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Prefacio


Se abalanzó sobre él, rodeándolo con el brazo, dispuesto a llevarlo hasta la cama.

La embriaguez a su compañero lo hizo tambalear, pero lo bueno eran que sus brazos estaban ahí para evitar la caída.

Lo incorporó, sin embargo, tenerlo tan cerca lo tentó de poder rozar su nariz contra la de su compañero. Acariciar con fervor su mejilla. La tensión ya era absoluta, se respiraba desde los poros, con exaltación... Parecía ser su viva imagen y, detener ese momento, más que incómodo, le resultaba único. Superior. Entendía que lo menos que debía hacer en ese caso era dar una disculpa, pero siguió sin inmutarse. La disculpa quedaba fuera de alcance con tantas copas encima.

Meindert mantenía la cabeza baja. El alcohol lo dejaba aturdido y rechazó el más mínimo contacto visual, pero, en un arranque de agresividad, se volvió a verlo. Tenía preparado un puño para encararlo, sin embargo, en la tenue luz de la lámpara, advirtió que el hombre conservaba los ojos del niño con el que solía jugar. Aseguró, quizás, que los recuerdos de su dulce infancia disfrazaban toda intención perversa.

Tras eso, aprovechó a darle un pequeño empujón, justo lo que lo liberó de las fauces. Quiso huir y mostrarle un gesto colérico, pero, un cuando Vincent presenció tal acto amenazante, no le dio importancia de alcanzarlo, tambaleante, hasta el lugar donde se resguardaría: el baño. Jaló su brazo para impedir la huida y atraerlo de nuevo sobre su pecho. Para aclarar la inquietud que reposaba en su mente y que con cerveza no desvanecía. Forcejearon de nuevo, pero está vez no estaban solos. El vozarrón de su padre los arrancó, dividió. Ninguno tuvo habla para esclarecer lo ocurrido.

Sin rodeos, Meindert culpó de la falta a Vincent y este no pudo defenderse. El dedo estaba puesto sobre él y peor cuando declaró su inclinación frente al áspero de su padre. Los ojos de este ardían como brazas. Los demás hermanos habían despertado en el alboroto y esperaban una explicación, una que no obtuvieron. Su padre con firmeza los echó de la estancia, en montón, quedando los dos en el centro de atención.

—6:00 en punto, en mi oficina —Se les ordenó.

Un portazo a la cara Vincent recibió. Su padre ya había vuelto a la habitación, sin tener oportunidad de conversar. Era humillante, sin duda, aunque valía todo por remediar el caos provocado. La adrenalina corría en sus venas. El efecto del whisky desaparecía.

—Tenemos que hablar, por favor —suplicó desesperado a Meindert.

—¿Qué te hizo creer que yo te amaba? —Y despectivo, le propinó una bofetada.

De su labio brotó sangre.

Si solo hubieran ido a la cama temprano, no habría recurrido la idea de entrar a ese bar.

De traer consigo su perdición aquella madrugada.






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