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Capítulo 28. El dolor.


Joana.

Aquella mañana era una mañana como cualquier otra, excepto por el hermoso sol que se colaba por la ventana e incidía sobre mí.

Me levanté de la cama y giré mi rostro a un lado adormilada, sabía que aquel día no tenía que ir a trabajar, pues era domingo, y la estación solía cerrar los domingos.

Tragué saliva angustiada, pensando en el sueño que había tenido aquella noche.

"Corría montaña abajo, abriéndome paso entre la nieve y la fuerte ventisca que caía sobre mí, mientras mi corazón latía atemorizado, sabía que él estaba en peligro.

Me paré en seco, mirando seriamente hacia nuestros enemigos, los cuales cerraban los ojos encandilados, pues una gran luz celestial se hacía presente frente a ellos.

Admiré horrorizada aquel punto, donde un hombre, aparentemente humano, estallaba de luz, provocando que miles de pequeñas motas de luz se evaporasen hacia arriba, como si intentasen llegar a los cielos.

No podía ser cierto, él no podía haberse marchado de mi lado de aquella manera, él no podía haber muerto"

Me sentía demasiado triste aquella mañana, y no lograba entender por qué, pero la muchacha de aquel sueño me había contagiado aquella nostalgia. De nuevo volvía a sentir que aquella mujer era yo, aunque parecía una locura.

Me vestí con desgana, sujetándome los cabellos en dos trenzas, una a cada lado. Me puse mis enormes gafas y salí al bosque.

La nieve casi había desaparecido por completo. Caminé por el sendero hacia el río. Pero antes de haber llegado me detuve, pues acababa de percatarme de que alguien me observaba, aunque no podía ver a nadie en aquel lugar, sabía que había alguien allí a mi lado.

Levanté la cabeza para mirar hacia un punto fijo, como si pudiese ver a alguien, pero no había nada, tan sólo el aire frío que chocaba sobre mi rostro, causando que mis ojos picasen.

Mis lágrimas comenzaron a caer en ese justo instante, provocando que levantase las manos para limpiarlas, al mismo tiempo que me enfadaba conmigo mismo...

- ¿qué me ocurre? – Preguntaba en voz alta, sin esperar respuesta alguna, mientras mis lágrimas seguían saliendo y yo parecía estar cansada de limpiarlas - ¿qué ocurre conmigo?

Una extraña sensación volvió a envolverme, haciendo que dejase de llorar y levantase la mirada para volver a mantenerla sobre aquel punto en el que sólo había aire, y entonces lo supe, él había vuelto, el señor Hwan So.

- Sé que está ahí – le dije, pues sabía que él único que podía estar allí era aquel mensajero de los dioses, el único con poder de aparecer y desaparecer a su antojo – por favor deje de seguirme.

La brisa comenzó a soplar desde el otro lado, en aquel momento, provocando que mis cabellos se moviesen hacia delante y que frente a mí apareciese un apuesto señor Hwan So, como por arte de magia. Pero sabía que sería de aquella forma, pues él era un mensajero de los cielos, y por tanto podía aparecerse y desaparecerse a su antojo.

- Y deje de mirarme de esa forma – le rogué, pues su mirada me ponía realmente nerviosa.

Bajó su mirada en ese justo instante, mientras yo le miraba extrañada y levantaba la mano, apoyando mi dedo pulgar sobre su rostro para limpiar la lágrima que recorría su mejilla.

Tan pronto como lo hice mi corazón reconoció a aquel que tenía delante, y mis ojos le vieron delante de mí, una décima de segundo, a él, con su aspecto real, no con aquel disfraz que llevaba. Y entonces lo comprendí, aquel no era el señor Hwan So.

Sonreí hacia él, con calma, bajando la mano, tan pronto como lo supe, aquel hombre que estaba allí era el mismo que aparecía en mis sueños.

El monje.

Miré hacia ella, totalmente cautivado por sus ojos, mientras recordaba aquella promesa que le había hecho, de nuevo, provocando que una lágrima se escapase por mi mejilla.

Mi corazón se detuvo en ese justo instante, tan pronto como sentí su mano limpiando mis lágrimas, aquella mirada y aquella sonrisa de calma.

Su mano se separó de mi rostro antes de que hubiese reaccionado del todo, y su mirada también lo hacía, para posarse sobre el suelo.

- Cho Han Na... - la llamé, sin apenas percatándome de que lo hacía, provocando que ella volviese a posar su mirada sobre la mía.

Joana.

Escuchar mi nombre en sus labios me hizo despertar, provocó que me diese cuenta de que él me conocía, de que no era un sueño, de que a pesar de todo era real. Aquella muchacha con la que soñaba era yo, y aquel monje era él.

Ahora lo entendía, podía recordar aquella promesa en la que él prometió que me encontraría y se quedaría a mi lado, sin importar como.

Negué con la cabeza, con lágrimas en los ojos, incapaz de comprender todo aquello, mientras entendía algo: él había logrado lo que quería, ahora vivía junto a los dioses allá arriba, era uno de los elegidos para compartir los secretos celestiales, así que no debía quedarse a mi lado, por mucho que le amara.

Mi mente recordó a aquel monje en ese momento, provocando que todos los recuerdos que escondía mi alma, volviesen a mí.

Con ojos llorosos volví a mirar hacia él, pues acababa de comprender, finalmente, que nunca podría estar con él, que aquel triste amor, seguiría sin poder realizarse incluso en esta vida. Aunque, él parecía haberlo logrado, parecía haberme encontrado como prometió, pero yo no debía dejar que me hiciese recordar, o al menos que él se diese cuenta de que lo había hecho.


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