La ultima luz en el cielo
El cielo comenzó a desdibujarse ante mis ojos, el aire pesado y muerto, como si el mundo mismo estuviera respirando en agonía. El mar se agitaba, sus olas eran como los lamentos de almas perdidas, que se entrelazaban en un susurro incomprensible. En lo alto, los ojos de la criatura flotaban, grabados en el firmamento, como un lienzo sombrío, observándonos con total indiferencia. Eran meras extensiones de su forma colosal, una presencia imponente que devoraba la luz de las estrellas, sumiéndonos lentamente en una oscuridad absoluta, implacable, como un castigo sin fin.
Nos observaba como a simples juguetes, cosas que se pueden usar y desechar a su antojo, sin que pudiéramos mover ni un dedo para impedirlo.
A mi alrededor, el panorama era un espectáculo grotesco. Miles de mis compañeras yacían en el suelo, convulsionando, como si sus cuerpos estuvieran siendo desgarrados desde dentro. Balbuceaban en un idioma incomprensible mientras sus formas se distorsionaban, deformadas bajo el peso de verdades primordiales. El fuego... ese maldito fuego plateado que la criatura había desatado, retorcía y desfiguraba todo a su paso. La llama no quemaba, transformaba, corrompía, como si la misma realidad fuera absorbida por su cruel e inquebrantable voluntad.
La comandante, nuestra brillante líder que nos había guiado hasta aquí, ya no estaba. Fue una de las primeras en sucumbir al abrazo del fuego. Ahora, su forma yacía rota, fragmentada, una burla macabra de lo que alguna vez fue. Su ser se había transformado en una monstruosidad grotesca, riéndose, celebrando nuestra tortura junto a esa entidad inmensa. Su rostro, enloquecido, mostraba una sonrisa retorcida, mientras de sus ojos brotaba un líquido plateado, un veneno de alegría distorsionada, de euforia enfermiza. Sus extremidades se encontraban donde no debían estar, un juego cruel de distorsión, mientras su risa resonaba, penetrante, en el vacío.
La subcomandante también había desaparecido, posiblemente consumida por la misma locura.
La nave nodriza, nuestra última esperanza, ardía en llamas, retorcida en una parodia de caos. Las cápsulas de escape, por alguna razón que no lograba comprender, se habían vuelto inservibles, selladas, dejándonos a nuestra suerte.
Las naves restantes, enloquecidas, se disparaban entre sí, como si buscáramos el fin a través de nuestras propias manos, no en las de él, sino en las nuestras, en un suicidio colectivo, un último acto de desesperación.
En tierra, las tropas perdían la razón. Sus gritos se mezclaban con risas maníacas mientras el fuego las absorbía, devorándolas, transformándolas en una masa informe de terror.
Las pocas que quedábamos, atrapadas en la realidad de lo irremediable, comenzamos a aceptar lo que ya sabíamos en lo más profundo de nuestro ser: moriríamos aquí, sin lucha, sin gloria, sin cumplir el propósito que nuestras diosas nos habían encomendado. Seríamos meros títeres, objetos con los que esa criatura podría jugar a su antojo, marionetas de su diversión macabra.
Y de repente, un sonido cortó el caos, rompiendo la aceptación a la muerte que había comenzado a arrastrarme. Un estallido, seguido del crujir de cristal roto, y luego el estruendo ensordecedor de cientos de disparos.
Por un momento, casi consideré hacer lo mismo, rendirme, hasta que me di cuenta que había sido yo quien inició el ruido.
"Así que todo terminó", pensé para mí misma mientras cerraba los ojos, entregándome a la inevitable voluntad de esa entidad, sintiendo cómo mi cuerpo y alma se distorsionaban, como si ya no quedara nada de mí. Las lágrimas caían por mi rostro, mezclándose con la distorsión, mientras mi existencia comenzaba a desvanecerse.
Diosas, por favor... Concédanme la m-mue-jajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja.
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