4: Home is where the heart is
Emily se enfiló con cuidado por la autopista de regreso a San Fernando. La semana de lluvia aún no había dado fin, persistía con intensidad al igual que las descargas eléctricas, que tampoco parecían disminuir su fuerza puesto que progresaban a medida que la precipitación regresaba cada dos o tres veces al día cubriendo el cielo de un color tan opaco que causó un desánimo entre Emily y sus hijos.
Aun así, la mujer no dejó que la conversación tomara un rumbo más sombrío y hosco como lo había sido cuando llegaron a Santa Mónica. Esta vez haría algo diferente.
―Oigan ―les llamó. Ambos adolescentes le dirigieron la mirada y ella hizo lo mismo gracias al retrovisor―. Lamento si antes no pude hablar con ustedes. La situación no nos dejó aprovechar un día para organizar una salida al muelle o trabar una conversación en casa. Pero ahora que estamos aquí, en camino a San Fernando, quería preguntar sobre qué les pareció, qué encontraron, qué fue de su agrado, qué fue lo que no les gustó. Todo. —Esbozó una sonrisa.
―Pues no encontramos la casa de tía Lyd, eso seguro ―dijo Christine con letargo. Emily frunció el ceño―. Porque fue cuando nos llamaste, mamá —aclaró con una risa al ver lo despistada que era Emily—. Pero sí que nos encontramos con un lugar que nos gustó demasiado. De hecho, creemos que tiene que ver contigo, ¿cierto, Wade?
El adolescente, que se encontraba desparramado, asintió, reclinándose en una posición más cómoda sobre el lugar acolchado del coche para escuchar mejor y opinar en la conversación.
―Sí. ¿Por qué no habías mencionado que el señor Miyagi tenía un dojo de karate junto a muchos estudiantes y otro sensei, mamá?
«Porque creí que él había dejado eso», quiso responder Emily. Sin embargo, muchos estudiantes y otro sensei se grabaron en su mente. «La práctica debería ser libre para todos». Miyagi lo había dicho, y Daniel lo había secundado, ya que él también quería hacer un cambio en El Valle. A ella jamás le pasó por la mente la posibilidad de abrir Miyagi-do. Pero llevar a cabo el cometido, en ese tiempo, se escuchaba complicado, sobre todo porque Cobra Kai existía y se imponía en los estudiantes y jóvenes como un virus. Ahora parecía que no era así, y él había decidido tomar el lugar del maestro para enseñar. Estupendo.
Emily se incorporó de manera rápida sobre el asiento al reparar en las expresiones carismáticas de sus hijos y carraspeó con dificultad para aclararse la voz. Enseguida se sacó de la mente todo aquello que pensó, y buscó, entre sus razones más válidas sin tener que recurrir al nerviosismo de siempre, algún pretexto que no culminará en «Ah, porque tuve una relación con el sensei de Miyagi-do y tuve que dejarlo todo».
Afortunadamente encontró algo que siempre usaba cuando se trataba del tema, pero que le dolía cada vez que salía como una afirmación que, tarde o temprano, debía creerse también puesto que era la mitad de la verdad de aquel hecho.
―Porque perdí la comunicación con muchas personas ―mintió, y situó su vista, sin perder de fe el frente de la carretera, en otra cosa que no fueran las miradas astutas de sus dos hijos, que la veían como si ella tuviera la respuesta de todo—. Quedé incomunicada por mucho tiempo. —Farfulló.
Esperó pacientemente que no dieran una respuesta. Pero no fue así. Su hija hizo un puchero.
―Eso debió ser terrible, mamá ―respondió Christine. Wade le dio la razón con una sonrisa a medias que terminó de reducirse en una línea recta―. Te prometo que las cosas ahora serán diferentes. No tendrás que perder el contacto con nadie.
Emily realizó un gesto con timidez y relajó los hombros al recibir la cálida respuesta de su hija mayor. Acto seguido retomó completamente el rumbo de su enfoque en el camino una vez que se percató que sus hijos habían decidido enfocarse de nueva cuenta en el panorama de la ciudad.
Esta vez, por paz propia, decidió no encender la radio o la música, prefirió el silencio. Condujo por lo menos una hora y media hasta Reseda, y aparcó en el lugar de siempre. Los chicos descendieron de inmediato con una conversación que parecía aligerar las diferencias entre ellos al tiempo que esperaban de pie, en el umbral de la casa, a que su madre dirigiera el paso y abriera la casa. Pero, por las razones que temía y con las que luchó intensamente a través de un diálogo interno que odiaba, Emily no bajó de la Suburban gris.
Su mente volvió a pensar en el sensei de Miyagi-do y en todo lo que había pasado. Cosas buenas, cosas malas, a fin de cuentas. No obstante, de pronto, la música que había resonado hacía un par de semanas como un recuerdo lleno de nostalgia y alegría le horrorizó. Y es que había algo en el tono de las palabras de sus hijos y «sensei» que no le gustó para nada.
¿Y si él...? ¿Y si Christine y Wade habían compartido palabras con...?
No, no era posible. Eso ya era demasiado para su propia imaginación. Probablemente El Valle ya le estaba haciendo soñar despierta en un mal sueño. Quizá su consciencia estaba haciendo escenarios ficticios. «Ojalá mi mente hiciera escenarios más dulces como los que hay en la ficción», se rió para sí misma, e inspiró profundamente.
«No pasará nada, Emily Hannah Richter —se dijo a sí misma al tiempo que apretaba su estómago para contener todo el aire posible—. Todo estará bien eventualmente —y si no lo está, algún día lo estará—. Lo juro», exhaló y descendió del automóvil.
Al bajar y avanzar por unos cuantos centímetros, Christine apareció con una visible exaltación. Su entusiasmo fue algo que no pudo ignorar. Las manos de su hija mayor se movían de forma agitada e impaciente, de tal manera que por la mente de Emily pasaron estrellas de colores en lugar de nubarrones oscuros.
A pesar de que desconocía cuál era el motivo por el que se encontraba así, movió las manos con ella para compartir el sentimiento.
—Mamá, ¡eureka! —su voz hizo explotar el ambiente con alegría—. Por fin pudimos hablar con tía Lyd. A propósito, el grito de tu hijo casi provoca que la tía Lyd haya chocado y yo me haya quedado sin oídos —Emily abrió la boca. Ya hablaría con Wade sobre el cuidado de hablar en voz alta en las conversaciones telefónicas—. Ella está bien, yo también, todos somos felices ahora —Emily no iba a debatir eso—. El punto es que... Sé que acabamos de llegar, pero ¿podríamos ir al cine, por favor? Hemos visto una función que deseábamos ver con el abuelo y que nunca encontramos, ¡y está aquí! ¡No nos podemos perder ese momento, mamá!
Bueno, no era una mala idea. Necesitaba hacer cualquier cosa que le despejara su mente.
—¿Qué otras películas dijiste que había en la cartelera que podíamos ver a la misma hora que Citizen Kane?
—A ver, veamos de nuevo —Christine sacó el celular y, con voz cantarina, comprobó dato por dato—: Nightcrawler, Titanic, Ghost: La Sombra del Amor, The Outsiders, Vértigo, Casablanca y creo que ya. Bueno, debe haber más, pero esto es lo que me marca la tanda del celular. ―Se encogió de hombros.
Su hermano menor arrugó el ceño seguido de un gesto de fastidio.
—Nah. Jake en Nightcrawler es demasiado para tía Lyd, abuela Esther y mamá. Y no quiero ver nada de amor o adolescentes en problemas —admitió sin dejar de morderse la uña del dedo izquierdo—. Qué bueno que elegiste Citizen Kane. Esa es la favorita de abuela Esther.
Christine obvió con superioridad.
—Pues claro. Yo presto atención a cada detalle, hermanito.
—Huh, entonces te podríamos llamar una mastermind, Christine —bromeó con sarcasmo.
Emily soltó una risita al escuchar la conversación animada entre sus hijos. Por fin había paz entre ellos.
Aún restaban más de veinte minutos para la función y estaba segura que no se habían equivocado; no obstante, decidió revisar, una vez más, si las películas concordaban con las que su hija había mencionado. Se encontró con más películas; películas que se habían estrenado en su juventud, de cuando ella había cumplido sus dieciocho y las cosas estaban bien; cuando estaba postulando para la universidad y sus preocupaciones eran otras. Se alegró tanto al ver que aún mantenían en cartelera aquella cinta a la que su hermano había llevado a Lydia y ella al estreno.
No podía esperar a verla, a abrazarla, a conversar de todo como era debido. Súbitamente, quiso llorar.
Pero entonces escuchó una voz detrás de ella. Esa voz que podía reconocer en cualquier lado, preguntando:
—Disculpen, ¿han visto a una agente inmobiliaria superestrella y a sus preciosos hijos por aquí?
Lydia Kirkpatrick.
Emily efectuó un salto a la par de un grito cargado de emoción que sobresaltó a una de las jóvenes, que, suponía por el conjunto rojo con blanco, era una empleada del cine. Se disculpó en voz baja, pero la chica pareció no darse cuenta de ello porque se reía al ver el cuchicheo entre Chris y Wade.
—¡Ay, soy yo! —chilló con una mano alzada.
La emoción en su voz fue palpable, por lo que pudo ver un atisbo de seguridad y tranquilidad en el semblante de su hermana mayor.
—¡Sopresa! —gritó Esther Kirkpatrick detrás de Lydia.
Sin pensarlo, y al saber el tiempo que había pasado entre todas las visitas que eran poco para los Gardner-Richter, Emily y sus hijos corrieron hacia los brazos de las mujeres Kirkpatrick, quienes también caminaron en dirección a ellos con el mismo objetivo. Al instante de terminar con los saludos, cada uno de los adolescentes se aferró con más fuerza a las mujeres; Christine a Lydia, Wade a Esther. Ninguno parecía querer hacer el amago de soltarse. Pero, aun así, lograron extender el regalo que compartían en manos a Emily:
Un globo color rojo junto a una tarjeta de cumpleaños.
—¡Feliz cumpleaños, Emily Hannah Richter! —sonrió Lydia, que parecía ansiosa por la reacción de la mujer—. El resto está en mi carro.
—Muchas gracias por el detalle. A las dos. Y a ustedes también —miró a los cuatro con ternura, pero solo uno de ellos movió la cabeza discretamente para recordarle algo importante.
La mirada de complicidad de Christine le hizo moverse de inmediato.
«El regalo, cierto».
Emily buscó y encontró en su bolsa lo que sus hijos y ella habían comprado para Lydia. Un pequeño detalle para compensarla después de un arduo trabajo y porque, como la reina que era para ellos, se merecía eso y mucho más: una boina francesa. Se la tendió a Lydia.
—¡Oh, vamos! —dijo con vergüenza; sin embargo, la sonrisa que había visto desde el momento en que sus miradas conectaron de nuevo permanecía en su rostro—. Esta noche te pertenece a ti, Emily.
No era así.
—Ay, pontela, tía Lyd —le animó Wade. Esther le apoyó con «¡sí!».
Lydia meneó la cabeza, mas la tomó y, con la ayuda de su sobrina, se la colocó en la cabeza sin siquiera dejar un mechón al aire.
—¿Qué tal?
Emily batió sus palmas con emoción sin dejar de hacer gestos de ganancia. Silbó y eso hizo que Lydia se ruborizara por completo y usará las manos para cubrirse el rostro por el efecto de la acción de ella. Sí, esa era la Lyds que Emily siempre buscaba.
Su mejor amiga de hebras aún rojizas pero castañas emuló la postura de las modelos que solían encontrar en las revistas de Seventeen y Vogue y que ansiaban copiar, porque el estilo de una adolescente americana era algo que todas habían soñado, incluso ellas. Desde luego que no iba dejarla atrás y copió su pose a la par que le pedía que la mirara para que imitará aquel gesto tan divertido que le encantaba hacer: boca de pez. Lydia le siguió por lo menos un minuto antes de que su acción terminará por la incomodidad en un estallido de risas por parte de ambas.
Esther, Chris y Wade le siguieron.
—¿Recuerdas que siempre lo hacíamos en la secundaria? Nuestra boca se quedaba con un dolor increíble. Mamá nos regañaba —Señaló a Esther, quien asintió.
—Ustedes dos eran demasiado ocurrentes cuando se juntaban.
—Me hubiera gustado conocerlas en la secundaria.
Emily sintió una punzada en el estómago. Se rió discretamente y observó, como siempre lo hacía, a Lydia, que dejó de sonreír repentinamente y la miró de vuelta. Aunque desconocía lo que había en los pensamientos de su mejor amiga, compartieron el mismo sentimiento de ese tema. Hablar sobre la secundaria era algo que por el momento no estaba en juego y menos en ese momento tan cálido y dulce.
Con dificultad, Emily carraspeó para recomponerse y fingir que algo le había entrado a la garganta. Luego, para aparentar un mejor estado confundido, observó su reloj en su mano derecha y lo sacudió.
—Bueno, ¿qué película vamos a ver?
Los adolescentes suspiraron pesadamente.
—Mamá, ya compramos las taquillas para Citizen Kane —respondió el menor de sus hijos.
—Yo compré la mía y la de mamá en línea. Las voy a imprimir.
—Al parecer estás muy distraída. ¿No planeabas decirnos nunca que vivirían en El Valle? —cuando Lydia había quedado a una distancia razonable, Esther inquirió la pregunta decisiva con una ceja alzada.
Emily se rascó la nuca. Sí que pensaba hacerlo, pero, en ese momento, compartir contacto visual con la mujer a la que veía como su madre no parecía ser lo más hábil y bueno, pues Esther Kirkpatrick aún tenía el porte fuerte, además no podría mentirle porque la mujer lo sabría de inmediato. En su lugar, dirigió la vista hacia Lydia, que, de nueva cuenta, se encontraba abrazada a Christine.
En su mente ansiaba la ayuda de su mejor amiga, pero Richter tuvo que llenarse de valentía para no sonar más nerviosa y confirmar a Esther sus sospechas.
—Oh, claro que sí lo iba a hacer —al cabo de un minuto lo afirmó con un atisbo de entusiasmo—. Sólo que no estaba tan segura porque hace unas semanas sucedió un percance y pensé que volver sería algo complicado —Esther abrió los ojos—. Nada grave, por cierto, gracias a Dios —ambas sonrieron.
Se movieron dos pasos más hacia adelante con Wade detrás de ellas.
—Amén. A mi Lydia le vendrá bien la compañía. —Liberó un suspiro, y se giró hacia atrás por unos segundos, sonrió al darse cuenta que era Lydia con las taquillas en manos y compartiendo un momento íntimo con su mamá. Unos segundos después, Esther volvió la mirada a Emily—. Y sé que a ti también. Aunque si me permites y no es mucha intromisión mía, hija, ¿tiene que ver algo con tu hermano?
Emily dejó caer sus hombros. La sola mención de su hermano era, de por sí, un tema que rompía todas las paredes que ponía para protegerse de una caída inminente al estado de una tristeza que le susurraba muy cerca.
—Sí, más o menos —no escondió la tristeza en su tono de voz, dejó que fuera algo natural; con las Kirkpatrick no podía esconder nada—. Él no sabía ni cómo mantenerse lejos de aquellas cosas. Mis padres tampoco sabían qué hacer. Pero una amiga en Santa Mónica que conoce más de cerca la situación me está ayudando y lo está asistiendo con un médico especializado en el área. Yo voy a visitarlo cada tanto. Ahora está mejor. Lo está intentando. Creo.
—Estoy segura que está intentándolo con todas sus fuerzas, hija. Las cosas aquí abajo toman su tiempo.
Emily asintió con gratitud y sostuvo la mano de Esther, al igual que antes, cuando necesitaba de una mano maternal y el cariño de la mujer de cabellos cobrizos —ahora cubierto, en su mayoría, de hebras grises— llegaba como una bendición.
La llegada de Lydia a su lado fue razón para agarrar a ambas mujeres de las manos. Ahora, enganchadas a la señora Kirkpatrick, y moviéndose a la par, zigzaguearon por la zona libre de la fila. Wade y Christine, que habían pasado hasta delante para evitar perder el lugar por algún tramposo, se rieron.
—Ahora nos faltan las palomitas. Y también los dulces, porque necesito dulces —compartió con una voz melódica.
—Yo me encargo de los dulces y tu mamá de la comida. Emily pídenos nachos con queso y Coca-Cola de dieta a mamá y a mí —pidió Lydia.
Richter parpadeó seguidamente, y Esther se rió con la acción de la mujer. Retener información siempre le costaba, porque quizá era muy olvidadiza. O quizá muy ingenua. No lo sabía, pero por supuesto que era alguna de las dos.
—Ay, mi Lydia. Bueno, no te preocupes, Emily, aquí estoy para recordarte qué es lo que falta si lo necesitas. —La tranquilizó con su voz. Emily haló aire, dándole a entender que ahora había conseguido calmarse—. Oh, por cierto, chicas —Christine y Emily se dieron la vuelta para verla—. Ya que sabía que ustedes vendrían, le pedí a nuestra hermosa abogada que me pintara las uñas. Son color celeste. —Les mostró sus manos. El color junto a un diseño perpendicular de color blanco les maravilló.
Ergo, Emily abrió la boca, emocionada. Se había pintado las uñas para recibir a sus hijos y a ella. ¡Era tan hermosa! Adoraba demasiado el gesto que su mamá había hecho. Le recordó que después de toda esa tormenta, alguien le aguardaba al otro lado con una esperanza y una luz.
—Abuela, ¡están increíbles! —lloró Chris.
—Son preciosas, mamá. Me encantan. —La abrazó. Christine le siguió y susurró algo.
Ahora fue su turno de pasar y le indicó a su hija mayor que se quedarán cerca, en el área de pedidos por si tenía que ayudarle a sostener.
Al pasar, contempló los monitores con cada uno de los paquetes. Desde los planes solitarios hasta los familiares con detalles por doquier. De pronto otro recuerdo, un poco más agridulce, por el estado en el que estaba actualmente, le asestó; Felix conversando con ella sobre su plan de vida juntos que ya no pudo ser en un antiguo cine que ya tampoco existía en Londres. Por supuesto, la sensación de tristeza se manifestó y le hizo pestañear con el fin de evitar las lágrimas. Sólo Dios sabía el por qué, pero esperaba que Él ayudara a sus hijos a tener más paciencia y fe en ellos, en el proceso que los abogados llamaban «la muerte de la familia», porque estaba segura que en el corazón de sus hijos había más de un espacio para cada uno de ellos por separado.
Se aseguró de recomponer su estado antes de observar de nuevo lo demás. Rápidamente el paquete que Lydia había encargado estaba ahí. Perfecto.
Aguardó por la rubia, que seguía atendiendo a unas cuantas personas más, pero en un abrir y cerrar de ojos apareció frente a ella, esbozando una sonrisa.
—Hola.
—¡Hola! —respondió Emily—. Eh, voy a querer el paquete familiar, el que contiene nachos con queso y un dairy queen —hizo una pausa mientras veía los envases de refresco—. También voy a querer que todas las bebidas sean Coca-Cola de dieta, por favor.
La joven asintió y, en tiempo rápido, ingresó toda la información al monitor. El monto reposaba sobre sus manos, mas no lo encontró de manera inmediata en su bolsa, y el desastre no demoró en hacer aparición; ahora Emily se mantenía junto al caos que había ocasionado buscando el efectivo en el área que la mayoría ocupaba.
Christine advirtió la escena y caminó hacia ella.
—Ya, yo te ayudo, mamá —el globo fue lo primero que agarró, enseguida la mujer de cabellos castaños buscó entre la cartera de lino que Lydia y Esther le habían regalado por su cumpleaños número cuarenta y cinco, y lo encontró— Listo.
Emily le sonrió a su hija seguido de un «gracias, mi amor» en voz baja. Regresó su vista de inmediato a la joven.
—Ay, lo siento. ¡Aquí está! —Entregó la cantidad. Y vio a la joven perderse entre el angosto pasillo y una puerta que decía sólo empleados. «Ah, por la orden». Al cabo de dos minutos más, volvió a salir por el mismo lugar. Esta vez en sus manos llevaba con habilidad la bandeja llena de los artículos—. Eh, ¿sabes si habrá una repetición de la película de las siete?
—Ah, sí. Supongo —no le sostuvo la mirada como ella lo hacía—. Mi compañera de allá puede informarle sobre eso, porque ahora mismo esa no es mi zona. Perdón.
—No hay nada de qué disculparse —le aseguró al tiempo que guardaba sus cosas con sumo cuidado—. Gracias.
Tomó la bandeja entre sus brazos, Chris llevaba la otra entre sus manos. Ambas, sin siquiera pensarlo, agarraron una palomita y se sentaron junto a Esther, que le guiñó el ojo a Emily.
Detrás de ellas, Wade y Lydia salieron de la fila.
—Christine, ven. No te voy a llevar tus chocolates —gritó Wade.
Emily pensó que era una mala idea.
Absolutamente lo fue. La decisión de su hija al correr en dirección a su hermano y tía había sido un desatino, pues al trotar de forma absurda soltó el globo de cumpleaños de su mamá por accidente.
Por naturaleza, su hijo y la joven rubia que le había atendido fueron tras el globo; sin embargo, no hubo ningún resultado, ya que había quedado flotando demasiado lejos en el techo.
—Oops —Christine reprimió una risita, y miró a la chica—. No nos van a sacar de aquí, ¿verdad?
La joven dijo que «no» y se carcajeó, haciendo que las demás hicieran lo mismo excepto Wade, quien permaneció sin esa misma alegría; le daba un vistazo con reproche a su hermana mayor, como siempre.
Al terminar la película y un recorrido por la Domino's Pizza del West Valley Mall, donde Esther propuso de manera animada una fiesta de pijamada para celebrar bajo los recuerdos y el regreso de ellos, no pudieron decir que no; ciertamente era lo que les hacía falta. En ese momento y tras la ausencia de Lydia y Esther, los tres aprovecharon y recorrieron los muebles e hicieron un espacio más amplio en la sala sin mucho esfuerzo.
—La casa de la abuela Esther es mucho más bonita y cálida. ¿Por qué la abuela Sharon no eligió una que tuviera eso?
La curiosidad de Wade había tomado desprevenida a Emily, que se rascó el antebrazo con disimulo e intentó, con mucho esfuerzo, razonar, de nueva cuenta, una justificación que sonará a favor de su propia madre. Pero antes de responder, Chris fue quien tomó la palabra y dijo:
—En eso estoy de acuerdo. Aunque sabiendo cómo es la abuela Sharon, que le encantan los lugares que contienen más espacio y no calidez por todo lo que hace, es entendible, ¿sabes? —Su hermano susurró «si tu lo dices» con ironía—. En fin, no puedo evitar pensar en las pijamadas que hacían aquí. Seguro que te divertías y eras muy feliz aquí, ¿cierto, mamá?
Emily sonrió. Las pijamadas en la casa Kirkpatrick eran más que divertidas; el ambiente familiar que había entre Esther y Abraham junto a Lydia le hacían sentir que podía ser ella misma, de los mejores momentos de su adolescencia. Los juegos de Abraham, las tardes de postres de Esther... ellos tres también eran su familia. Además, esa casa sabía más los secretos de ella que su propio diario que aún ocultaba por ahí.
—En una de nuestras últimas pijamadas lloró como bebé —habló Lydia, que apareció con unas cajas y almohadas para la pijamada, y apoyó su cuerpo junto al de su mamá cuando dejó las cosas en el suelo—. Fue el día de mi graduación de secundaria.
Ah, la graduación.
—No pude evitarlo —reconoció Emily. A pesar de que su estado era más tranquilo, el solo recuerdo de esos días era más que suficiente para traicionar sus sentidos y los labios le temblaron, como si quisiera llorar—. Habíamos pasado tantas cosas desde que nos conocimos hasta ese momento. Y mi hermana me dejaba y por fin se iba a la universidad de sus sueños. Imposible no llorar, Lyds.
Tanto los chicos como Esther susurraron un «aw», y Lydia, que escuchaba atentamente, se llevó una mano al pecho y fue con Emily. Se sentó a su lado e inclinó su cabeza junto a la de ella. Por inercia, al sentir la cercanía la una de la otra, ambas cerraron sus ojos.
El flash del celular de Christine deslumbró la habitación.
—¡Qué hermosa foto! —dijo Christine—. Cuando la tenga impresa en una polaroid, la colocaré en casa y en todos lados.
—Espero que en todos lados esté incluida mi casa —tanto Lydia como Emily rieron ante la acción de su mamá al formar unas comillas invisibles—. Tengo guardado su viejo álbum de amistad. Podemos ponerla ahí también.
—Creo que ahora es el momento perfecto para viajar entre fotos —manifestó la abogada, mirando a sus sobrinos—. ¿Les parece si lo hacemos mientras comemos galletas de chispas de chocolate, cupcakes de limón y tartas de frutos rojos?
Los hijos de Emily coincidieron con una mirada de conmoción. Después dirigieron sus miradas a Emily y, por último, a Esther.
—¡¿Nos hiciste nuestros dulces favoritos?! —Wade se mostró emocionado.
La mujer dijo que sí con un movimiento de cabeza. Los chicos intercambiaron una mirada en un acto que resultó ajeno para Esther y Emily.
Ninguna de las dos esperó que aquella acción que consideraban lejos de su propio entendimiento fuera una desprevenida carrera hacia su abuela que terminó por asustar a Emily, pues la fuerza de los brazos de sus hijos podía ser fuerte y lastimarla. Pero Esther, al reparar en la acción de Emily, la detuvo alzando una mano. Lydia rió desde la cocina; probablemente había escuchado e imaginado qué era lo que pasaba.
—Muchas gracias, abuela Esther —reconoció Christine obsequiando con dulzura un beso en la mejilla de la mujer mayor. Su tía le entregó una galleta a ella, un cupcake a Wade que no lo pensó y lo elevó como un enorme símbolo, y una tarta a Emily.
Los tres degustaron al mismo tiempo, mas la reacción impensada del único chico en la habitación fue lo primero que se escuchó.
—Eres la mejor abuela. Gracias, gracias —Wade habló con dificultad ya que había quedado encantado con el dulce y rellenó su boca con la mitad del pastelito sobrante. Al menos bastaron unos cuantos segundos cuando correspondió a la vista de su abuela, que tenía en cuenta el sentir de los demás, y como si hubiese ganado el campeonato de Béisbol, declaró—: Este es el mejor cupcake de limón de todos.
El sentimiento de hogar volvió a acrecentar en el pecho de Emily. Las risas junto a una conversación sobre recuerdos y valores sentimentales fue más que suficiente para contentar su alma llena de pesar. Y entonces se dio cuenta de algo. Fuese donde fuese, si estaba con su familia todo pasaría, todo sería mejor. Porque ellos eran lo mejor que tenía.
¡Hellooooo! ¡Capítulo nuevo y muy especial para la historia y para mí, pues se celebró el cumpleaños de Emily pero, de alguna manera, también el de Share! Ambas comparten cumpleaños; el 7 de septiembre (birthday twins) 💖💖💖
Espero no demorar y escribir muy pronto el siguiente capítulo, donde ya veremos más de Daniel y de los alrededores de El Valle juasjuas.
Recuerden que pueden encontrar edits de la historia, música y detalles importantes de To This Day en Tiktok como: @/retrokirkhan @/tothisdayduo y @/astronomiceve, y en Spotify como retrokirkhan y Liz Kirkpatrick-Lawrence.
¡Nos leemos en el siguiente capítulo! 💖
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