Capítulo 25
Castigado. No ir a clases, salir sin avisar, volver hasta la madrugada y empeorar su resfriado, la hora de regaño se hubiese extendido más de no ser porque acabó tumbado en cama todo el día por culpa de la fiebre.
Podía tener la voz ronca, estropeada por el frío y sus pocos cuidados, sucumbir al mal dormir y a la fastidiosa sensación de su cuerpo ardiendo, sin embargo, con su impulsividad consiguió dos días libres del instituto, cuarenta y ocho horas para procesar la encrucijada amorosa a la que su corazón le había metido sin querer.
No obtuvo ninguna conclusión, más allá de las ganas de devorar una hamburguesa de dos pisos. Quedarse hasta horas insanas de la madrugada, casi rozando el despertar del amanecer, provocaba un apetito que los chocolates bajo su cama no calmaban.
Seguía igual de enfadado con Rosemary por ofenderlo, por escapar y por esconder su verdad.
Seguía igual de encandilado con Nathaniel.
Y ahora que estaba abajo, no le quedaba más remedio que subir del pozo.
Su dedo se deslizó por la pantalla, arrastrando la web hacia abajo, pasando más lentamente por las imágenes del webcómic, la historia había absorbido su atención. Siempre fue un fiel amante del romanticismo, el drama de la literatura era agradable, porque era ajeno a él, vivirlo en carne propia perdía su magia, y atacaba con ansiedad y profunda tristeza.
— Es que Lu, eres un idiota, un maldito idiota — gruñó al desarreglarse los cabellos, alborotando las hebras con sus dedos. Últimamente se sentía mucho más suelto de la boca, en especial a la hora de maldecir abiertamente, quizá la influencia de Cherrie se estaba arraigando a él con mayor ímpetu — Dile: Te amo, porque lo amas, solo dilo pedazo de... — con una larga y profunda exhalación se calmó.
Tumbado en la cama, agradecía que la fiebre estuviese abandonando su sistema, ser la antorcha humana era más divertido en las historias de Marvel que en la realidad, en especial porque él no podría volar si se tiraba por la ventana. Cerró los ojos, con la excusa de descansar la vista y no por el hecho de tener sueño. El silencio le permitió concentrarse en un irregular y molesto golpeteo, apretando los párpados en medio de una mueca de enfado, giró sobre su cama.
Confundido y curioso se acercó a la ventana, con ambas manos corrió las pesadas cortinas, entrecerrando los ojos ante la tenue luz de la luminaria pública que se arrastraba hasta el cristal. El baño de la luna llena y los faroles sirvieron a sus cansados orbes. Sorprendido abrió las puertas de par en par, estremeciéndose por el golpe gélido del clima exterior.
— ¿Nate? — Espantado por estar alucinando, corroboró inútilmente su temperatura con sus manos alrededor de su rostro — Nate, ¿qué haces aquí? — desprovisto del sentido de sigilo, alzó la voz junto a sus manos, saludando con fervor al chico en su jardín, irrumpiendo propiedad privada. No negaría la gran ayuda del silencio, porque todos descansaban del ajetreo del día... Ellos eran los únicos revoltosos ignorando las horas adecuadas de sueño.
El chico lucía agotado, y aun así, imponente. Las manos enfundadas en los bolsillos de su chaqueta, el aroma a cigarrillo, sudor y licor impregnados en su piel y la billetera rellena de propina por una fructífera noche de jueves.
— Trabajo. Mi tía me llamó, necesitaban apoyo y me ofrecí — se encogió de hombros, respondiendo sin darle importancia a su desvelo — ¿Qué haces despierto? —
— Bien — Aiden asintió — eso no responde qué haces en mi casa — arrodillado junto a la ventana, sintió la brisa acariciarle el rostro mientras inundaba su habitación, agitando las cortinas, las hojas de los libros abiertos en su escritorio y el malestar en su corazón.
— Vine a visitar al enfermo castigado, hace dos días que no te veo... Todavía te debo veinte dólares — El frío afuera permitía que su voz se viese en pequeños y frágiles revoltijos de humo.
Aiden se carcajeó por un par de segundos. Si la libertad pudiese definirse, significaría aquel momento en el que reía — Es lindo, me extrañas, los mensajes no son suficientes... Viniste a verme a las cuatro y cincuenta de la madrugada —
Nathaniel se encogió de hombros, sin pena de expresarse con sinceridad — No puedo negarlo, me hacen gracia las mímicas que haces al contar una anécdota, no es lo mismo con emojis y stickers —
— Dulce — dijo tras sonreír gratamente apoyando su mejilla sobre la palma de su mano — Tienes suerte, tu amigo es un chico rebelde... Castigado sin celular y sin permiso de salir hasta los cuarenta —
— Y aun así me mandas mensajes y te quedas despierto a las cinco de la mañana. —
— Un chico rebelde y ladrón de celulares que lee historias de romance hasta el amanecer — musitó contento, alardeando de sus habilidades se mofó desbordando su contagiosa alegría — ¡Oh! — Se levantó de un saltó del suelo — ¡Te traje un regalo! Espera un segundo — descalzo, corrió por su habitación hasta el escritorio, del primer cajón sacó un llavero.
Emocionado, salió cuidadosamente por la ventana obviando sus temores, las piernas le temblaban mientras daba un paso por el tejado. Sus mejillas habían adquirido una tonalidad rojiza, por el frío y sus sentimientos aflorando. Nervioso se sostuvo con fuerza el objeto atrapado en su mano, encontrando confianza. La luz de la luna reflejaba su cuerpo con las últimas fuerzas que le quedaban, porque el sol empezaba a salir por el horizonte, las puntas de sus alborotados cabellos, resplandecían al atrapar los rastros de iluminación natural.
Nathan, en el jardín, seguía sus pasos, con los brazos abiertos, como si esperase responder ante algún percance.
— ¡Atrápalo, señor As! — Lo lanzó, expectante y eufórico, esperando ansioso. El que Nathaniel lo agarrase fácilmente pintó una sonrisa en sus labios, haciéndolo aplaudir por la alegría.
— Tormento, ¿podrías volver a tu habitación? Ya no parece que tengas miedo a las alturas — Pidió al señalar a la ventana con un movimiento de cabeza. El llavero era liviano, cabía perfectamente en su mano y la figura era indescifrable a sus conocimientos de caricaturas, nunca había visto un peluche amarillo con alas en las series predilectas de la hermanita de Ezra.
— Se llama Kerberos, es el guardián de unas cartas mágicas — Aiden, acuclillado en el tejado, burlándose de la expresión de confusión de Nathan intentando hallarle forma al llavero, le explicó — Es mi personaje favorito, trátalo con cariño —
— Lo haré — lo guardó en su bolsillo, deteniéndose unos segundo a admirar al revoltoso chico en lo alto — Vete a la cama, Aiden. No vas a mejorar si no duermes, y no podrás pagarme la cena que me debes —
— Ugh, insensible. Casi creí que te estabas preocupando por mí — se levantó con cuidado, temiendo resbalarse — Te veré más tarde en el instituto — dio un paso atrás, casi sufriendo un ataque al pisar mal, con los brazos alzados recuperó el equilibrio — Por cierto, para tu próxima visita de madrugada, tráeme comida... Tengo tanta hambre que me comería una vaca —
— Lo tendré en cuenta, chico rebelde y hambriento — Solo se alejó hasta que Aiden estuvo de regreso en su habitación, quien reía por los nervios mientras posaba su mano sobre su pecho.
— Gracias por venir a verme. ¡Me hizo muy feliz! —
Nathaniel se despidió de él en silencio con un pequeño movimiento de su mano, antes de desaparecer en la distancia, agitando el llavero alrededor de su índice.
Comprobó que la ventana yacía cerrada de nuevo, antes de entrar a su auto para marcharse a casa.
Mocoso, batallaba con la sensación de estornudo apropiándose de su cuerpo. Aiden odiaba agriparse, aunque la influenza siempre estaba encantada de visitarlo. Cuanto más odiaba, más recibía... Cuanto más amaba, menos tenía, el sentido irónico de la vida no podía hacerle gracia, no cuando sentía que echaría los pulmones tras tantos ataques de tos.
Arrastrando los pies, caminaba por los pasillos, esquivando a algún par de estudiantes, buscando llegar a la cafetería. A cada paso su mochila se balanceaba suavemente, dándole uno que otro molesto golpecito en la espalda. El único motivo de los rezos en su cabeza, eran pedirle al cielo no tener más fiebre.
Suspendido en sus propios pensamientos, dispersos entre temas inconexos, el que le taclearan en medio del pasillo le hizo perder el equilibrio, consiguiendo no caer tras trastabillar, por sujetarse a unos lockers, sintiendo la sangre marcharse de su piel. Pálido, las pulsaciones descarriadas de su corazón retumbaban en su garganta.
— Por favor, por favor, por favor no le digas a nadie — La suplicante voz de Dalia le provocó escalofríos. La chica yacía aferrada a su cadera, apretando dolorosamente su cuerpo, intentando no sucumbir a la desesperación al sujetarse de él.
Aiden, atontado por la medicina, la enfermedad y la confusión, asintió — ¿De acuerdo? Yo no le digo a nadie. Dalia, ¿estás bien? Las drogas no son buenas — quiso reír, esperanzado en aliviar el ambiente y las miradas curiosas de los demás a su alrededor — ¿Dalia? —
La temblorosa muchacha le soltó rápidamente, evitando las distancias al sostenerlo de los hombros, zarandeándolo — ¡Lo prometiste, no puedes decirlo! — vociferó sumida en pánico, viéndose frustrada por la mirada de desconcierto del otro.
— No voy a decir lo que no sé — Afirmó con seguridad al alzar sus pulgares — Lo tengo, es fácil —
— Espera... — Dalia, perpleja por el tono de broma de Aiden y su aire ciertamente jocoso, volvió a cuestionarle — ¿No sabes que escribo historias homo? —
— Ahora ya lo sé, espera ¿qué? — El sorprendido terminó siendo él, frunciendo el ceño le recriminó — Me perdí. Lo siento, creo que debo regresar a mi casa a dormir — se excusó al quitarse las manos de la chica, quien volvió a jalarlo hacia ella al sostenerlo de la mochila.
— ¡Pero ustedes me amenazaron! ¡Ni siquiera mi hermano lo hace! — Chilló entre reclamos, luchando por mantener la charla con Aiden. Atrayendo la atención sobre ellos.
— ¡Yo nunca he amenazado a nadie, suéltame! — La muchacha dulce, callada, serena y tímida parecía un lejano recuerdo, la Dalia que le sostenía con insistencia en medio del pasillo, reclamándole entre sollozos, era una desconocida de fuerza descomunal. Necesitaba la receta de sus alimentos — ¡Soy inocente! — Balanceó sus brazos, ansioso de libertad — Yo jamás... Ah — se quedó quieto, haciendo que Dalia se estrellase contra su mochila — Conozco a alguien capaz — lento, casi temeroso, giró su cabeza hacia ella.
Avergonzado, sujetó a la chica de la mano, invirtiendo los roles. Aiden, a paso rápido, olvidándose de sus propias dolencias, arrastró a Dalia junto a él hacia la cafetería. Irrumpieron en el lugar, ella sin aliento y Aiden prendido en ira.
— Zahner, ¿a quién buscamos? — Preguntó con preocupación, luchando no enredarse entre sus propios pies, al seguir torpemente a Aiden a través de los pasillos. Solamente podía mirar la espalda del contrario, mientras intentaba no sofocarse por el ruido a su alrededor y la falta de aire.
— A un rubio idiota... ¡Allá está! — Vociferó, jalando a Dalia junto a él, con el único objetivo de llegar a la mesa casi vacía, en donde Maximillian se atragantaba con unos fideos, riéndose bobamente — ¡Dagger Maximillian! — golpeó la mesa con su mano libre, sacudiendo el tazón de sopa del contrario.
Aiden finalmente había conseguido hacerlo comer en la cafetería y ahora se arrepentía.
— ¡Auch! — Dagger se quejó al sacudir su mano por un par de gotas que cayeron sobre su piel — ¡Oye!, ¿qué te pasa? Juntarte con mi hermana te está haciendo un violento —
— Max, ¡¿me explicas en qué parte del significado de amabilidad lo definen como amenazar a un individuo?! — La sonrisa en sus labios tiritaba, sus ansias de despotricar contra el rubio no se aplacaron, solo se acrecentaron por su expresión de tranquilidad — ¡Porque a mí no me llegó esa actualización del diccionario! —
Dalia se echó para atrás, apenas recuperaba el aliento, cuando la voz estruendosa de Aiden le hizo apartarse — Oye... —
— Me dejaste solo estos días, tuve que improvisar — Max le restó importancia con su tono, preocupado por llevarse una nueva porción de fideos a la boca — es tu culpa —
— ¡Tu improvisación fue una mierda! — Aiden renegó, sujetando a la chica por los hombros, sosteniéndola a su lado — Pídele perdón a nuestro ángel — reclamó, ignorando la tensión de la nerviosa chica, intentando sonreír — Lo siento, Dalia. Luce como alguien genial, pero le faltan un par de tornillos —
Dalia acongojada saludó a Maximillian con un ligero movimiento de mano — Mientras no revelen mi secreto, no me importa lo demás... — susurró temerosa, con la cabeza gacha.
Aiden frunció el ceño, la soltó al darse cuenta de su descuido nacido del furor de sus emociones — ¡Lo ves, Max!, ¡La asustas, nos va a abandonar! —
— Quizá la asustan tus gritos — dijo antes de ponerse a soplar hacia sus espaguetis colgando desde el tenedor — Solo quería que se nos acercara y funcionó. Juzga mis métodos, no mis resultados —
— Es un chico bueno en el fondo — Zahner lo excusó apresuradamente, empujando con suavidad a la chica hasta conseguirle acomodar en un asiento — muy, muy en el fondo. Te invitaré al almuerzo, lamento las molestias, en realidad estamos agradecidos contigo — Aiden le dio un puntapié a Maximillian, llamando su atención con violencia — ¿verdad, Max? —
— ¡Auch! ¡Sí! Verdad, es verdad. Sin ti nuestra vida no tiene sentido — expresó bajo la atenta mirada fulminante de su amigo, quien le hizo reír forzado, mostrándose afable — Lamento haberme aprovechado de tus debilidades, pero no abriremos la boca. Somos un equipo, hay que cuidarnos entre nosotros —
— Tenemos buenas intenciones, lo juro — Aiden empezaba a exasperarse al notarle tan callada, ausente, como si la conversación solo estuviese en su cabeza, meditando — No iniciamos con el pie derecho, lo entiendo... pero si nos das una oportunidad — se acuclilló a su lado, esperanzado en encontrarse con su mirada, sus ojos eran dos aros de luz, parecidos al brillo de sol — podemos ser buenos amigos, no queremos que te escondas en el anonimato, eres una increíble escritora — musitó, aferrado al borde de la mesa, encontrando tras los cortos mechones de su cabello, un poco de ese tono de miel.
Dalia, con los labios apretujados, consiguió asentir, tras encontrar la calma — De acuerdo — sus mejillas habían tomado un torno carmín. Esquivando la cálida atención del chico, corrió un tanto lejos, rozando el límite del asiento.
Aiden se subió la mascarilla al levantarse del suelo, accediendo no seguir presionando — ¿Qué te gustaría comer? No tengas piedad de mi bolsillo —
— ¿Eh? Pues... Quisiera un — Girándose hacia él, aliviada por las consideraciones, se animó a alzar la voz. Se arrepintió de inmediato al notar la atención de Nathaniel sobre ella, soltando un chillido por la impresión.
— ¿Un? — La sonrisa se le borró, confundido por la expresión de la chica. Volteándose al girar sobre sus talones, cruzó sus miradas con Nathan — ¡Hey! Tanto tiempo sin vernos, ¿cómo llevas el desvelo? — fue acallado por la mano acunando su mejilla, restringido de su respiración, sus sentidos se enfocaron en la sensación de aquella piel contra la suya.
— Tienes fiebre — contestó al comprobar la temperatura con el dorso sobre la frente del castaño, sosteniendo con cuidado el lienzo bajo su brazo — Deberías ir a casa a descansar o no podrás trastornar al mundo con tu encanto —
— El mundo no se va a quedar sin mi encanto, ya tomé medicina, estaré bien pronto —
— ¿Tan bien, como cuando dijiste que no estabas enfermo? —
— Siempre son así, ignóralos — Max, ofuscado por la expresión bobalicona de Aiden, le señaló al observar fijamente su tazón medio vacío — Te acostumbrarás, Dalia —
La fémina solo asintió escuetamente, arrepentida de haber aceptado la amabilidad de Zahner. Incomoda al sentirse entremedio del par de chicos, celosa de la facilidad de Maximillian por pretender que no estaban.
— Ugh, creí que estaba alrededor de amigos, me equivoqué — Masculló al sacarse la mascarilla, empezando a agobiarse por la sensación de falta de aire — ¿Qué me trajiste, Miel? No sueles buscarme solo porque sí — señaló hacia el objeto envuelto en una tela, que Nathan cargaba con tanto esmero.
— Soy un hombre de palabra, a diferencia de otros — mofándose de Aiden, desdobló el nudo, antes de darle el lienzo en sus manos.
El pago de una deuda. La pintura era una representación de su peculiar apodo. Cargada de nubes grises adueñándose del espacio sin dejar ningún rincón. Los trazos eran descontrolados, fuertes y descuidados, aquella tormenta arrasaba en el cielo, demostrando imponencia.
— Muy gracioso, Nate — riéndose, sin perderse ni una pincelada en el cuadro, los ojos de Aiden no podían dejar de apreciar la belleza entre sus manos. El rubor en sus mejillas tomó mayor furor, la felicidad con la que se regocijaba, empezó a tirar de sus mejillas, impidiéndole dejar de sonreír, de expresar su alegría — Me encanta, gracias por pensar tanto en mí. Aunque aún me debes veinte dólares —
Maximillian y Dalia se habían acercado, cada uno aferrándose a los brazos de Aiden, estudiando con detenimiento la pintura.
— Tienes talento, Nathaniel — Dalia, maravillada por su trabajo, alzó la vista, avergonzándose por notar lo que no debía de ver, recordando de inmediato el porqué de su incomodidad.
— No sabía que pintabas en óleo — Maximillian se volvió a sentar sin alabar el cuadro, casi mostrándose aburrido — Como sea, Aiden está caliente, llévatelo a casa, Nathan... o no mejorará. Yo le pagaré el almuerzo a Dalia, porque soy un chico amable —
— Max, me asustas. ¿Tan mal estoy? — Aiden abrazó su regalo posesivamente contra su pecho, escondiéndola solo para él — Acepto, Nate. Llévame a casa, creo que estoy a un pie cerca de la tumba —
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