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El despertar de Junier ↬ El nacimiento de un rey


Ligera, escasa gota de rocío,

fiel a su amo, leal al amado,

¿quién diría que, al condenado,

traicionaría por libre albedrío?


Corriendo sin prisa, calma del río,

huyendo de aquel, ser enamorado,

cual al poder fue una vez exaltado,

ahora solo provoca escalofrío.


Ardor helado, iracunda agonía,

mentira de alma, verdad del honesto,

ojos del que vio la teofanía...


Amanecer donde el sol es dispuesto,

a dar final a la monotonía,

del humano, tirano deshonesto.


— ¿Qué haces, cariño? — El varón soltó un suspiro inquietante cuando la mano de la fémina se posó sobre su hombro, trató de esconder aquello que segundos atrás había escrito. — He intentado llamar a tu nombre desde hace tres lunas atrás, ¿acaso aún no aprendes a percibir presencias?

El menor sujetó la mano de la mayor entre las suyas, depositando un beso sobre sus blancos nudillos. En lo más profundo de su corazón, sentía que dicha acción era el resultado de una costumbre adquirida, sin embargo, el desosiego de su mente le impedía recordar los hechos.

— He vivido aquí durante más de la mitad de mis días, madre, es inevitable no hacerte notar entre todos los demás. — Recalcó entre susurros. — Lo último que quise fue ignorarte, no obstante, tuve que recurrir a ello como método de defensa para completar memorias.

La diosa retrocedió por el mismo camino por el que había llegado, admirando la grandeza de su reino, dándose cuenta de las maravillas ocultas que su mirada alguna vez había despreciado.

— Sé lo que dirás. — Habló su hijo, mucho antes de que ella pudiera pronunciar palabra mínima. — Soy conocedor de aquello que habita en el interior de tu cabeza, eso que resuena constantemente en la mía.

— ¿Es eso lo que escribías con rebosante pasión? — Cuestionó, entendiendo la respuesta a la perfección. — Házmelo saber,  hijo mío, ¿cuál es la razón de tu malestar?

El silencio se apoderó del lugar, el joven adulto se impedía a sí mismo hablar. Temía que el peso de sus palabras se llegase a malinterpretar.

Debía decir la verdad, tenía que sincerarse de una vez por todas.

— Por milésima ocasión, ese sueño agobiante me mantuvo cautivo durante toda la noche. — Optó por decir. — Llanto y agonía, un imperio en cenizas. Me encuentro atrapado entre las furiosas llamas abrazadoras que interrumpen mi respiración... ¿Por qué no soy cómo tus otros hijos, madre? Ellos ni siquiera comprenden lo que es un sueño, tampoco entienden el sentimiento de lo que es sentir cómo tus pulmones se van quedando lentamente sin oxígeno.

— Es porque eres diferente, J. — Sentenció su madre. — Recordarás tu historia cuando el momento llegue.

— ''J''. — Chistó entre dientes. — Ni siquiera me otorgaste un nombre digno de portar.

Alukah observaba la escena desde la lejanía, una mirada de la diosa suficiente sería para que atacara a quien por hermano conocía. La demonio era de los pocos seres del averno que conocía la historia de aquel niño humano que un día llegó de la mano de su madre, tomándole cierto cariño con el pasar de los días, pero siempre dispuesta a darle una lección cuando fuese necesario.

— Necesito saber quién soy, Lilith. — El corazón de la diosa se quebrantó al escuchar a su amado hijo llamarla por su nombre. — Mis recuerdos fueron elididos en el instante en el que caí en tus brazos, y a pesar de reconocerte como mi salvadora, el constante tintineo en mi cabeza me grita que debo regresar a mi lugar de origen.

En un desesperado intento de hacerse escuchar y no ser ignorado, tal y como las anteriores veces había sucedido, pronunció en voz alta por primera vez aquella melodía que en sus sueños se repetía.


Ligera, escasa gota de rocío,

fiel a su amo, leal al amado,

¿quién diría que, al condenado,

traicionaría por libre albedrío?


Corriendo sin prisa, calma del río,

huyendo de aquel, ser enamorado,

cual al poder fue una vez exaltado,

ahora solo provoca escalofrío.


Ardor helado, iracunda agonía,

mentira de alma, verdad del honesto,

ojos del que vio la teofanía...


Amanecer donde el sol es dispuesto,

a dar final a la monotonía,

del humano, tirano deshonesto.


Por segunda vez, el varón fue interrumpido. El dije que colgaba de su cuello, aquel que lo había acompañado durante toda su existencia, se desprendió de su cadena hasta crear una pequeña grieta en el suelo.

— Tu reino clama tu presencia, Jungkook. — Por primera vez, lo llamó por su nombre. — Deberás recordar tu historia bajo un nuevo nombre.

Alukah sonrió, sabiendo que su momento de actuar había llegado. Sus ojos adquirieron un tono rojizo al tan solo imaginar lo que estaba por ocurrir.



El retumbar de las puertas de la entrada fue el culpable de un sonoro estruendo, provocando que los vigilantes perdieran la escasa calma que quedaba en sus cuerpos.

Alrededor de diez años habían pasado desde el trágico final del legado Jeon, diez años desde que el imperio Mandeok Dong ardió en cenizas durante una noche bañada en sangre; diez años desde que el nuevo gobernador se había dedicado a destruir lo que una vez fue un reino próspero.

Nulo era el día en que su pueblo no llorase de la impotencia de sobrevivir en lugar de vivir, escasa la mañana en la que ninguna persona llegase a las puertas del palacio en busca de una pizca de piedad y ayuda.

Sin embargo, eran preocupaciones ajenas a las prioridades del rey, quien en esos momentos se encontraba haciendo estragos aquella habitación que solía llamar despacho.

El ver su figura en el espejo después de mucho tiempo, descubrió que, con el pasar de los años, su cuerpo se deterioraba lentamente a causa de enfermedades no tratadas, seguido de las consecuencias de la interminables guerras armadas en busca de expandir su territorio y engrandar su poder.

Su legado no podía acabar con tal prontitud; debía asegurar su posición como pilar del reino, de lo contrario, se vería siendo despojado del trono al que tanto le había costado subir.

Necesitaba un heredero que lo ayudase a seguir su mandato una vez que la vida ya no se lo permitiese.




El varón caminaba rápidamente por los pasillos de su palacio, el sonido que provocaban las suelas de sus zapatos al chocar contra el piso hacía que el lugar se llenara de ruido. Una vez que se encontró frente a la entrada de su destino, dejó sus armas a un lado de la puerta y se dispuso a entrar en la habitación.

Tal y como si de una partitura de leyendas se tratase, la historia se encontraba a punto de repetirse para ser narrada. Sin embargo, un nuevo final estaba por reescribirse.

La mayor parte de los soldados, a pesar de estar cansados por haber regresado de una victoriosa conquista, permanecieron a las afuera del palacio a la espera de las palabras de su jefe. Por otro lado, los que pensaban rebelarse vigilaban a la lejanía, escondiéndose entre las tinieblas conjuraban con ambición por la llegada de una mala noticia.

El rey se encaminó hasta el centro de la habitación, donde recostada sobre una cama se encontraba su concubina de preferencia en el núcleo de su labor de parto. Con rudeza, apoyó la parte superior de su cuerpo en la superficie de la cama y dejó un tosco beso sobre la frente de su dama de compañía. Esta, en un intento de pasar desapercibida su repulsión, sujetó ambas manos de su amo y las apretó con fuerza. Fue cuestión de segundos para que sus nudillos se encontraran siendo presionados por los dedos de su señor, tal y como solía hacerlo antes de partir del reino para llevar a cabo sus saqueos en los territorios vecinos; un acto convertido en juramento que les hacía prometer que la mantendría a salvo hasta que el heredero naciese.

Un pensamiento que ambos mantenían en sus mentes, permanecer con vida para así poder cumplir sus propios objetivos.

La fémina pujaba a medida que la partera se lo iba indicando. El rey permanecía echado a un lado de la cama, exasperado ante la situación y apresurando a su mujer en todo momento. El sentimiento de agobio llegó a los presentes cuando los llantos de un bebé su hicieron oír. Los reyes no pudieron evitar mirarse mutuamente y soltar un extenuante suspiro luego de haber estado envueltos en esos momentos de desesperación y angustia, pero la atmosfera de su entorno había sido cambiaba por temor y desconsuelo.

Era un hecho, su primogénito había nacido.

— Mis felicitaciones, majestades. — Susurró la partera con falsa emoción, al mismo tiempo que dejaba al bebé entre los brazos de su madre. — ¿Cómo será nombrado?

El tema del nombre era algo que había estado en boca de los reyes durante mucho tiempo atrás, incluso mucho antes de que la concubina supiera de su estado de gestación. Al final de una lista que enmarcaba las posibilidades, el nombre escogido se encontraba siendo resaltado por el color rojo de la tinta, el cual se reflejaba en mirada rojiza de la fémina.

— Su nombre será Junier. — Afirmó la madre con una sonrisa rebosante en soberbia, la cual no demoró en incomodar de cierta manera a su señor. — Porque él se convertirá en el salvador de nuestra nación.

La semilla de un árbol de huso había sido plantada en un terreno infértil, pero a diferencia de los demás árboles, en este, una llama de venganza crecía con presteza en medio de un valle de sombras.

Desde antes de ser engendrado, el odio predominaba en su corazón.

Ese mismo día, la familia real salió al balcón principal del palacio y la brisa obtuvo su primera oportunidad para poder envolver a Junier entre sus brazos. Los habitantes del reino recibieron la noticia con aflicción y pesadumbre. Cada quien le suplicaba a su dios por el malestar del recién nacido, y que, después de mucho tiempo, pudieran ser liberados de la condena que hallarse entre las garras de una bestia significaba. Para ellos, el nacimiento de un heredero traía consigo una connotación de esclavitud eterna.

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