Capítulo 0: una amarga satisfacción.
"No temo al dolor porque ya nació a mi lado".
~Sweet Pain.
Martes. 17 de agosto. 3:33 a.m.
3:33 a.m. de la mañana, 2 humanos, 1 bala.
El aparente escuálido trigueño no había tenido otra favorable mejor opción para lidiar con una escena totalmente deplorable —un almacén subterráneo de un establecimiento a la superficie—. Debajo de los anárquicos pasillos de anaqueles rotos, con los productos regados o abiertos por aparentes forcejeos y cosas pesadas que cayeron en éstos, en medio de la ultrajante madrugada que perforada el escaso alivio de la tormenta para el estrés, que no se podía escuchar nada, con excepción de minuciosos susurros de los gritos que reventaban los cielos, provocado por los truenos.
—¡Ignacio! —clamó el hombre obeso de segunda edad, al impactar sobre el refrigerador de cristal, quebrando la puerta transparente para entrar en contacto con los gélidos envases de cerveza por el estante bajo, que también quedó añicos al caer encima de ellas, junto a las botellas. con todo el cuerpo lleno de moretones con sangre—. ¡Hijo de p*ta malagradecido! —pronunció entrecortado, siendo ahogado por la amarga bebida alcohólica que se desbordaba en una lata abierta, cuál cesárea en un parto, encima del hombre esbelto—. ¿Por qué? —preguntó conmocionado.
—Esa pregunta es la que siempre me hago cada que se va la luz en el cuarto del mediocre edificio donde rento, pese a que pago mi alquiler en punto y forma, aunque esa gonorrea de habitación no lo valga —desacorde con el tema del que el hombre mayor quería partir. Carri, el chico se acercaba desde la otra esquina que componían los refrigerios, ajustando sus guantes de cuero negro para sembrar ápices de cobardía en el hombre que, con todas las plegarias nunca antes hecho al dios que una vez abandonó, comenzaba a aceptar que no podía pasar de esa noche—. Sea más específico, señor Ricardo —las parpadeantes luces blancas, machacadas a disparos impedían definir sus juveniles facciones occidentales, contraste a su piel ébano, regalo de su madre por descendencia cubana y haitiana, inculcado a su vez que Carri enfocase su vista color violeta para ver al hombre a sus pies cuando volvió a él. Pero más que otra cosa: estaba preocupado por lo que le podría pasar a su familia en un futuro no muy lejano.
—Te lo dí todo, perro desgraciado —reclamó Ricardo mientras torció sus rostro contraído, encolerizado con acompañamientos de fraude, decepción y traición—. ¿¡Olvidaste que fuí yo quien te dió alojo cuando estabas en la calle como un animal desnutrido!? ¿¡Quién te abrió las puertas de su casa cuando el mundo te había dado la espalda!? ¡Te presenté a mi esposa, hija, y el lugar que me da de comer! Te dí mi confianza, cabrón —trató de extender sus brazos, indicando el lugar en donde estaban, sus esfuerzos eran inutilizados por lo rotas que estaban sus extremidades. Quedando con la cabizbaja impotencia de hablar entre lamentos—. Gracias a mí, conseguiste un trabajo, ropa, y sobre todo —tomó aire para escupir su euforia a todo pulmón—: ¡Una rutina decente, donde en tu p*ta vida pudiste haber obtenido dentro del cochinero que te encontré! ¿Y así me lo pagas? ¿¡Dándome un puñal por la espalda!?
—No sé porqué está sorprendido —comentó Carri, inerte ante las casi fingidas lágrimas de dolor que brotaban de Ricardo—. Esto era algo que debió pasar desde hace tanto —se puso de cuclillas para estar a la altura de la moribunda persona con la que convivió por casi 2 años, o más. Sin remordimiento o alguna pena de la que le podía arrebatar el sueño en futuras noches, manteniendo una expresión de desdén—. Y usted lo sabe —sacó su arma y apuntó debajo de la quijada del obeso- que estoy en lo correcto.
—¿Asesinar a la persona que te trató bien, a pesar de que te parecías al hijo de un vagabundo? —rió entre toses para ocultar lo que realmente sentía—. Si en un principio hubiera sabido que tu sonrisa de agradecimiento era falsa, las veces que ayudabas a mi mujer con las reparaciones del hogar, o aquellas noches donde le leías un cuento a mi hija —con repudio escupió el carrete del chico ensimismado por todo lo dicho—. ¡Jamás hubiera hecho lo que hice por una mierda como tú, Ignacio!
—Ya deje de llamarme por ese nombre —añadió Carri, tapando su boca del asco por el hedor a sudor del tipo calvo—. A estas alturas ya debería saber que ese nombre fué inventado —abrió la boca del hombre para introducir unas cuantas mentas de sus bolsos por no soportar la jocosa sensación en su paladar que casi le hace vomitar—, nadie que haga este tipo de cosas es tan idiota como para revelar su verdadero nombre, o tan siquiera un apodo que lo relacione con el pasado. Y más si se trata de alguien con quien tiene historia.
—Un nombre falso —sonrió irónico— ya veo —trató de recargar su espalda sobre una parte en donde no hubiera fragmentos de cristal que cortasen su espalda grasosa, pero como anteriormente, no pudo mover ninguna parte de su cuerpo hecho añicos, el cual no sentía el dolor que debía por lo efectos de las grandes cantidades de ginebra que había bebido a lo largo de la magra noche, aunque no significaba que se sintiera anestesiado del todo—. Al final no eres un pobre callejero que se la vivía limpiando parabrisas de coches en los semáforos. Eres algo más. Ya lo había sospechado, pero esa actitud de mocoso considerado, trabajador y alegre de encontrar a personas que te abrieron las puertas de un hogar convencieron a mi mujer e hija de que eras alguien bueno. Para mi suerte de mierda —tosió de la sangre acumulada en su garganta, las cuales le ocasionaron gárgaras al hablar.
—Si le sirve de consolación —estoico, del rojo abrigo terciopelo de Ricardo extrajo una cajetilla de cigarros. Sacó 2 para llevar uno a su boca, pasando la polilla alrededor de todos sus labios para consiguiente dejar el restante en el hombre moribundo el cual aceptó al pensar que poseía jeta en vez de boca por tener el espesor de un cerdo, sin hacer lo mismo que hizo consigo—. Los momentos que pasé con su señora e hija no fueron del todo fingidos —del otro bolsillo de Ricardo sacó un encendedor de plata, con ciertas runas escritas para encender los cigarrillos—. Durante las 2 navidades con ustedes, ella me trató como un hijo. Y lo confirmó cuando me contó lo sucedido en su segundo embarazo —estiró un extremo de sus labios para simular una sonrisa levemente fanfarrona—. Fué terrible saber que por otro de sus arranques de ira, la empujó hasta golpear su vientre en la esquina de la mesa. Ella se justificaba diciendo que no estabas consiente, pero si no te sabes comportar cuando estás ebrio: ¿por qué correr el riesgo de beber y agredir a tu mujer? Ella me dijo que le quería poner a su hijo un nombre norteamericano -—a pregunta revolvió la cólera del señor que buscaba fuerzas para reponerse, haciendo que Carri pudiese gozar del vergonzoso espectáculo que brindaba Ricardo Tijerina—. Creo que la señora Olivia me había dicho como le iban a llamar -—fingió pensar, llevando un par de dedos a su barbilla— si mi memoria no falla —acercó su rostro al oído lleno de cerilla en el hombre mayor—, el no nacido se iba a llamar Bonnie —sentenció, exponiendo su gusto sádico al ver la agonía de la persona con los pies en un ataúd.
—Escúchame, huérfano chupa v*rgas —arrugó los labios, frente y nariz mientras hablaba—. A estas alturas ya no importa si eres una maldita rata sucia —escupió el tabaco en su cara, teniendo la intención de propiciar una quemadura en la facción del chico, a lo cual éste la esquivó sin ningún problema, habiendo inhalado una sola bocanada—. Jodiste a la persona incorrecta—sonrió triunfal—. Es cuestión de unas horas, a más tardar al amanecer mi esposa sospechará que no llegué a casa sin avisar. Levantará sospechas en cuanto tampoco sepa nada de tí, vendrá aquí, y cuando lo haga: encontrará mi cadáver junto a las evidentes pistas que la conducirán a la conclusión de que eres el responsable. Y cuando eso pase —quiso dar unas risotadas que se cortaron por los sepulcrales estornudos—. Personas que en tu vida pensaste en conocer llegarán, te encontrarán para romperteos huesos y llevarte a la capital sin que te puedas rehusar. Y cuando eso pase...
—Estaré bajo los pies de Lucrecia Benedetto —terminó Carri, sin que él se lo esperase—. La dueña de tu correa, vida y decisiones fundamentales. Pero sobre todo: la perra principal de lo que ahora afrontas —comenzó a caminar sobre las orillas del lastimado cuerpo de su víctima, dejándolo vacilante de anticiparle la única jugada que tenía para salir del lugar con vida, quedando rendido, y asustado a su vez de lo que pasaría con su familia. Desde el momento de tomar su primer arma, supo que algún día terminaría así, y se preparó para la llegada de su fatídico momento, pero la realidad era que como todos los humanos: no se quería ir. Rechazaba morir cuando menos se lo esperaba, de estar festejando con el chico que consideró como su hijo, hasta odiarlo por quitarle todo en sus últimos respiros—. ¿Piensas que actué por mero impulso, en un día cualquiera? —negó decepcionado a base de puros gestos—. Mira —después de pasear la mirada del hombre con las medias vueltas que dió sobre él, decidió hacerle compañía al tiempo de fumar un poco para tener medio cigarro acabado. Alzó la mirada con una sonrisa dubitativa al soltar el humo que se perdía en el aire. Por fin tenía todo lo que quería desde casi 2 años: a uno de los principales culpables de la caída de su madre. El dolor de su mandíbula, la cual pensó y estaba rota, a cada palabra que expulsaba no se comparaba con el de ahora, tan incierto que no le dejaba pensar. Ricardo estaba ahí, agonizante en todo el cuerpo por los golpes recibidos, pero sabia que eso se iba a ir en un rato si es que viviría. Nada que ver con Carri, porque el interno reprimido en un dornajo solo se liberaría en una pequeña fracción, pues el separarlo de su familia era algo que no le ponía precio. Sonrió sarcásticamente de pensar que las formas de hacerlo gritar de piedad no dolía tanto como el de una llamada al enemigo, y lo que él le tachaba: traición de hermandad—. Si te hubiera tenido a mi merced desde nuestro primer encuentro, tu tortura hubiera sido peor —alzó el brazo para alcanzar la botella de 1.2 litros de cerveza, encantado ante la suerte de tenerla cerca suyo—. Contigo aprendí cosas muy valiosas. Y acepto con toda sinceridad que muchas fueron porque no dejaste de apoyarme, decir que no dejase a medias las cosas que comienzo —con sus dientes destapó el envase-. Era entendible que en nuestro primer mes no fué el mejor -rió melancólico —, si no fuera por la señora Olivia y su hija, me hubieras echado. Luego el tiempo nos dió la fortuna o desgracia de conocernos mejor, y el resto es algo que ya sabemos. Lo admito —bebió 3 tragos para luego darle al moreno—, fuiste lo más cercano a un padre para mí. Otro motivo para no dejarte con la duda —como pudo, desató el nudo en su garganta que no quería decir las siguientes palabras—, quiero que sepas ésto, antes que nos despidamos —a lo largo de lo que habló, Ricardo aceptó el trago—. Ambos sabemos que los negocios son negocios. Por eso no te culpo por ser un topo en la vendetta de tu señora: Lucrecia Benedetto. Y mi madre: Trinidad Jeager.
—Trinidad... —mediante un tono ronco, sus balbuceos que para cualquier desconocido serían delirantes, Carri era un impecable traductor de español y ciertas palabras en árabe al mismo tiempo, engullidas en una derivada gracia—. La recuerdo, ¿quién como ella? Aquella mujer que volvió loca a muchos peces gordos.
—Me da gusto que la tengas en mente, tío Richard —ensanchó su sonrisa discretamente delictiva al nombrar un seudónimo que hace un lustro no le llamaban—. Eso amerita un reencuentro atrasado que nunca va a llegar.
El pitido de sus oídos que le denegaban el camino a la música gitana sobre los altavoces en las esquinas. El fuerte palpitar de su cardíaco corazón, o la sensación de escalofríos por todo el cuerpo era nula. Causa de la que el apodó, la maldición que había tratado de enterrar mediante una ilusa familia temporal, parrilladas con vecinos de bien. Todo era destruido por los domingos mañaneros de misa, y en ese día, donde indirectamente decían lo que era, el Judas de Trinidad Jaeger: la mujer a la que le juró lealtad eterna—. T-tú —estimuló tartamudo—. Eres uno de los 4 niños que siempre estaba con ella. ¿C-cómo s-s-sigues aquí? —el alcohol, las drogas y el pavor lo mantenían tan estupefacto e inservible que si no fuese por el chico, sus últimas palabras quedarían en los rincones del desdén—. Yo te ví morir. L-Lucrecia los mató a todos —tenía que hablar entre lapsos porque no quería esforzarse en exceso. Sentía que otro empujón le daría pase a los terrenos desconocidos del más allá.
—¿Qué le digo? Hierba mala nunca muere —adoptó un toque de serenidad para maquillar los complejos que desde esa noche cabalgan en sus hombros, con otra sonrisa de autoconfianza—. Por eso me sorprende tanto que haya olvidado mi rostro, o el de los demás. Y para su información: éramos 5 mocosos, pues uno es su hijo de sangre. Pero casi no estaba con ella —bebió hasta el fondo, con el fin de dejar la botella a medias, inhalando lo último de tabaco para darse valor y decirse que sus acciones son cosas que pasaban cuando uno toma una decisión dentro de los bajos mundos—. También me decepciona que se olvidó de lo que mamá es capaz de hacer —suspiró con una cruda diversión retorcida de su persona, de todo lo vivido y aprendido. Lo condecorado, turbio y revuelto en sus ambiguos pensamientos sobre una falsa esperanza homenajeada en su amargo recuerdo—. Quien no conoce a Trinidad, a cualquier Lucrecia le reza.
—Esto no tiene sentido —recriminó Ricardo, vacilando ensimismado—. Todos vimos la caída de Trinidad y sus hombres a manos de Lucrecia. No hay lógica en lo que pasa
—La primera falla en el plan de esa pelirroja ninfómana fué confiar en una rata como usted, tío Richard —con el pasar de unos minutos, la mezcla entre el whiskey y cerveza brindaron efecto en su cuerpo relajado, aunque centrado en su misión. Que si bien su consumo en ambas bebidas fué casi nula, el combinarlas ya era otra cosa que sobrepasaba el equivalente a 3 botellas como la que portaban sus manos—. El que siga con vida, y la confesión de ahora dice que al final, mamá tuvo en cuenta mis sospechas sobre usted, acerca tus extrañas formas de actuar en ese tiempo.
—Esto no es bueno —expresó para sí—. Debiste terminar como tu madre y hermanos, dentro de la zona muerta.
—A lo mejor y pueda ser cierto —Carri le dió la razón—. Los que vivimos en ése basurero sufrimos de racismo hasta entre gente de clase muy baja —afirmó con dar círculos sobre sus hombros para relajarse—. Por ende —sonrió pesadamente—, no me llevo ninguna culpa a la tumba de la cruda conclusión hacia tu familia cuál vuelta en curva. Justo como lo hiciste con la mía cuando abrieron sus brazos para recibirte, mientras estabas muriendo como un perro desnutrido de la calle.
—Mira qué cosas de la vida —Ricardo volvió a reír entre toses mucho peores, derrochando los escasos recursos en su resistencia—. Esa comparación me recordó a tí, tan roto y desolado. Deprimente, dándole lástima a mi familia, tanta que me convencieron de dejarte dormir en el suelo del corredor de mi casa mientras la lluvia pasaba. ¿Y tú? Todo pestilente a mierda de huérfanos y una madre que te dejó por recibir un balazo en la cabeza frente a tí, y tus hermanos —sentenció con un reconfortante alivio de intentar darle ciertos complejos al chico, sabiendo que iba a perder ante él. Pero creyó que podía llevarse una parte de su cordura antes de irse, menos rígido por dar un golpe anímico.
—Exacto, y eso mismo nos hace parecidos, solo que con una distinta época —Carri guardó un estrecho lapso de silencio mientras analizaba de forma expresiva su situación. Aunque su seguridad se notaba a larga distancia, por dentro estaba debatiendo por las palabras que recibió como un combo de puñetazos verbales en forma de insultos personales—. Cómo dije antes: no tenía nada en contra de su mujer e hija. Pero su amor y lealtad sobre usted era más grande que las veces en donde las salvé de los golpes que les quería dar a ambas cuando llegaba ebrio. Pero no se preocupe, me encargué que sus finales fueran rápidas y sin dolor.
—¿Q-qué dijiste? —su perceptible inacción, conformada por espasmos y un impacto a su crocante corazón dentro de él, se dió por hecho que Ricardo Tijerina había perdido toda voluntad y razón de pensar en un mañana imaginario segundos, segundos antes de tener una bala en su frente. No queriendo creer lo que escuchaba, pero los actos de su pasado, y la capacidad de Carri le hacían no aferrarse a la idea de que era una mentira.
—Me trataron como a uno —dijo Carri, hablando de lo más profundo de su ser—, por eso las llevaré como uno de los mayores pesos que no me podrán dejar dormir. Pero en cuanto a usted —sus vidriosos ojos desaparecieron en un arduo parpadeo, denotando el odio reprimido de tantas oportunidades que pudo acabar con la vida del hombre ante su vista. Todo para llegar a esa noche, donde las cosas en el país se estaban saliendo de las manos, la señal para hacerse notar—. Ya que todos los días íbamos a misa, me ahorra la necesidad de explicarle lo que es el infierno. Porque, tío mío —de la mochila color amarillo opaco expuso un antiguo, pero bien cuidado reloj de mano—. Hace 20 minutos que usted está en la entrada —de paso extrajo una carpeta llena de imágenes que no era necesario enseñarle a Ricardo. Fué el mero berrinche de seguir experimentando que tanto podría soportar una persona que le hizo mostrar cada foto, una por una, cada ángulo diferente de los cuerpos sin vida de Olivia, y su hija Carolina. Con sangre saliendo de su frente. Sin rastros de tortura en su cuerpo que no fueran leves ataduras en sus manos y pies.
Un chillido ahogado, acompañado de la expresión que pondría un niño no más de 5 años al descubrir que lo más preciado le fué arrebatado. Era lo único que Ricardo podía hacer, fusionando el sudor de su cuello con cerveza que ahora se acoplaba a sus lágrimas. Ni siquiera podía moverse para cubrir su vergüenza. Y el grito eufórico que anhelaba dar no salía, gracias a lo grave de sus pulmones por 2 cuchillos clavados en su cuerpo, que le avisaron de su partida en breve.
«Tantos años de travesía, para que al final termine así» no era capaz ni de cerrar sus ojos por lo débil que estaba. «Todo se fué, y sin que yo me diera cuenta. Y aún sigo preguntando: ¿por qué?».
—Ya sé todo lo que necesito saber de usted y sus patrones. Fuiste muy descuidado con tus asuntos privados, incluso si yo era alguien que no es de tu sangre, pero que se gana tu confianza a base de una falsa lealtad —flexionó sus rodillas para apoyarse de ellas y volver a estar con la postura decida, una vez de pie, mientras sacaba un pequeño revolver detrás de sus pantalones. Recargó y apuntó a su padre moral, haciendo el mayor esfuerzo para que su muñeca no vaya a temblar—. ¿Hay algo que quieras decirles a alguien de la capital, cómo tus últimas palabras por la falsa lealtad que les tenías? —esperó unos momentos con paciencia, hasta que escuchó un susurro a medias, pora accionar el gatillo con la intención de no dejar que el hombre moribundo se preparase para su agridulce final, antes que sus miedos le traicionen y dude por la poca piedad que le sobraba.
«Excelente» pensó, haciendo contacto con la mirada sin brillo de Ricardo «esto se volverá como el día en una oficina». Concluyó mientras caminaba rumbo a una esquina, donde se hallaba un gran bote de metal con cierto ácido sellado. Y encima una cámara sencilla, pero con la calidad suficiente para que las fotos tomadas en esta se vieran decentes. «Era la falsa familia que me había acogido, o vengsr el nombre de la mujer que en su momento me dió un motivo para vivir» antes que una lágrima saliera, bebiendo toda la botella aún en sus manos para luego arrojarla a lo lejos, escuchando su ruido al romperse decidió tomar el dispositivo para fotografíar el cadáver de Ricardo «no me arrepiento de nada, y aunque lo hiciera: lo hecho, hecho está, fin de todo».
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