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⠀⠀ ⠀i. echoes of the past.



TAKE ME TO CHURCH

capítulo uno ╱ ecos del pasado.




El mundo era un tanto diminuto para alguien tan energizante como la menor de los Williams. 

Con apenas dieciséis años recién cumplidos, ella ya tenía las ansias de correr y saltar de una niña pequeña, incluso la imaginación. Sus progenitores nunca subestimaron a la adolescente, la tenían en un pilar junto a su hermano, ambos teniendo la apariencia de adolescentes normales de su edad con almas de niños libres. Para Darcy, la joven aventurera de buen corazón, era nada más una chica común y corriente que sobrevive al mundo como si fuese el problema matemático más fácil del mundo.

Según ella pasar los obstáculos que tiene enfrente era como sumar uno más uno.

Sencillo.

O eso era lo que comprendía. Nunca había sentido la dificultad de pasar por encima de algo que le molestara o interfiriera en sus planes importantes. Podía creerse que ese pensamiento se basaba en todo lo que sus progenitores le habían enseñado.

Para concentrarse, agitó la cabeza en negación, dejando que algunos mechones desordenados cayeran sobre su rostro, lo que hizo que su vista se volviera borrosa. No le molestó demasiado; simplemente se apartó el cabello con los dedos, llevándolos hacia atrás de su oído. En ese momento, un ligero viento fresco se coló por la ventana, trayendo consigo una sensación de renovada energía.

Para su buena suerte, era lunes. Nunca supo por qué le gustaba el comienzo de la semana, pero había algo en el aire que le decía que la vida le traía nuevas lecciones por aprender, o recordar.

La preparación para sus clases siempre era la misma: rápida y casi perfecta. Aunque utilizara el mismo uniforme casi todos los días, lo que la hacía parecerse a muchas de las chicas de su institución, a Darcy ya no le importaba. En su juventud, esa similitud le había molestado, pero con el tiempo se dio cuenta de que solo era un capricho y decidió dejarlo de lado. Ahora, lo único que le importaba era adaptarse a asistir y disfrutar de charlas con su círculo de amigos. No era un grupo extenso, pero con ellos le bastaba. Pequeño o grande, Darcy quería a sus amigos y valoraba la conexión que compartían.

Algo que Darcy agradecía era que sus amigos no eran como el clásico estereotipo que se encuentra en los libros juveniles. No salían a fiestas alocadas, no consumían ningún tipo de droga, ni eran esos adolescentes ansiosos por saltar a la adultez. Eran tranquilos; lo más arriesgado que hacían era perseguirse entre ellos bajo el agua en algún río o escaparse cuando los castigaban a tomar té. No eran malas influencias, quizás rebeldes dependiendo lo necesario, pero nunca personas con malas intenciones entre sí.

Por un momento, recordó que sus progenitores solo le permitían relacionarse con ellos porque pertenecían a una clase alta, eran chicos y chicas con un estado académico sobresaliente, llenos de medallas. Técnicamente perfectos. Sin embargo, esa perfección no les impedía ser adolescentes; no se volvían irritantes ni perfeccionistas. Por el contrario, mostraban sus virtudes, lo que los hacía cada vez más agradables para la joven.

— ¿Darce? —escuchó una voz tras su espalda.

Al voltear, se encontró con Finch, cuya camisa blanca del uniforme estaba un tanto desacomodada y su corbata parecía un intento de moño mal hecho. Observó cómo apretaba los labios y se encogía de hombros, un gesto que llevaba haciendo desde que era niño.

Sonrió y asintió mientras se acercaba a él para acomodar su atuendo. Finch solía sentirse avergonzado de no poder realizar acciones simples, no porque tuviera algo en mente que lo impidiera, sino porque, en su nerviosismo, a menudo olvidaba muchas cosas del pasado, incluso las más recientes. A veces, le complicaba la sencilla acción de atar sus cordones. Sin embargo, siempre tuvo a su hermana menor al rescate, quien nunca dudaba brindarle todo tipo de ayuda posible.

Sus progenitores no se lo tomaron tan a mal; intentaron ayudarlo, aunque sus esfuerzos a menudo aumentaban su nerviosismo. A pesar de no ser de gran ayuda, el primogénito lo agradecía.

— ¿Hoy irás? —preguntó él, rompiendo el tranquilo silencio que inundaba la recámara.

— ¿Huh? —levantó la vista de la corbata, mirándolo con el ceño fruncido.

—Iglesia, confesiones, hoy en la tarde. ¿No lo recuerdas?

Fue en ese momento cuando el comienzo alegre de la pequeña Darcy se esfumó.

—Oh, sí, claro. Iré... —intentó acomodar el cabello del muchacho, que lucía desordenado por la mañana habitualmente—.  ¿Lizzie estará allí?

—Claro, ¿por qué?

—Nada importante, solo quiero hablar con ella... cosas de chicas.

Solo pasaron unos minutos hasta que tuvieron que bajar a tomar una taza de café. Darcy eligió un té, ya que no era muy fan de la cafeína; le hacía sentir que tenía mucha energía, pero sabía que esa energía podría agotarse en cualquier momento. Mientras esperaban la hora específica para marcharse a sus clases, fue inevitable no notar que August, su padre, tenía una mueca de cansancio en el rostro. Lo mismo podía decirse de su madre, Lorelai, que también parecía estar llena de pereza.

Lo que confundió a la adolescente fue que, en el momento en que ambos se miraron a los ojos, no sucedió nada especial. Se suele decir que al mirar a tu alma gemela, si alguna de las dos se encuentra deprimida, las pupilas se dilatan y al menos esbozan una sonrisa. Sin embargo, en este caso, los orbes celestes de August no destellaron, y ninguna sonrisa apareció en los labios rosados de Lorelai.

— Ocho menos cuarto, chicos, hora de ir —notificó el progenitor, levantándose y buscando su maletín. Los menores asintieron y dejaron las tazas vacías en el fregadero. Darcy acomodó su bolso en el hombro derecho y, en un rápido movimiento, se acercó a su madre para plantar un beso en su mejilla y desearle buena suerte en el trabajo.

Luego, Darcy tuvo que esperar a su hermano, quien llevaba marcado en la mejilla izquierda el labial de su madre. Con una risa burlona, sacó un pequeño pañuelo de su bolso y le limpió el rostro, notando cómo las mejillas de Finch se teñían de rojo por la vergüenza. No le sorprendía el favoritismo de su madre; era algo común en su hogar y por las calles de su barrio.

Lorelai adoraba a Finch, no solo porque era su primer hijo, sino porque él le recordaba a muchas personas, especialmente a su esposo. Madre e hijo solían ser inseparables, compartiendo desde los gustos más simples hasta los más extravagantes. Sin embargo, había momentos en los que parecían distantes, como si intentaran ignorar la existencia del otro. A pesar de esos altibajos, Lorelai siempre deseó darle lo mejor a su primogénito. Desde el día en que nació, lo amó con una intensidad que nunca había experimentado antes, y hacía todo lo posible por satisfacer hasta sus deseos más pequeños. Finch, por su parte, intentaba corresponder tanto al amor como a las expectativas de su madre, esforzándose por darle el mismo cariño que recibía.

Por otro lado, August sentía una adoración incondicional por Darcy. Para él, su hija era una estrella destinada a brillar por encima de todas. Nunca encontró motivos para ser severo con ella; solo le pedía que cumpliera con sus responsabilidades y, ocasionalmente, que lo ayudara a ensayar sus presentaciones para reuniones de negocios. Siempre fue extremadamente protector, asegurándose de que nadie, bajo ninguna circunstancia, la maltratara, ya fuera física o verbalmente. Si alguna vez le levantaba la voz, no tardaba en disculparse. August no escondía su favoritismo hacia Darcy, tratándola como una princesa desde el momento en que nació y disfrutando abiertamente de la alegría que su presencia le traía.




En el camino hacia la institución, Darcy no podía dejar de estar sumida en sus pensamientos. Un recuerdo difuso de su infancia volvió a su mente, acompañado de una extraña sensación en el pecho. Aunque todavía no lograba comprenderlo por completo, había algo claro en ese momento: la imagen de una muchacha sonriéndole con amabilidad. Cada vez que intentaba reprimir ese sentimiento, parecía intensificarse, creciendo más dentro de ella.

En su mente, se abría una pequeña posibilidad: tal vez lo que sentía era atracción por las mujeres. No le resultaba del todo desagradable, como podría haber esperado, pero le generaba temor. No era un miedo al rechazo, sino a la incertidumbre de reconocer algo tan profundo y desconocido en su interior. Tampoco podía ignorar su pasado, ese amor que en su momento la derrumbó.

A veces, Darcy experimentaba esas sensaciones extrañas cuando estaba rodeada de grupos de chicas. Sin embargo, no era su encanto ni una amabilidad particular lo que las provocaba. De hecho, le molestaba estar en círculos sociales donde predominaban los comentarios malintencionados, las críticas a espaldas de las "amigas" o el desprecio hacia valores que ella consideraba esenciales, como la justicia y la empatía.

Prefería mil veces encontrarse con alguien como Esther, el personaje femenino que la había cautivado. Esther no era insensible ni superficial; poseía una dulzura natural y una empatía genuina. Adoraba las cosas simples y tenía una habilidad única para comprender a quienes la rodeaban, lo que la hacía especial. Sabía priorizarse sin descuidar a los demás, algo que Darcy admiraba profundamente. En resumen, Esther era, en todos los sentidos, un amor de persona. Lamentablemente, no era real; estaba atrapada entre las páginas de su libro favorito.

Eso no significaba que las demás chicas no fueran amables o atractivas. Darcy sabía apreciar la belleza femenina, que para ella era un arte en sí misma, pero nunca lograba sentir por alguien real lo que Esther despertaba en su corazón.

— ¿Y... Dotty y tú saldrán el fin de semana con los chicos? —la voz de Finch la sacó de sus pensamientos. Darcy lo miró con curiosidad, y él continuó—: Padre me dijo que, si es así, debo acompañarte. Las calles últimamente no son seguras, y tú eres tan pequeña que podrían llevarte a Alaska en un segundo.

— Solo voy porque Dotty me lo pidió. Además, Finch, no necesito que me cuides, aunque lo aprecio... —resopló con una leve sonrisa—. Y no soy pequeña, mido lo que una chica de mi edad debe medir. Que tú seas tan alto no es mi culpa, jirafa. —Inclinó la cabeza hacia la derecha, sonriendo antes de añadir—: Aunque no puedo decir que padre exagera. Flo me contó que la semana pasada vio cómo asaltaban a una chica... Qué patético ser un rufián.

— No te preocupes, hermana mía —respondió Finch con ese tono juguetón que siempre lograba alegrarla. Darcy esperaba ansiosa el inevitable mal chiste que la haría reír a carcajadas—. ¡SuperFinch te protegerá de todo mal, de cada rufián! —exclamó antes de envolverla en un abrazo exageradamente fuerte, haciéndolos tambalear entre risas.

A su alrededor, adolescentes, adultos y niños los miraban con curiosidad. Algunos incluso mostraban un ligero fastidio al oír sus risas resonar tan alto. Sin embargo, a los hermanos no les importaba en absoluto lo que pensaran; su vínculo estaba por encima de cualquier mirada ajena.

— ¿Cómo hacen para llevarse tan bien?

Al escuchar la voz, ambos se separaron con dificultad y dirigieron la vista hacia adelante, donde sus amigos los esperaban sonrientes. Odette, con su estatura diminuta, apenas alcanzaba el mentón de Darcy, algo que solo aumentaba el afecto de la mayor hacia ella. Sin dudarlo, Darcy soltó a su hermano y corrió hacia la más baja, abrazándola con entusiasmo.

— ¡Darce! ¡Me harás caer! —rió la pelinegra, aferrándose a su cintura con los brazos cubiertos por las mangas de su sudadera. La más alta, como era costumbre, le plantó un sonoro beso en la frente. El cariño entre ambas era evidente, siempre juntas, inseparables—. Aún no entiendo cómo hacen para no querer matarse entre ustedes —bromeó entre risas—. Mi hermanita, en cambio, quiere acabar conmigo con su cuchillo de plástico.

Aquí tienes una versión mejorada, manteniendo el tono natural y dinámico del original:

— Es una niña pequeña, no puede ser tan aterradora... Aunque Lola me asusta. Creo que se ha obsesionado conmigo, y no precisamente de la mejor manera. —Finch saludó a los chicos con un apretón de manos y, como de costumbre, a Lizzie y Florence con un beso en la mejilla. Luego, fijó la mirada en Odette, quien acababa de separarse de la castaña—. No me mires así, Etty. No es mi culpa que tu hermanita sea descendiente de algún monstruo.

— ¡Finch, no insultes a los familiares de nadie! —lo reprendió Darcy, recordando una de las frases que su madre solía decirles con frecuencia.

— Darce, eres demasiado amable; tu opinión no cuenta —comentó Adam con una sonrisa, dándole una ligera palmada en el hombro. La aludida no tardó en devolverle el gesto con un manotazo en el brazo.

— Eso es maltrato, ¿lo sabes? —dijo él, fingiendo estar ofendido.

— ¿No pueden pasar ni un minuto sin molestarse? —interrumpió Lizzie, quien caminaba aferrada de la mano de su atento novio. Porque sí, Finch y Lizzie, desde el primer día que se conocieron, habían hecho clic. Para la semana siguiente, ya eran la pareja del año, y esa conexión seguía intacta hasta el día de hoy—. No me miren así, solo digo...

—Déjalos, Lizzie, ya sabes cómo son... irritables —intervino Edward, dándole una ligera palmada en la cabeza a la aludida, quien asintió con una sonrisa, aceptando su observación—. Además, Etty es como un chihuahua: "ladra" fuerte, pero necesita cariño las veinticuatro horas del día.

El grupo de adolescentes continuó su camino hacia la institución. Odette y Darcy iban unos pasos adelante, aunque cualquiera podría pensar que tenían prisa por llegar a clase. La realidad era todo lo contrario. Caminaban a un ritmo inconsciente, con rostros relajados, disfrutando del momento. De vez en cuando, soltaban risas suaves mientras comentaban anécdotas del fin de semana pasado.

Odette no podía evitar sentirse fascinada cada vez que Darcy hablaba. Había algo en la manera en que su mejor amiga se expresaba: emocionada pero siempre serena, como si mantuviera el control de cada palabra que salía de sus labios.

En un momento de descuido, Darcy no notó a un dúo que venía caminando en dirección contraria. Justo cuando estaba por apartarse para dejarles paso, chocó ligeramente con uno de ellos, interrumpiendo su conversación con Odette.

— Lo siento —escuchó una voz detrás de ella, provocándole un leve cosquilleo que no supo explicar.

Al girarse, sus ojos se encontraron brevemente con un par de pelirrojos que se alejaban a toda prisa, moviéndose con tal rapidez que casi chocaron con el resto del grupo. Antes de volver la mirada hacia el frente, alcanzó a distinguir una melena rojiza y larga que se balanceaba mientras la figura se giraba hacia la izquierda. Por un instante fugaz, el perfil de una chica quedó grabado en su mente.

Algo burbujeó dentro de ella, una sensación extraña que no podía nombrar.

— ¿Darce?

La voz de una de sus amigas la sacó del trance, pero no del todo. Todo a su alrededor parecía desvanecerse, dejándola sola con aquel inusual sentimiento que oscilaba entre su pecho y su estómago, como una chispa que se rehusaba a apagarse.

— ¡Darce! —una mano apretó suavemente su brazo, devolviéndola de golpe a la realidad. La voz femenina resonó con fuerza, arrancándole una ligera mueca—. ¿Qué tanto mirabas para quedarte pensando así?

— Nada... —respondió mientras se rascaba la nuca, tratando de disimular su nerviosismo—. Sigo medio dormida, no descansé bien.

A pesar de sus palabras, ese sentimiento volvía a burbujear dentro de ella, esta vez con una intensidad más extraña, como si intentara hacerse notar.

Cuando el grupo llegó al instituto, pronto se dividieron: tres de ellos iban un año atrás, mientras que los demás continuaron hacia adelante. Finch, Adam y Lizzie se marcharon juntos a sus respectivas clases, no sin antes comentar que se reunirían en el mismo lugar de siempre durante el receso.

En el aula de Biología, Edward notó que Darcy parecía estar en su propio mundo. Tenía la mirada fija en su cuaderno, donde estaba trazando un dibujo usando exclusivamente tonos rojos. El tiempo pasó rápido, y decidió esperar hasta que la clase terminara y el profesor se retirara junto con los estudiantes de otros grados antes de acercarse.

— Hasta la próxima clase, jóvenes. No olviden hacer la tarea —dijo el profesor con su habitual tono monótono mientras recogía sus cosas.

Apenas tuvo oportunidad, se levantó de su asiento. Con los libros bajo el brazo y su mochila colgando de un hombro, cruzó el aula hasta el lugar vacío junto a la menor Williams. Ella prefería sentarse sola, siempre argumentando que así podía concentrarse mejor, aunque él sospechaba que era solo otra de sus excusas recurrentes.

La contraria no levantó la vista; estaba demasiado absorta trazando líneas en un intenso tono rojo vino sobre su dibujo. El chico, fiel a su naturaleza curiosa y su poco respeto por la privacidad ajena, se inclinó hasta casi apoyar su mejilla en el hombro de ella.

— ¿Qué dibujas? —murmuró con voz suave pero clara.

— ¿Cuándo llegaste? —Dejó el lápiz sobre la hoja, inclinando la cabeza hacia él.

— Cuando me entran las ganas de ser entrometido, llego tan rápido como la luz —respondió él, haciendo que soltase una pequeña risa. En esos momentos, Edward le recordaba a Finch, y era entonces cuando comprendía por qué eran tan buenos amigos; tenían muchas similitudes—. Pero no eludas la pregunta, Darcy Lilly Williams.

A pesar del bullicio que llenaba la clase, Darcy hacía su esfuerzo por mantenerse tranquila. No le agradaba que invadieran su espacio personal ni el murmullo constante de los demás estudiantes. Suspira, mirando su dibujo.

—Solo... me dieron ganas de dibujar "cabello". Tengo que mejorar —respondió, pero Edward suspiró exageradamente, dejándole claro que no le convencía su respuesta.

— ¿Acabas de suspirar?

— ¿Yo? —preguntó él, fingiendo sorpresa—. ¡Puff, jamás!

La respuesta de Darcy no parecía del todo convincente, pero Anglemyer decidió seguir molestándola, como era su costumbre. Sabía que era mejor hacerle compañía a su mejor amiga que dejarla atrapada en sus pensamientos sin apoyo.

—Pretenderé que te creo, Eddie —respondió ella, con una leve sonrisa en los labios.

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