Capítulo 19.-Los miserables.
Ronye, antes de su llegada al Noir et blanc, no la había pasado muy bien. Ella tendría, por aquel entonces, unos doce o trece años, ya hacía bastante de la actualidad.
Únicamente empezó a recordar tras ver a una chica de esa edad y a una anciana que pasaban por el camino de la carretera.
Su historia, algo trágica y con tantos sabores amargos, fue la razón por la cual a sus veintiún años de edad a ella ya casi nada le afectaba.
Vivía en un lugar pobre, donde las condiciones de sobrevivir eran nulas. Ahí no se decía "traje la comida" por lo regular se escuchaba el "conseguí algo de comer".
Ronye era hija única (de milagro), que vivía con sus dos padres en esa situación de casi miseria absoluta. Tenían una casa de madera con teja bastante delgada. Las ventanas del hogar quedaban rotas tras los descuidos de los años.
No tenía color, pero lo tuvo en alguna ocasión. Únicamente se veía el negro de la mugre y la suciedad de los años.
Tampoco tenía cimientos, la casa, en más de una ocasión, se había venido abajo con alguna lluvia fuerte o un soplo violento. Pasarían dos o tres días para que la casa volviera a ser alzada, en lo mientras, dormían en el suelo de la casa de algún vecino, ya que todos se ayudaban entre todos.
De ahí venía el cuento de que Ronye sabía alemán de sus primos y su tío. En realidad, ella lo hizo gracias a unos vecinos que venían de Stuttgart, y ellos eran los que le daban asilo a ella y su familia. De ahí que ella hablará alemán.
Cuando el padre de Ronye tuvo que irse a la guerra, fue de las peores experiencias en su vida. Los recuerdos del momento aquel, la invadieron mientras se sentaba en su cama.
Ella lloraba abrazada a su madre, viendo cómo es que todos los hombres, jóvenes, maduros o ancianos, partían a la guerra a morir por un Imperio que no les daba ni siquiera las migajas de lo que trabajaban el día a día.
Lo último que pudo ver de su padre fue su espalda, y de su rostro, su sonrisa calmada.
-No tardaré en regresar, amorcito. –Nunca regresó...
Lo peor del asunto es que, aun acabada la guerra, Ronye siempre esperaba a su padre durante dos horas en la puerta de su choza, ya que eso es lo que era, no podía ser llamada "casa" al ser tan desgraciada.
Siempre que ella regresaba a casa tras su trabajo infantil, gritaba una misma cosa, teniendo la esperanza de que ahora sí se cumpliera su sueño.
-¡Papá!...
Llegaba con la cara sucia, las manos manchadas y su vestido roto, aparte de su cabello corto por cosa de los piojos, que no era sorpresa que los tuviera en esas precarias condiciones humanas.
Recorría la casa en todos sus rincones (lo que le tomaría veinte segundos por el tamaño de la casa), gritando lo mismo.
Jamás tuvo la respuesta que quería escuchar.
A su madre le faltaba un muy buen rato de regresar de la esclavitud de doce horas a la que era sometida para llevar lo más "básico" a casa.
El rostro de Ronye era en parte limpiado por sus propias lágrimas, las cuales le recorrían las mejillas, quitando parte de la suciedad que la cubría al secárselas con las manos.
Tras llorar un rato, salía a jugar con los llamados "Hijos de la calle" al no tener ni casa ni padres. Hasta eso que Ronye se sentía afortunada de saber quién la parió, porque había quienes ni eso sabían.
Los chicos vestían igual de fachosos que Ronye, usando pantalones de jerga o de manta, algunos no tenían ni siquiera camisa al no poder conseguir una.
Tanta miseria, tanto dolor y tan poca humanidad. No es necesario decir que cualquiera de ellos se preguntaría ¿Por qué otros niños sí pueden tener playera y nosotros no?
Ronye respondía, muy concisamente:
-Papá me dijo que es porque Dios no se ha olvidado de ellos, mientras que de nosotros, sí.
-Dios puede irse a la mierda por olvidarse de nosotros.
-No es que se haya olvidado de nosotros, es porque ellos son los dueños del trabajo.
-De cualquier modo no me retracto. ¿Por qué Dios elige quien se muere de hambre y quien come hasta vomitar?
-Tiene razón... -Dijo Ronye.
El invierno de aquel año fue muy crudo, Ronye iba caminando con leña en su espalda, viendo a sus camaradas sentados en el suelo, temblando de frío por no tener ni siquiera un periódico que les cubriera del frío. Muchos ya no despertaban al día siguiente, amanecían así, justo como cuando ella regresaba a su casa.
Siendo la vida tan injusta con ella, su madre enfermó por aquellas duras condiciones del clima, siendo una enorme suerte (ya fuera buena o mala), que Ronye no se contagió.
Por la situación, la joven Ronye trabajaba dieciséis horas, más de la mitad del día para poder llevar lo "justo" para su madre, quien se la pasaba en la cama.
En una noche de aquellas, ella iba corriendo como era normal para ver a su madre, esperando que su padre estuviera cuidándola, en la cama de ambos.
Tenía la paga de la semana, lo cual bastaría para comprar el pan y el carbón necesario para sobrevivir el invierno, habiendo ya varios que sobrevivían en lo más absoluto.
Cuando Ronye entró por la puerta, notó que su madre reposaba en la cama de al lado, con la manta encima.
-Ya llegué, mamá. –Sonrió ella. –Traje pan para hoy y mañana temprano. –No hubo respuesta. –Ya no estás tosiendo, eso me alegra...mamá, ¿estás dormida? –Las piernas de Ronye se empezaban a debilitar. -¿Mamá?...
Antes de que sus piernas cedieran, tiró los panes y el carbón al suelo, corriendo para abrazar a su madre, esperando que ella hiciera lo mismo. Sentía un enorme frío, uno peor que el que hacía afuera de la casa. Era el frío de la orfandad.
Pasaron unos días en los que tuvo que envolver a su madre en la única manta de la casa, siendo ayudada por los vecinos para que le dieran sepultura en el "jardín".
Desde ese día, la esperanza de volver a ver a su padre se extinguió completamente. Ronye estaba sola, abandonada a su suerte con no más de tres francos, una hogaza de pan y un poco de carbón en sus manos. La subida de impuestos ahora le impedía comprar lo "necesario" para "vivir".
Se sentía la miseria a su alrededor, ya no le quedaba mucho para comer y el dinero pronto se le acabaría, nada más tenía una idea, una que, incluso, le daba miedo pensar que su madre pudiera tener debido a la desesperación.
Había un hotel de paso al lado del burdel del pueblo, uno que era muy concurrido por los viajeros o por los pueblerinos, como no sería sorpresa.
Antes de tomar una decisión, Ronye se limpió la cara, acomodándose un poco su corta caballera, la cual le llegaría hasta por la altura de los ojos. De hecho, se peinaba como hombre, pareciendo uno con rasgos muy femeninos.
La chica respiraba rápido, sintiendo que el mundo se le acababa, pero ya tomaba rumbo hacía la calle que iba al burdel. Incluso a una cuadra, se veían a varias mujeres "de la vida galante".
Ronye miraba al suelo, tomándose de una de las mejillas al sentir que se le ponían rojas. Sudaba de los nervios, aparte de que le temblaban los dedos.
Varios hombres de una pinta no muy fiable la veían de arriba abajo, enchinando los ojos, ya que tenía un vestido, pero el cabello y el peinado indicarían lo contrario.
De cualquier manera, Ronye se recargó en la pared, alzándose un poco la falda para que una de sus piernas se asomara. Nunca antes en su vida se sintió tan apenada y humillada, notándosele en todo el rostro. Varios hombres que la vieron se rieron de ella.
-Oye, ¿eres chico o chica? –Le preguntó uno de ellos, desde la otra esquina de la calle.
-Pu-puedo ser lo que tú quieras...aunque ser chico cuesta tres francos más.
-¿Y cuánto si eres chica?
-Veinte... -La voz de Ronye estaba rota, puesto que no faltaba mucho para que ella llorara de la vergüenza.
-Vale la pena.
El hombre escupió al suelo, riendo una última vez para cruzar la calle. (El hombre es el maldito perro de Raios >:v). Ésta era sucia, de tierra, se podían ver las ratas asomarse de algún agujero.
-Pr-primero déjeme ver el dinero...tengo hambre y estoy deses...
-No me cuentes tu vida, no es como que vuelva a regresar. –El hombre sacó un billete de veinte francos, mostrándoselo a Ronye, luego buscando en la solapa de su saco, extrajo unas monedas, mostrándoselas. -¿Feliz? Ahora vamos, chico.
El hombre tomó con fuerza el brazo de Ronye, jalándola con algo de violencia. Su pequeño grito fue de chica, algo que hizo que éste se volteara a verla, riendo sonoramente. Siguió su camino a la entrada del hotel de paso.
Una anciana con vestido de criada les bloqueó el paso con su bastón, negaba con la cabeza.
-¿Qué se supone que haces?
-No es algo que usted le importa, vieja loca. –Farfulló el hombre, tomando el bastón hasta que...
-Quieto ahí, amigo. –Un hombre de piel morena, cabellos y ojos azules vestido de traje llegó con algo de prisa, apuntando con un revólver. -¿Golpearías a una anciana?
-¡Ella no tiene por qué meterse en lo que no le importa! ¡Estoy pagando por...!
-Vamos, es sólo una niña, ten algo de dignidad, desgraciado. –Intervino la anciana.
-Po-por favor, no importa, en verdad...me está pagando por...
-Olvídalo, todavía que te hago un favor, y estos dos se meten. –El hombre soltó del brazo a Ronye, escupiendo al suelo para darse la vuelta.
-¡No, espere! ¡No les haga caso, incluso le cobraré tan sólo los veinte francos! ¡Necesito el dinero!
-Lárgate, fenómeno. –El hombre empujó a Ronye del pecho con mucha fuerza, tirándola al suelo. –Ni siquiera sé qué demonios eres.
Sin más, el hombre se retiró, dejando a Ronye llorando, tomando con fuerza su vestido. Una vez más, tenía el rostro sucio y las lágrimas eran lo que lo limpiaba.
Le gruñía el estómago, tenía bastante hambre y del pan de su casa ya no quedaban ni siquiera migajas. Fue ahí cuando pensó que, seguramente, su destino era uno: morirse de hambre.
No obstante, el bastón de la anciana se puso detrás de ella, aparte de una mano que le era tendida.
-¿Te quedarás ahí tirada? ¡Levántate, pequeña, no todo acaba aquí! vamos, Bercouli, dale una mano a esta anciana.
-¿Qué planeas hacer, abuela? –Preguntó Bercouli, también otorgándole la mano a Ronye. (No es exactamente la abuela de Bercouli, pero así le dice él).
-¿No recuerdas que Dakira se independizó del Palacio? Nos hará falta una chica, y ella es joven para estar en lugares tan sucios como éste.
-La vista ya te falla, abuela. Es un chico, las mujeres tienen el pelo largo.
Mientras los dos discutían, Ronye miraba confundida y con los ojos todavía cristalizados al apenas haber dejado de llorar. La más anciana gritó un poco, dándole un zape a Bercouli, quien se molestó un poco.
-Bueno, dijiste que necesitas dinero, ¿no? Nosotros dos veníamos al mercado, pero no pude pasar por alto que una niña...
-Niño. –Intervino Bercouli. La abuela torció los ojos.
-Que una niña. –Recalcó ella. –Tuviera que estar aquí, en el lugar más sucio. Éste zoquete y yo trabajamos en un palacio muy bonito, podrás dormir en él y hasta comerás tres veces al día. Es un trabajo pesado, pero vale la pena.
-La verdad es que sí.
-D-de acuerdo...¿puedo comer antes de empezar a trabajar?
-¡Por supuesto! Te verás muy linda vestida como yo.
-Querrás decir que será muy apuesto vestido de traje.
-Cállate, Bercouli. Podré estar vieja, pero no ciega. No le hagas caso, vamos, mi nena. –La abuela sonrió, tomando de las sucias y polvorientas mejillas a Ronye, quien torció la boca, sonrojándose para romperse a llorar, abrazándola.
Esa fue la última vez que Ronye lloró. Le afectarían muchísimas cosas como vivir la muerte de sus dos padres, pasar por hambre y casi entrar en la prostitución, pero ya no había dolor en su vida, ahora todo era color rosa, por suerte.
En otra parte del Palacio, Egil ayudaba en la cocina, algo que le parecía muy bueno. Se divertía un poco trozando los pollos, los venados y los jabalíes, debido a su gran fuerza en las manos.
En una mala pasada, y por no poner el filo del cuchillo de una forma segura, el enorme negro se cortó la camisa y el saco, teniendo suerte de no acuchillarse el brazo.
-¡Por Dios, Egil! –Exclamó Ronye, alarmada. –Déjame ayudarte. –Pidió ella, mojando un trapo para limpiarle la herida, en caso de que tuviera.
-Que descuidado fui... -Lamentó él, quitándose el saco y desabotonándose la camisa.
Solamente se descubrió el brazo que se pudo haber lastimado, notando que no tenía herida alguna. No obstante, algo más sí que tenía en él. Era un número, uno que parecía ser de serie.
-¿Qué es...esto? –Preguntó Ronye, dirigiendo su mano al brazo de su contrario, quien lo impidió, poniéndose la camisa una vez más.
-No es nada... -El número era 24601, pero fue cubierto otra vez al negro ponerse el saco de vestir.
Recordaría algo que hacía mucho tiempo olvido, pero no dejaba de serlo. Le daban una enorme libertad, pero tenía que recordar que no era un hombre libre.
Egil fue esclavo desde sus veinte años, y eso se dio por robar una manzana y una moneda de cinco francos. Siendo negro, pobre y huérfano, no es como que siempre le hubiera ido bien que digamos.
Su trabajo era en la ciudad, llevaba grilletes en las muñecas y en los tobillos, estando encadenado junto con otros esclavos. Llevaban sacos de pólvora a carretas, aparte de comida y cajas de bala que servirían para el imperialismo francés.
Uno de los esclavos desfalleció, tirando las cosas que llevaba en brazos. Los guardias, en vez de ayudarlo, lo fueron a patear, golpeándolo con sus bastones. Toda la línea de esclavos se detuvo al no poder avanzar por ese pequeño "detalle".
-¡Llévenselo, ya no nos es útil!
Quitando de la línea de producción al esclavo, el siguiente tuvo que avanzar para que lo encadenaran al que tenía frente de sí. Todo siguió como normalmente.
Una vez que se dejaba lo que se iba a cargar para la guerra, se regresaba al lado de la enorme línea de esclavos, la cual abarcaría casi unos trecientos metros. Trecientos metros de hombres cuya libertad había sido arrebatada por culpa de que el Estado no podía cubrir sus necesidades básicas, de ahí que tuvieran que robar, estafar o, incluso, matar. Todo era culpa del Estado monárquico francés, no del pueblo.
-Sigan avanzando. –Exclamó un soldado, aumentado el volumen de su voz conforme hablaba.
Les quedaba un buen rato para terminar, y, aunque así lo hicieran, el trabajo no terminaría ahí, faltaba todavía mucho por hacer...
Era trabajar hasta la muerte, y eso a los que les iba bien. Quienes cumplían sus condenas, saliendo vivos un muy reducido margen de esclavos, no les iba nada bien en la calle.
No los contrataban por ser antiguos esclavos, los dejaban morir de hambre tras una vida en donde la vida valía menos de media hogaza de pan al día. Por suerte para muchos, se morían apenas al primer año.
Egil no era tal caso, llevaba ya sus añitos como esclavo, y con esa fuerza que tenía, aguataba bastante más que el resto de los esclavos. Claro que era una paliza para él tener que cargar cosas, picar piedra, estar en los barcos mercantes, entre otras tantas cosas que hacía.
De noche, que era su único momento de descaso, miraba al cielo, deseado verlo en otras condiciones, una en donde los grilletes no le apretaran tanto. Varias veces soñaba con su tan ansiada libertad, sintiendo frío en su pecho al ver que despertaba con los grilletes todavía puestos.
Nunca se quejó del frío o del sol, incluso de la enfermedad. Egil siempre seguía adelante en nombre de la libertad que una vez le quitaron.
Escuchaba que entre los esclavos se susurraban algunas cosas:
-Libertad...
-Igualdad...
-Fraternidad...
-Los derechos del hombre y del ciudadano.
Todos los hombres nacían libres, permaneciendo iguales en derechos. La única distinción sería la de utilidad común. (Articulo 1ro de La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano). Si se pusiera en perspectiva la utilidad de los pobres esclavos o de los proletarios que mantienen la economía de países y reinos enteros; y entre los parásitos aristócratas, nobles, burgueses y burócratas inútiles que viven de la sangre y del sudor de otros, estaremos de acuerdo en que, por utilidad, los esclavos y proletarios valen mil veces más que ellos.
Los compañeros de Egil más o menos pensaron eso mismo, por lo que, teniendo a su disposición armas y pólvora, se pusieron de acuerdo para hacer una pequeña revuelta que les diera la libertad. La proclama que dice "en una revolución se triunfa o se muere" es verdadera.
Egil se mantenía ignorante de la situación, no sabiendo de lo que planeaban sus compañeros. En cualquiera de los casos, y por temor a las represalias, prefería no ser participe, si es que supiera del plan.
Él sabía perfectamente que era lo que les sucedía a los que se querían escapar. Ya suficiente tenía con ser marcado con un número, que era el 24601, por el cual le conocían. De suerte, no se le había olvidado su nombre real.
Aprovechando que tenían picos, los esclavos se vieron entre ellos, asentando con la cabeza. La señal, por la cual todos se guiarían, era una de lo más curiosa. Cantarían La canción del pueblo, del pueblo esclavo.
-Canta el pueblo su canción, nada la puede detener. Esta es la música del pueblo y no se deja someter...
El canto era susurrado, por lo que apenas si se escuchaba entre el ruido de los grilletes, las charlas de los guardias y el de los caballos que relinchaban.
-Si al latir tu corazón oyes el eco del tambor es que el futuro nacerá cuando salga el sol...
Un guardia frunció el ceño, extrañándose, golpeando bruscamente a uno de los esclavos en el pecho con su fuete.
-¿Qué están cantado?...
-Lo que el pueblo quiere oír...
-¿Te unirás a nuestra causa? Ven lucha junto a mí. Tras esta barricada hay un mañana que vivir.
-Si somos esclavos o libres depende de ti...
-¡Todos, ahora!
Los esclavos rompieron sus cadenas con los picos que tenían en manos, corriendo hacía los guardias principales para golpearlos con éstos, enterrándoles la punta en el pecho o en la cabeza.
Una campana sonó en todo el lugar, indicando que había una revuelta. Egil miraba a todos lados, uno de los esclavos rompió sus cadenas, pero él no se movió o hizo algo.
Algunos corrieron para escapar, otros tomaron los rifles previamente cargados en secreto, disparando contra los guardias o golpeándolos con las culatas de éstos.
-¡Ahora sí, maldito! ¡Sin ese fuete no eres nadie! –Entre varios esclavos pateaban al guardia principal, haciéndolo sangrar de la cabeza, ojos, boca, orejas, y nariz. No pasó mucho hasta que, finalmente, lo lincharon.
Entre disparos, caballos y espadas, la revuelta fue sofocada, muriendo varios de los que se quedaron a pelear. Los primeros en correr fueron los que escaparon, aunque a otros no les fue tan bien al ser alcanzados por los guardias que montaban a caballo.
Egil se mantuvo quieto, algo que notaron varios de los carabineros que dispararon a los revoltosos, por lo que el segundo al mando (al ser muerto el primero), fue con él.
-¿Por qué no intentaste escapar a pesar de tener los pies liberados? –Le preguntó.
-No tenía idea de que se planeaba una revuelta. Aparte, ¿de qué me sirve escapar?
-¿Cuántos años lleva como esclavo?
-24601 lleva cinco años en servicio. Su condena es de doce.
-Tenía un conocido que era dueño de un palacio...hace poco él y varios trabajadores se murieron de cólera, por lo que su mujer necesita mano de obra. Tenemos que premiar a este negro por su responsabilidad como esclavo. Quítenle los grilletes y llévenlo a mi oficina, límpienlo y denle algo bueno para vestir, no esa ropa que huele a excremento.
Sin más, el segundo al mando se fue, dejando bastante sorprendidos a los dos soldados, incluso al propio Egil, ¿lo recompensarían por no ser partícipe de la revuelta? No sabía de ella, así que no podían achacarle ser parte del complot.
Eso, y que el segundo al mando le debía dinero a ese conocido suyo antes de que muriera, ¿Qué mejor que pagarle con el mejor esclavo que tenía al mando?
Claro que al referirse a "limpiarlo" era desnudarlo y arrojarle agua con baldes de madera al tenerlo recargado en una pared. El frío que hacía, aparte de que el agua estaba helada, dejaron a Egil temblando como perro, que hasta se abrazó a la toalla que le dieron para secarse.
La ropa que vestiría no era para nada fina o impresionante. No obstante, para él, era una cosa maravillosa. Llevaba años sin usar ropa nueva que no oliera raro.
Lo llevaron escoltado, ya sin grilletes, hacía una carreta para reos y esclavos, lo cual le dejó un sabor medianamente amargo. El hombre que prácticamente lo "liberó" lo esperaba ahí.
-El palacio era de un conocido mío, como te dije antes. ¿Has sido mozo en alguna casa?
-Durante unos meses, hasta que la casa fue vendida a un inglés que llevó sus propios trabajadores, por lo que regrese a las ciudades.
-Bien, eso me alegra un poco. Por lo menos no tendrán muchos problemas contigo, así qué que te vaya bien.
-Gracias, señor. –Egil tomó la mano de su "liberador" para darle un beso en el dorso de la misma. Luego de eso, subió a la carreta.
-¡Partan ya! –Farfulló el hombre, por lo que la carreta dio un tirón que sacó de equilibrio a Egil.
El camino era de tierra, por lo que se sentían los golpes que las ruedas daban al pasar sobre las piedras. Varias casas muy lujosas se veían tras pasar un pueblo, todas ellas bastante grandes en tamaño.
Los pastos del largo camino eran verdes y frondosos, Egil nunca antes había visto un paisaje tan hermoso, y las nubes incluso ya le parecían muy diferentes al tener un sabor más a libertad. Suerte para él que ya no lo tendrían encadenado otra vez.
La carreta se desvió de la terracería a un camino que llevaba a una lujosa casa, muy grande y hermosa, de color blanco con sus tejas en un carmesí obscuro, teniendo sus ventanales grandes de color azul, siendo maravilloso.
Ya se apreciaban los jardines del palacio, los cuales dejaron completamente sorprendido a Egil. En la casa que él trabajó, no tenían tal cosa, viendo un arbusto con forma de león y otro de canasta.
-Wow... -Los ojos del negro no se quitaron de encima del león, pensando que darle semejante forma a un arbusto era imposible.
El carruaje se detuvo, y sus conductores fueron a abrir la puerta, la cual no estaba encadenada, pero sí que tenía una palanca que la abría.
-Abajo, esclavo. –Le dijeron. Una mujer de una edad cerca a los veintisiete años se acercó con otro hombre que ya estaría casi en sus treinta y cinco. Una chica de quince años los acompañaría.
Los dos primeros se asombraron al ver el tamaño y la musculatura que tenía Egil, abriendo los ojos de la sorpresa.
-¿Es él? –Preguntó Quinella.
-En efecto, mi señora, aquí está la carta de Chudelkin. (Aquí ese maldito bastando >:v no es un huevo sino un humano comerciante de esclavos y tampoco es una mierdecilla molesta sino un avaro >:v)
-Le dijo a mi marido que sabía cómo pagar un favor...pero no pensé que lo dijera tan enserio.
-¿Qué sabes hacer? –Le preguntó Bercouli.
-Ya he trabajado en casas, así que les aseguro que sé lo más básico. Aunque, si me es requerido, puedo aprender más.
-No creo que le quede el traje que teníamos preparado para él... -Rió Yuuki causando una sonrisa en Egil.
-Yo también lo dudo. Tendrás que usar esa ropa unos días en lo que el sastre te confecciona unos trajes a la medida. Eres enorme, hijo.
El conductor sacó unos papeles; uno, muy en especial, de color amarillo, entregándoselos a Quinella. Eran los papeles de Egil, aquellos que le identificaban como esclavo, su número de serie, su nombre (muy al fondo), y un poco del historial de las cosas y profesiones que había hecho.
-Cinco años de esclavo...pero no parece estar muy afectado.
-Siempre tuvo buena conducta. La razón por la cual el señor Chudelkin se lo obsequia es que estuvo en una revuelta de esclavos, pero él no trato de escapar.
-Lo cual es bueno...a mi señora le gusta que los trabajadores sean obedientes, y a mí también.
-Este negro será un muy buen obsequio. Vamos a mostrarte la casa... –Quinella revisó los papeles. –Egil.
-Sí, mi señora. Así me llamo.
Yuuki se acercó un poco al enorme negro, al cual le llegaba al pecho por el tamaño que ella tenía. A sus quince años, mediría un metro con sesenta.
Se le quedó viendo como si ella fuera un gato curioseando con alguna cosa que no conociera. Le vio las manos, Yuuki le mostró su palma.
-Pon tu mano. –Pidió ella.
-¿Mi mano?
-Sí, tú mano.
Egil hizo lo pedido, tocando la palma de la señorita con la suya propia. Yuuki rió un poco al ver que su mano era una cosita en comparación de la del negro.
-Tienes unas manos muy grandes.
-O usted las tiene muy pequeñas, señorita. –Egil revolvió los cabellos de Yuuki, siendo escoltado por ella, Bercouli y Quinella hacía la casa, siendo observados por varios mozos y criadas.
...
Mientras existan leyes que provoquen infiernos dentro de la civilización. En tanto los hombres sean degradados. Las mujeres destrozadas y los niños atemorizados. Mientras persista la ignorancia, la pobreza y la miseria sin fin de esta tierra, historias como esta seguirán escuchándose.
Víctor Hugo, autor de Los Miserables.
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Pero sí, por supuesto. Vengace, Quinella bb, pasemos juntos la cuarentena uwu
Hijo de...de perra, busco imagenes de sao y sale Enamorándome de mi profesora :0 me siento importante :v aunque no sé si sea por el hecho de que lo busco desde el mismo celular donde tengo wattpad, igual está chido.
Ok, quizá este capítulo no les haya gustado mucho por los temas que tratan y dirán "Eh, Arturo, que nos tienes hasta el carajo con tus comunismos, acepta que esa wea no funciona" Cállate, tú cállate >:v claro que funciona, hay comunidades indígenas proto-comunistas que funcionan al 100% >:v aunque me desvio ggg
El chiste, este capítulo, como podrán darse cuenta por la frase de al final, está más inspirado en la novela de Los Miserables, y quería retratar una crítica social de como situaciones que vienen desde 1830 se siguen repitiendo por que los hombres siguen siendo degradados, las mujeres destrozadas y los niños atemorizados. En sí, todo el fic es más una crítica disfrazada de una historia de SAO, pero sólo a mi se me ocurre hacerlo así :v
Ojala les haya gustado, y sino...pues igual ahora saben cual es el origen de Ronye y de Egil, que casi no salieron en el fic xdxd iba a poner a Scheta en lugar de Ronye, pero ella ya tiene mucho protagonismo, y ya la había "mandado a la banca" en la historia, por lo que no tenía caso que saliera de nuevo y menos si no era con el idiota de Iskahn xd Egil...bueno, ha tenido más protagonismo que ella, pero igual queda relegado. Soy inclusivo y por eso le di protagonismo en todo este capítulo :v
Nos vemos en una semana donde se van a poner las cosas al rojo vivo, ya verán qué quiero decir.
Siempre tuyo:
-Arturo Reyes.
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