La Máscara de Ébano
En un oscuro rincón de una antigua ciudad, se alzaba una mansión sombría. Su fachada estaba cubierta de hiedra y las ventanas estaban tapiadas, sumiendo el lugar en una perpetua oscuridad. Dentro de aquel tenebroso recinto vivía un hombre llamado Adrian Rosencroft, un solitario y excéntrico individuo. Su extrañeza era notoria, ya que rara vez se dejaba ver en público y solo salía de su casa en la oscuridad de la noche.
Cierta noche, durante una tormenta, un joven llamado Nathaniel, atraído por los misterios que envolvían la mansión, decidió adentrarse en ella. El viento aullaba y la lluvia golpeaba contra las ventanas mientras Nathaniel, temeroso pero decidido, atravesaba el portón de hierro.
El interior de la mansión era aún más siniestro que su fachada. Pasillos angostos y empolvados se entrelazaban en una maraña laberíntica. El sonido de sus pasos resonaba en el vacío, aumentando su inquietud. Finalmente, llegó a una puerta maciza y la abrió con cautela.
Al otro lado, se encontró con una habitación iluminada únicamente por una lámpara titilante. El mobiliario era escaso y en el centro de la estancia, sobre una mesa, había una máscara tallada en ébano. Era una pieza de una belleza siniestra y parecía llamar a Nathaniel, incitándolo a acercarse.
Intrigado, se acercó y la observó detenidamente. La máscara tenía una expresión de dolor y desesperación, con ojos ahuecados y una boca en perpetua agonía. Sin embargo, había algo hipnótico en ella, algo que le atrajo irresistiblemente. Nathaniel no pudo resistirse y, tembloroso, se colocó la máscara sobre su rostro.
Inmediatamente, una ola de terror lo invadió. El mundo a su alrededor cambió. Las paredes parecían susurrar y las sombras danzaban en una macabra sinfonía. Una figura apareció frente a él, un ser vestido con ropas desgarradas y pálida piel cadavérica. Era el propio Adrian Rosencroft.
—Bienvenido al mundo de las sombras, Nathaniel —susurró Adrian con una sonrisa macabra—. Ahora, serás mi prisionero por toda la eternidad.
Nathaniel intentó quitarse la máscara, pero estaba adherida a su piel como si hubiera fusionado con ella. Desesperado, se dio cuenta de que había caído en una trampa mortal. Estaba atrapado en el reino de las sombras, condenado a vivir en la mansión con Adrian como su amo eterno.
Los días se volvieron una pesadilla interminable para Nathaniel. Su mente se debilitaba mientras los susurros y las apariciones lo torturaban sin piedad. La máscara en su rostro era un recordatorio constante de su condena, una marca de su perdición.
Sin embargo, una noche, mientras las sombras danzaban a su alrededor, Nathaniel notó que una pequeña grieta se formaba en la máscara. Era una oportunidad de escape. Con todas sus fuerzas, se arrancó la máscara de ébano de su rostro, rasgando su piel en el proceso.
La habitación se desvaneció y Nathaniel se encontró nuevamente frente a la puerta de la mansión, empapado por la lluvia y temblando de terror. Pero algo había cambiado. La mansión ya no estaba en ruinas, sino que brillaba con una luz cálida y acogedora.
Intrigado pero cauteloso, Nathaniel volvió a cruzar el portón de hierro. Encontró a Adrian Rosencroft esperándolo, pero esta vez el hombre estaba sonriente y no mostraba rastro de maldad. Le explicó a Nathaniel que, hace muchos años, él mismo había caído víctima de la máscara de ébano y se había convertido en su esclavo. Sin embargo, al liberarse de ella, Nathaniel había roto el hechizo y había liberado a todos los que habían caído bajo su influencia.
Ambos hombres se despidieron y cada uno siguió su camino. Nathaniel, libre de la maldición, decidió vivir una vida llena de alegría y bondad, pero siempre llevando consigo el recuerdo de aquel oscuro episodio. Y así, el joven encontró la redención en un final inesperado y perturbador, donde la sombra y la luz se entrelazaban en una eterna danza de la existencia humana.
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