CAPÍTULO 18
UN CONJURO Y UNA AGONÍA
Loki no había vuelto a Asgard aún. Ya habían pasado más de tres días y no respondía mensajes ni se dejaba encontrar. Sin embargo, Heimdall podía sentir su esencia en Jötunheim, a pesar de que un hechizo obstruyese su visión. Tal vez era debido a una decisión consciente de Loki mismo, como diciendo "Aquí estoy, pero no quiero ver a nadie." Odín y Frigga compartían miradas que tanto Balder como Lyrian podían notar, como si supieran exactamente qué le pasaba a Loki.
La princesa y su esposo habían inicialmente decidido esperar a que Loki volviese para llevar a cabo el encantamiento de la Tableta de la Vida y el Tiempo, para que todo el entorno estuviese tranquilo, pero en vista y considerando que su retorno estaba pospuesto indefinidamente por una razón que sus padres no querían revelar, decidieron al fin no esperar nada.
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Asgard de noche era muy tranquila, más aún fuera de los límites de la ciudad. Gracias a la magia de Lyrian, les había sido fácil escapar del palacio en mitad de la noche, pasando inadvertidos a través de los guardias que patrullaban en los pasillos y las calles. Sólo Heimdall los veía, pero el Guardián del Bifrost solía guardar los secretos a menos que atentaran directamente contra la seguridad del reino.
Lyrian no llevaba consigo la Tableta, porque en sí no tenía ningún valor. Ya había copiado la fórmula rúnica en un pergamino que ahora llevaba cuidadosamente enrollado en un morral junto con un pequeño cuchillo dorado. Una vez que alcanzaron el claro que dominaba el bosque de las afueras de Asgard, apenas elevado en una pequeña colina, ella se detuvo y Balder la imitó. Contemplaron el vasto paisaje que los rodeaba, sólo iluminado por una gigantesca luna y miles de estrellas. Era bellísimo.
—Si muriese aquí y ahora, aun así, todo habría valido la pena —murmuró su esposo entrelazando sus dedos con los de ella, sin dejar de contemplar el cielo. Lyrian no se molestó en refutar esa afirmación y apretó sus dedos con fuerza en respuesta.
Luego de un momento se separaron y Balder se quedó quieto mientras la princesa sacaba el pergamino y el puñal, y dejaba el bolso en el suelo a un lado. Le dio el cuchillo a Balder, quien lo sostuvo con aprensión mientras ella se encargaba del resto. En la pesadilla, Lyrian tenía una daga de plata. En la Tableta, solo decía "un arma de filo" como requerimiento para el hechizo. Ni Lyrian ni Balder pensaban arriesgarse a cumplir involuntariamente la premonición, así que habían elegido un arma lo más distinta posible a la de la pesadilla. Hoy, además, Balder había dejado su brazalete en su alcoba por primera y única vez para alejarse aún más de la similitud con la profecía. Era algo que se habían acostumbrado a hacer desde que se habían comprometido en matrimonio. Balder incluso había dejado de usar su capa azul y la prenda juntaba polvo en un rincón de su armario.
La princesa desenrolló el pergamino, se paró derecha y comenzó a entonar las palabras que para Balder no significaban nada. El sonido del lenguaje era extraño, ajeno a Asgard y Vanaheim, y ni siquiera la magia de los dioses les permitía entenderlo. Lyrian era la única que sabía lo que estaba diciendo, simplemente porque lo había traducido en primer lugar para darse cuenta de que era el hechizo que Balder necesitaba. Era como una canción en un solo tono, sin puntos para respirar, sólo comas, comas y más comas, en una retahíla de sonidos que guardaban una cadencia interna, danzando en su lengua y vibrando en el aire, tanto que en algún momento Balder casi creyó entender lo que Lyrian decía, como si el lenguaje se hubiera grabado en sus nervios y su piel, abriendo un resquicio de una puerta que daba hacia un mundo desconocido, antiguo y nuevo a la vez, mientras la princesa seguía narrando, o cantando tal vez, porque ahora casi podría jurar que escuchaba una melodía que siempre había estado ahí, y su cuerpo cantaba, y la tierra cantaba...
Balder miró el suelo y aunque ya Lyrian le había dicho lo que sucedería, igualmente se sorprendió. El césped que lo rodeaba estaba quemado en círculos concéntricos de runas que replicaban lo que la princesa decía. Aún mientras miraba, los símbolos seguían formándose, los círculos cada vez más pequeños, acercándose a él hasta que rodearon sus pies y comenzaron a trepar por sus piernas.
Apretó los dientes y se tragó la exclamación de dolor que le salió involuntariamente. Las runas quemaban tanto su ropa como su piel. Eran parte del hechizo y luego desaparecerían, pero eso no hacía que el dolor fuese menos real. No dijo nada para no interrumpir la concentración de su esposa y se esforzó por tranquilizar su respiración e intentar no sentir, hasta que las runas le cubrieron el rostro y sintió la última en el centro exacto de su frente como una brasa ardiendo.
Lyrian calló y Balder se esforzó por no dejar traslucir el dolor. La Tableta no decía en ningún lado que esto iba a doler, así que probablemente Lyrian estaba pensando que Balder se encontraba perfectamente bien. Él no iba a quejarse, no quería asustarla, menos aún si en el fondo él sabía que estaba haciendo trampa y ya se estaba sintiendo mal al respecto.
Segundo a segundo el sufrimiento se hacía más y más insoportable, y con la respiración entrecortada Balder levantó el cuchillo de oro e hizo un corte recto, seco y rápido en la palma de su mano izquierda. El dolor que le provocaban las quemaduras de las runas era tal que el corte abierto en su mano apenas si le hizo cosquillas. La sangre brotó enseguida, de un color rojo brillante, y se extendió por su brazo en contra de la gravedad. Cada runa en su cuerpo resplandeció en rojo. Balder tenía las mandíbulas apretadas y respiraba lento, inflando las aletas de la nariz. Su corazón latía extremadamente rápido, cargado de adrenalina, dolor y, ahora sí, miedo.
Lyrian lo miró con preocupación pero se mantuvo en su lugar, y echando un vistazo al pergamino terminó el hechizo con una frase que tembló bajo sus pies y en el aire como una sentencia. Con un soplido, todas las runas del suelo y del cuerpo de Balder desaparecieron y el corte en su mano también se esfumó. Sus ropas quedaron intactas, sin rastros de quemaduras.
Las lágrimas se acumulaban en los ojos de Balder. Su esposa cerró la distancia entre ambos con un paso y dejó caer el pergamino al suelo para poder tomar su rostro entre las manos.
—Querido mío, ¿qué sucede?
¿Cómo explicarle que seguía doliendo? ¿Cómo decirle que cada nervio de su cuerpo ardía como si hubiese una hoguera encendida a su alrededor? ¿Cómo confesar el secreto ahora que ya era tarde?
—No pasa nada, querida. Sólo duele un poco, ya se irá —contestó haciendo un esfuerzo titánico para que su voz no se quebrase.
Recordaba perfectamente sus propias palabras ante la advertencia de Lyrian días antes. Él había dicho que ningún castigo sería peor que morir, y que la vida al lado de Lyrian había sido recompensa suficiente por cualquier sufrimiento. Ahora se daba cuenta de que tal vez había hablado demasiado rápido. Había hecho trampa sabiéndolo, y el precio era la agonía. Una agonía que, pensó en ese instante, era igual a la que sentía al soñar la pesadilla cada noche.
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