3: Meeting the Miyagi-Do dojo
Ni Wade ni Christine esperaban salir del hogar en medio de una lluvia incesante en un lugar del que poco o nada conocían. Emily, que había dejado de llorar y se había limpiado en secreto las lágrimas con el dorso de la mano y había tallado sus ojos para disimular el dolor, mencionó que un clima así podría ser un laberinto o un caos para ellos. Sin embargo, después de una conversación donde las súplicas y los pucheros fueron más que suficiente para la mujer, permitió con una condición que los chicos tomarán la camioneta.
—Tienen que avisar a dónde sea que estén, ¿si? —advirtió Emily, y a cada uno le repartió besos en la cabeza. Los dos adolescentes sonrieron y le dejaron un beso en la mejilla a su madre.
Ya montados en la suburban color gris, Wade mantenía su mirada fija en la delantera y el volante; por su parte, Christine admiraba, con los cristales empañados, el panorama de California bajo una lluvia torrencial. Ambos, sin siquiera compartir palabras o miradas, pensaron en Inglaterra; en cómo la atmósfera lluviosa era completamente diferente a comparación de donde estaban. En sus amigos que habían dejado atrás. También pensaron en su padre, pero eso terminó por darles igual, porque sabían que él casi siempre daba por sentado las cosas e ignoraba lo que sucediera fuera de sus asuntos.
Christine inclinó su cabeza, debido al recuerdo, en el cristal. Esperó pacientemente a que el semáforo se pusiera en rojo para verbalizar con su hermano menor.
Se giró para verlo con nada más y nada menos que un breve gesto afectuoso.
—¿A dónde vamos? —preguntó Chris tras el largo silencio y rumiando si debía decirle algo más.
Wade se encogió de hombros.
—No lo sé. Al cine, ¿quizás? Debe haber películas en estreno. O puede que exista algo por ahí para divertirnos como el muelle o algún museo.
—Espera... ¿el muelle? ¿En esta lluvia? —lo miró con incredulidad. A veces no entendía lo que su hermano menor quería decir con su ironía y no sabía si estaba bromeando o estaba yendo en serio—. ¿Quieres que mamá se preocupe aún más por el resfriado que vamos a sufrir?
—No sería la primera vez que suframos de un resfriado, Christine. Es que, ¿acaso no recuerdas que mamá dijo que yo enfermaba mucho?
—Lo recuerdo. Pero no lo decía por eso. ¿No viste que mamá tenía los ojos llorosos? No creo que padezca de alguna alergia al polvo o alguna cosa así, porque ella nos contaría todo. Wade, despierta, tonto, ¡mamá, estaba llorando!
El adolescente se quedó en silencio. Vaciló un poco al recordar a su mamá. Sí que había visto algo extraño, algo que le dejaba un rastro de consternación y duda que iba más allá de su preocupación como madre.
—Lo vi. No muy bien, pero lo vi —dijo, agarrando el volante con más fuerza—. Quizá habló con él y mencionó algo sobre su relación. Supongo que mamá aún no lo ha superado o no sé. Puede que la tía Lydia lo sepa.
—Sí, tal vez. ¿Crees que deberíamos de ir a visitarla? Recuerdo más o menos la dirección de su casa. La abuela Esther podría recibirnos con sus galletas. Tú sabes cuánto amo esas galletas.
Su hermano menor negó.
—No podemos hacer eso, Christine. Es de mala educación. Mínimo podríamos llamarle y avisarle que llegamos de imprevisto con mamá. Y mamá tendría que saberlo primero, ¿no? Se lo prometimos.
Christine asintió y le pidió que se detuviera en una de las calles. No quería hacerlo ahí dentro, porque sentía que el movimiento le mareaba y no planeaba terminar vomitando. Cuando por fin se detuvo y aparcó, buscó entre sus contactos el teléfono de su tía. No halló nada más que su dirección que quedaba cerca de Encino Oaks.
—¡Maldición! —susurró aún con el acento británico—. Lo único que tengo es la dirección de su oficina. ¿Tú tienes la de su casa?
Wade sacó el celular de dentro del apoyabrazos. Buscó con rapidez entre las aplicaciones de información y volvió a negar.
—No. Creo que se borraron al intercambiar nuestros teléfonos. Pero ya estamos cerca. Además ya dejó de llover y vamos a tener que bajar y preguntarle a alguien.
Christine resopló con aburrimiento y ambos descendieron para averiguar si la casa de su tía quedaba aún lejos.
El lugar exhibía la misma impresión que la casa de la infancia de su mamá: misma nostalgia, misma sensación de una casa estadounidense, mismo aire salado a excepción de que ese lugar se encontraba más desolado; sin una afluencia de vecinos notoria, sólo una estrecha calle que no tenía tantos bouquets de narcisos y lirios para separar los inmuebles. A los dos les pareció una maravilla, sobre todo el lugar que se presentaba delante de ellos.
El pequeño alojamiento con rejas de madera y con la portezuela abierta que dejaba a la vista vehículos atrajó sus instintos curiosos a vagar por ahí y descubrir si era tan cierto como las películas lo hacían ver. Sin embargo, el sonido de un claxon les hizo dar un salto. Se dieron la vuelta para encontrarse con un automóvil del año que tenía las luces intermitentes encendidas. Por supuesto, estaban bloqueando la entrada de aquel lugar. Ahora tenían que buscar otro espacio.
—No —se quejó en voz baja, un murmullo apenas, alargando la última letra—. Justo cuando habíamos encontrado un lugar bonito.
—Lo sé. Ya voy a moverlo.
El adolescente sacó las llaves de su bolsillo derecho. Pero el sonido de la puerta abriéndose y cerrándose con cuidado, y la figura de un hombre de piel aceitunada que iba en dirección a ellos los detuvo. Como era de costumbre, no pudieron pasar por alto su apariencia. Llevaba un traje elegante azul junto a un lindo corbatín que les hizo rememorar a los hombres de negocio que se encontraban de vez en cuando por la plaza de la ciudad antes de ir a la escuela.
—Eh, hola, chicos.
—Hola.
Ambos lo dijeron al mismo tiempo, acción que hizo que él se preguntará si se trataba de la característica de los mellizos conectados o era un simple hábito entre ellos. Quedó en evidencia que no parecía haber nada de conexión mutua entre los dos en el momento en que se batieron con la mirada y se susurraron palabras acusatorias.
—¿Es de ustedes el carro? —preguntó al fin.
—Ah, de mamá en sí. Pero ya lo movemos, ¿verdad? —se apresuró a decir Chris, mientras que su hermano asintió acomodándose la gorra de béisbol que tenía ajustada hacia atrás.
—Oh, no. No se preocupen, yo lo dejaré por allá. Solo quería saber si el dueño era otra persona, porque de ser así tendría que llamar a la grúa para que dejara el espacio y eso me tomaría mucho tiempo. Tengo que entrar ya.
—Ah, ¿esto es suyo? —la curiosidad asomó en la conversación que ahora se había tornado más indiscreta por parte de ellos. A él no pareció molestarle porque asintió de inmediato.
—Pues, linda casa, por cierto. Es lo más agradable y bonito que he visto por aquí —soltó Wade.
El hombre se rió.
—No es una casa. Es un lugar donde entrenamos karate —explicó con la misma gracia que lo había hecho con otros que habían pensado lo mismo—. Pero te agradezco el cumplido. He pasado mucho tiempo cuidando de ella. ¿Quieren entrar?
Los dos comunicaron el sentimiento a través de una afirmación en un movimiento parecido al que los personajes de películas infantiles daban; repetidos e ilusionados. Y entraron.
Evidentemente no era un hogar. Pero sí que tenía lo que pensaban: un aire más bonito, familiar, parecido al jardín que su mamá tenía en algún punto de Gloucestershire y llegaron a visitar en las vacaciones de verano.
—Esto es Miyagi-Do —dijo él.
Christine y Wade compartieron una mirada secreta.
Miyagi-Do.
Ese nombre. Sí, habían escuchado ese nombre antes. Su mamá lo había mencionado muchísimo. «El Señor Miyagi era como mi segundo padre... Me hubiera encantado que lo conocieran. Era un hombre muy sabio». Hasta tenía fotos con él en lo que parecía ser un torneo, pero ella no cargaba con ningún premio o certificado. Probablemente era la invitada de él, porque al ser como una hija ella tenía que estar en todos los eventos.
Pero ¿sería el mismo Miyagi del que hablaba su mamá? No podía ser otro. Ella solía vivir en California.
—¿Miyagi-Do? —preguntó Christine.
—Eh, sí. ¿No son de aquí, cierto?
—No, señor. Somos de Inglaterra —ahora fue Wade quien respondió al ver que su hermana mantenía el temple más pensativo que de costumbre—. Mamá nos trajo por un tiempo aquí. A vivir, me parece.
—Oh, pues espero que San Fernando le guste. Por cierto, soy Daniel LaRusso, el sensei de este dojo —le tendió la mano a ambos. Christine fue la primera en tomarla y presentarse junto a una sonrisa que le recordó a alguien del pasado; luego fue Wade, que se las apañó para darle la mano sin poner por medio las molestas llaves—. Si alguna vez quisieran aprender, les aseguro que este es el lugar perfecto.
—Gracias, Señor LaRusso. —Agradeció el chico.
Detrás de Daniel, un grupo de jóvenes con uniforme de entrenamiento aparecieron en línea.
Christine los escrutó a todos ellos, más aún al joven que había entrado junto a otro chico —con un corte de pelo inusual— de forma abrupta al dojo. Todos los presentes en el jardín los observaron con toda seriedad, como si hubiera algo malicioso en ellos. Y escuchó al señor LaRusso quejarse al mismo tiempo que mencionaba el apellido —o el apodo— de ambos, pero no le prestó atención del todo.
El muchacho de mechones en forma de rizos que también compartía un traje del mismo color hablaba en secreto con otro joven. Chris no pudo apartar la mirada y, por alguna razón del destino, él tampoco la apartó de ella. Se miraban el uno al otro con interés; como si tuviesen una de esas conversaciones profundas que sólo dos personas, que se conocen a grandes rasgos, comprenden. Algo parecido a un idioma propio. Ella no pudo arrancar la sonrisa que se dibujó en su rostro cuando él meneó su mano en un saludo que únicamente ella notó.
—¿Tú de qué te ríes?
La voz de Wade se escuchó como una reprimenda, y la chica tuvo que bajar la cabeza.
—Ah, nada. Simplemente me parece curioso que estábamos buscando algo y apareció esto. —Señaló con la cabeza en dirección al jardín de forma disimulada; no quería que los demás lo tomarán como una falta de respeto, pero no pareció ser necesario ya que los demás eran partícipes en una conversación que llevaban a cabo con el muchacho que le había sonreído y el señor LaRusso—. Es increíble. Algo bueno puede salir de aquí.
Su hermano, que miraba a otro lado excepto a los demás, apretó los labios.
—Si tú lo dices, sí, supongo. Casi siempre tienes la razón.
—¿Cómo que casi siempre? ¡Eso es siempre! Pero está bien. No quiero pelear ahora mismo contigo. —Cuchicheó con la voz chillona.
De golpe, eso les había salido bien. Ya llevaban una buena impresión del lugar.
Emily había terminado de limpiar los escombros sobrantes. El suelo ahora brillaba entre las enormes cajas que había conseguido de la cochera y el lugar parecía más amplio. A sus hijos les gustaría más.
Se debatió entre llamarlos, enviarles un mensaje y no permitirles que tuvieran un poco de libertad en la diversión fresca de San Fernando. Porque, a ver, la lluvia había cesado y el dorado de los rayos del sol empezaba a mezclarse nuevamente en la casa, pero no quería ver de nueva cuenta a sus dos chicos enfermos. El cambio de por sí que les afectaría. A ella le afectó.
Sacó el teléfono; buscó algún mensaje de alguno de los dos y encontró que había uno de Christine; su afirmación junto a una imagen de ellos dos en lo que parecía el bulevar fue más que suficiente. Ya encontraron algo en que distraerse y sonreír. Pero, de pronto, pensó en que ella también necesitaba salir. Después de aquella escena tan melancólica, tan rígida, y la soledad haciéndose presente en su interior, un poco de sol no le haría mal.
Pensó en cuál podría ser su distracción. ¿Bailar? No, aún no se percibía con la energía suficiente para hacerlo. ¿Leer? Nah, no era el mejor momento para interpretar algo de romance. ¿Buscar una clase de yoga? ¡Cielos, no! No quería hacerlo sin su mejor amiga, esa actividad iba más en conjunto con Lydia. ¿Pero si visitaba el jardín? Había pasado tanto tiempo desde su última visita, y era un lugar reconfortante para ella cuando se sentía mal; las flores la sostenían cuando alguien de su entorno no podía.
El sonido escandaloso de su teléfono cuando alguien llamaba le sobresaltó. No había un número de identificación, mas sí una ubicación.
Santa Bárbara.
No titubeó al determinar si tomaba la llamada o no.
—Hola —respondió. Al otro lado se escuchó una voz que el maestro y ella reconocían tan bien—. Sí, ya estoy de vuelta en Estados Unidos. No sé si será por mucho tiempo, pero espero que sea lo suficiente para poder retomar algunos asuntos que dejé atrás —explicó. Del otro lado de la línea el entusiasmo por la llamada se percibía—. ¿Ahora mismo? Sí, por supuesto. Nos veremos ahí.
Holi!
Este capítulo sé que está un poco aburrido y sucede muy rápido (agradecimiento especial a Share que me apoyó para que quedara bonito 🤲), pero tendrá un peso importante en el futuro y todos sabemos por qué. Desde ya aviso que los capítulos se pondrán más interesantes 😎
No se olviden de comentar y votar. Nos leemos pronto 🤍
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