Era realmente necesario? Me dejaste sola, casi me suspenden.

— Le quemaste los mechones decolorados a Holly, ¿eso te parece razonable?

— Podía haber sido peor.

— No, Millie —suspiró con fuerza, tratando de mantener la calma—. No todos tienen que estar a tus pies. No eres una especie de reina, solo una plebeya. Me jodes la paciencia sinceramente. Busca algo más que hacer que arruinarle la vida a los demás.

Hipócrita.

— Insensible.

Se repudiaban en esos momentos, pero seguían siendo amigas. Brown era el tipo de persona que, llegado el caso, sería capaz de derribar instituciones enteras y prender fuego al pueblo entero con tal de proteger a quienes le importaban. Y aunque nunca lo admitiría, nadie estaba más alto en esa lista que Sink, quien, por razones que ni siquiera ella comprendía, siempre se había mantenido a su lado.

—Sabes que estoy enfadada contigo, ¿verdad?

— Eso es lo que menos me importa —respondió sin emoción. A lo lejos, las canciones agudas de Katy Perry resonaban, irritando los oídos de la pelirroja, quien hacía un esfuerzo consciente por ignorar lo estridente que encontraba su voz. Odiaba a Katy Perry—. Estoy a dos cuadras de tu casa, ve saliendo.

— ¿Para qué exactamente?

— ¿Eres idiota? Hoy tienes que confesarte.

No era su día favorito de la semana. No soportaba tener que enfrentarse a un hombre barbudo que, con aire de superioridad, le hacía listar hasta el más mínimo acto considerado pecaminoso. Menos aún disfrutar permanecer casi una hora frente a la estatuilla de su salvador, implorando compasión y sabiduría que nunca llegaban.

Lo único que hacía tolerable estar allí era la zona al aire libre, donde el césped se extendía bajo unos pocos árboles que ofrecían sombra y frescura. Había algunas bancas dispersas, pero prefería dejarse caer directamente sobre la hierba, sintiendo el calor del sol contra su piel, sin preocuparse por ensuciarse o por la presencia de insectos. En esos momentos, sus amigas solían acompañarla, tumbándose a su lado. Todas miraban las nubes mientras se reían de las formas ridículas que imaginaban en ellas.

Horas más tarde, estaba allí, de pie, observando con desconcierto el paisaje que alguna vez le había resultado familiar. El césped, normalmente vibrante y verde, ahora estaba seco y apagado, como si la vida se hubiese desvanecido de la tierra misma. Incluso el sol, ausente detrás de densas nubes grises, parecía haber perdido su voluntad de brillar. Todo se sentía extraño, melancólico, más de lo que Sadie habría esperado.

— Sadie Sink.

La voz cortó el aire antes de que tuviera tiempo de adaptarse a aquel entorno desolado. Con pasos lentos, avanzó hacia el interior de la parroquia. Sus botas, cubiertas de polvo, dejaron marcas sobre los cerámicos pulidos, cada pisada resonando como un eco vacío en el espacio silencioso.

Al llegar frente a él, tomó asiento, cruzando las piernas mientras observaba cómo el sacerdote alzaba la vista hacia el techo, como si estuviera buscando la mirada de Dios. Ninguno dijo nada por un rato. Él murmuraba oraciones en un tono bajo, incomprensibles para la adolescente delante de él, como si estuviera hablando en una lengua que no pertenecía a este mundo.

— ¿Tienes algo que confesar, hija mía?

Sí, demasiadas cosas. Tantas, que no bastarían los dedos de las manos para contarlas. En las últimas semanas, la joven se había dedicado a cometer pequeños actos de rebeldía: delitos menores diseñados para llamar la atención de sus padres. Y lo había conseguido, aunque el precio fueran castigos, gritos o agresiones que la llevaban de vuelta al punto de partida. Todo era un intento desesperado por ser vista, por ser algo más que una sombra en su propia casa.

Dos días atrás, había estado en la parte trasera de la camioneta del hermano mayor de Louis —un amigo más del pequeño grupo de bravucones—, lanzando piedras contra casas abandonadas del vecindario. El plan, impulsivo como siempre, terminó siendo un desastre: sus mejores amigas, poco hábiles para cometer travesuras, acertaron en más de una casa habitada. La situación las obligó a huir apresuradamente, con risas nerviosas y un miedo que las impulsaba a correr.

Cinco días antes, había robado una caja de botellas de vodka junto a Natalia. Todo comenzó cuando su amiga señaló una camioneta de carga detenida por una falla en la rueda. Fue un robo rápido, casi perfecta, pero el peso del acto seguía latiendo en su mente como un recordatorio incómodo. Sin embargo, disfruto beber cada gota amarga.

Sadie sabía que una confesión verdadera no le traería absolución, sino humillación pública o, peor aún, un castigo brutal en privado. Sus padres no se molestaban en ocultar la severidad de sus castigos, y la idea de enfrentarlos le provocaba terror. Incluso mentir bajo juramento le resultaba una carga insoportable, pero en momentos de pánico, era todo lo que podía hacer para mantener el control en un mundo que sentía cada vez más opresivo.

— He tenido desacuerdos con mi mamá — murmuró, cruzándose de brazos. La mirada penetrante del sacerdote la atravesaba, haciéndola sentir completamente expuesta. — La insulté. Desprecié su sacrificio.

— Oh, esperaba algo más... pecaminoso de tu parte, joven Sadie — dijo él, con una ligera sonrisa en los labios. — Sin embargo, una desobediencia a tus padres e incluso el desprecio hacia el amor de una madre puede ser perdonado. Eres joven, y los errores siempre se cometen.

Sadie quiso arquear una ceja, revelando lo ofendida que se sentía, pero se contuvo. En lugar de eso, simplemente inclinó la cabeza, evitando el contacto visual directo.

— No, Padre — murmuró con voz baja. — No soy capaz de cometer algo más allá de eso. Esta vez fue un impulso, estaba muy molesta. Y admito que estoy arrepentida... Solo quiero que mi perdón sea recibido.

En realidad, no se encontraba ahogada por el remordimiento. 

Lori, su madre, apenas reaccionaba cuando la menor descargaba su frustración sobre ella por lo más mínimo. Rara vez se dignaba a levantar la voz para regañarla o decirle lo que pensaba. La mayoría de las veces, respondía con un desinterés palpable, como si su enojo fuera irrelevante. La veía como una niña aún, molesta e irritante, enredada en berrinches sin fin.

Tuvo que recitar tres Padres Nuestros y dos Ave Marías. Por supuesto que lo haría; seguía siendo una creyente, a pesar de que para muchos, su comportamiento la clasificaba como una delincuente. Podía sentir la voz del sacerdote como un susurro lejano, el aire en su garganta apretándose cada vez que pronunciaba una oración.

Con las manos entrelazadas, las rodillas ardientes contra los cerámicos fríos y el cabello cubriéndole el rostro, no parecía en absoluto feliz ni satisfecha por estar allí, pidiendo perdón. A pesar de su fe, no podía evitar sentir una profunda humillación. Aquella vulnerabilidad, rodeada de rituales y formalidades, la hacía sentir más pequeña que nunca.

No supo cuánto tiempo pasó allí, pero las marcas peculiares en el suelo dejaron una impresión profunda en sus rodillas, que se sentían ardiendo bajo los jeans desgastados. Al salir al exterior, se cruzó con un grupo de chicos, el mismo con el que, en algún momento, había chocado accidentalmente en la mañana. Mientras buscaba con la mirada a sus amigas, pudo escuchar risas y conversaciones animadas.

— Tendré que volver antes de las siete, no creo poder ir al lago —una voz femenina interrumpió el bullicio—. Diviértanse sin mí, otro día podré ir.

Sadie no entendió por qué, en ese preciso momento, la piel se le erizó al oírla. Sonaba tan angelical, tan dulce, pero al mismo tiempo llevaba consigo un toque sutil de tristeza.

— ¿Tu novio ahora controla tus tiempos? —comentó uno de los chicos del grupo, con un tono burlón.

— No es mi novio, es solo... un amigo —respondió ella, girándose hacia el grupo, aunque su rostro permanecía de espaldas a Sadie mientras seguía conversando—. No quiero un novio aún. No es momento de estar dibujando corazones en mi cuaderno cuando debería estar estudiando.

Una mano sobre su hombro la trajo de vuelta a la realidad, y se espantó al instante.

— Por Dios, cálmate — Louis carcajeó sonoramente, divirtiéndose con su reacción.

El chico rodeó su cuello con uno de sus brazos y la atrajo hacia él, comenzando a caminar. Para sorpresa de la chica pecosa, al pasar junto al grupo, vio a Louis acercarse al muchacho castaño y murmurarle algo. El cambio en su rostro fue inmediato: aquella expresión de alegría se desvaneció, y se volvió más tensa, como si la conversación le resultara incómoda.

Sabía que era parte del día a día molestar a alguien, incluso hostigarlos con palabras hirientes que transformaban un día lleno de colores en uno amargo y gris. No le preguntó qué le había dicho, ya que sospechaba que podría haber sido una crítica sobre su uniforme perfectamente acomodado o, quizás, simplemente una manera de joderle el buen momento.

Sadie estaba rodeada de personas con malas intenciones, personas que estaban inmersas en la maldad y el pecado. No podía cambiarlo. Incluso si se marchara de ese pueblo, huir solo traería más mala suerte, como una pandemia inminente que la perseguiría sin importar a dónde fuera.

Al final, debía aceptar quién era, cómo vivía y qué le esperaba.

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