24|El Valor de Preguntar
—"La verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia."
—Sócrates
—Buenos días, alumnos. ¿Cómo han estado? —coloco mi cartera sobre el escritorio y, haciendo sonar mis tacones, camino hacia el frente, juntando las manos con energía.
—Lunes de pesadez —comenta Laura, soltando un suspiro.
Todos asienten, y algunos no se molestan en disimular sus bostezos.
—Ay, yo vengo con todas las ganas de dar clase, y veo que ustedes están con el ánimo por el suelo. Bueno, ¡de pie todos! Vengan, ahora. —Los alumnos se levantan con evidente desgano, arrastrando los pies.
—Hasta eso tengo pereza, maestra Benavides —dice Lorenzo, cruzándose de brazos.
—Habrá lección después del estiramiento...
—¿Qué?
—No puede ser, es muy temprano para esto.
—Usted es una maestra muy mala.
—¿Acaso duda de nuestro conocimiento?
—¡Basta con los comentarios! —interrumpo con una sonrisa paciente, aunque firme, y el aula queda en silencio. Los miro con las cejas alzadas—. Al parecer eso los hizo hablar más —me río al ver sus caras de fastidio—. Está bien, brazos arriba, ¡estiren! Eso, muy bien, Maura.
Poco a poco, los alumnos empiezan a estirarse, algunos con más ganas que otros.
—Ahora toquen la punta de sus pies... Exacto. Exhalen, inhalen... bien. Ahora, levanten su pierna izquierda y presionenla contra su abdomen. Así mismo con la otra. ¿Qué tal se sienten?
—Ay, ni en educación física hago esto, maestra —murmura Alex, con voz de queja.
—Pues deberías, Alex. Ahora muevan la cabeza de un lado al otro, con cuidado. No a lo loco, por favor.
—Sí, Alex, que te la vas a arrancar —comenta alguien al fondo, y la risa se contagia.
—Muy bien, muy bien, ya siéntense. Ahora que ya están un poquito más despiertos, vamos a comenzar.
Camino hasta el pizarrón y escribo en letras grandes: "Introducción a la filosofía: ¿Qué es y para qué sirve?"
—A ver, chicos, ¿se acuerdan de Sócrates? ¿Qué les parece si hoy hablamos un poco más sobre él y su famosa manera de pensar? ¿Alguien recuerda qué hacía Sócrates?
Un par de estudiantes levantan la mano con dudas, mientras otros bajan la mirada, como si intentaran evitar mi atención.
—Tú, Laura, dime.
—Sí, ¡él era el que siempre hacía preguntas, verdad? —responde, encogiéndose de hombros.
—¡Exacto! Sócrates pensaba que, para llegar a la verdad, lo más importante no era dar respuestas, sino saber hacer las preguntas correctas. Y eso es lo que conocemos como el método socrático. ¿Alguien sabe qué es un "método"?
—Es como una manera de hacer las cosas, ¿no? Un proceso. —responde Maura, con un poco más de confianza.
—¡Perfecto! El método socrático es precisamente eso: un proceso, pero en lugar de dar respuestas de inmediato, Sócrates usaba preguntas para ayudar a sus interlocutores a descubrir las respuestas por sí mismos. ¿Qué les parece, chicos? ¿Por qué creen que es importante preguntar?
—Porque si no preguntas, no sabes si la respuesta que tienes es correcta. —responde Alex con obviedad.
—¡Exactamente! Y no solo eso, sino que las preguntas te hacen pensar más profundo. ¿Alguna vez han tenido una conversación donde alguien les hace una pregunta que los deja pensando durante horas? ¿Qué pasa cuando alguien te hace una pregunta de esas?
—¡Te hace cuestionarlo todo! Como que te pones a pensar: "¿Estoy seguro de lo que estoy diciendo?"—dice Roberto, provocando risas.
—¡Claro! Eso es lo que hacía Sócrates. Él quería que las personas pensaran profundamente sobre lo que creían y no simplemente aceptaran algo sin cuestionarlo. Entonces, en filosofía, la pregunta es clave.
Los estudiantes se quedan pensativos, algunos fruncen el ceño, otros sonríen.
—Como cuando te preguntas por qué la vida es tan difícil —dice Lorenzo, en tono de broma, aunque con algo de sinceridad.
—¡Exacto, Lorenzo! Esa es una gran pregunta, y probablemente no hay una respuesta fácil. Pero lo importante es que, al hacértela, te empiezas a cuestionar sobre el sentido de las cosas. Y así, llegamos a la filosofía: hacer preguntas que nos ayuden a entender el mundo.
—¿Entonces, en filosofía, todo es cuestión de hacer preguntas? —indaga Alicia, intrigada.
—En parte, sí. En filosofía, a menudo no tenemos respuestas claras, pero la búsqueda de respuestas comienza con buenas preguntas.
Continúo escribiendo nombres clave en el pizarrón y abro un debate para que los alumnos participen con sus preguntas y reflexiones, poco a poco viendo cómo el ánimo en el aula mejora.
[...]
—¿Hola? —hablé primero al salir del colegio, dirigiéndome hacia mi auto.
—Nora.
—¿Papá? —mi voz tembló, y me detuve en seco.
—Sí, soy yo. Tu hermana me ha contado que te ha visto. ¿Cómo has estado? No sabía si llamarte realmente ni si me ibas a responder.
—No, no te preocupes. Claro que te iba a responder. ¿Cómo conseguiste mi número?
—Tu abuela. Ella me dijo que era buena idea llamarte, que debía volver a saber de ti...
—Lo siento, papá. Lo siento mucho, de verdad.
—No te preocupes, hija mía. Yo sé lo que sufriste. Cada uno miraba hacia su lado, y no supimos valorarnos entre nosotros... ¿Has ido a visitar a tu madre? —me sorprendió la pregunta, y tardé en responder.
—No, aún no lo he hecho.
—¿Qué tal si te acompaño? Así podemos ponernos al día sobre cómo van las cosas en tu vida. Me gustaría saber cómo te va, hija.
—Claro, con gusto.
—Me alegra mucho que al fin pueda verte otra vez. Todos los días pensaba en ti y en cómo pedirte perdón por el daño que te causé.
—Yo también, papá.
Los dos nos quedamos en silencio.
—Te cuelgo, me están llamando. Nos vemos luego. Pásame tu dirección para ir a recogerte.
—Está bien, papá. Nos vemos luego. Chau.
Corté la llamada y fui directo a mi auto para prepararme antes de salir con mi padre.
Un par de horas después, ya estaba lista. Quince minutos más tarde, mi padre me llamó para avisarme que ya estaba abajo, esperándome.
Entré al ascensor nerviosa; iba a verlo después de tantos años.
—¿Estás lista, hija? —preguntó mi padre mientras se detenía frente a la entrada del cementerio.
Asentí con la cabeza, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que estuve cerca de él. Ahora, aquí estábamos, a punto de enfrentar recuerdos que había intentado enterrar junto con el tiempo.
—Nora, si esto es muy difícil para ti, no tenemos que hacerlo ahora. Podemos venir otro día.
—No, papá. Estoy bien. Necesito hacerlo. Necesito despedirme como se debe.
Caminamos en silencio entre las lápidas, con el sonido de las hojas secas crujendo bajo nuestros pies. Mi padre me miraba de reojo de vez en cuando, como si quisiera asegurarse de que no iba a salir corriendo. Yo, por mi parte, mantenía la vista fija al frente, luchando por mantener la compostura.
—Sabes, pensé muchas veces en llamarte —dijo de repente—. Pero siempre me detuve. Tenía miedo de que no quisieras verme.
—Yo también pensé en buscarte —admití—. Pero no sabía cómo empezar. Siete años es mucho tiempo.
—Sí, lo es. Pero estoy aquí ahora, y quiero recuperar el tiempo perdido, si me lo permites.
Llegamos finalmente a la tumba de mi madre. Me quedé quieta, incapaz de dar un paso más. Mi padre puso una mano suave en mi hombro.
—Tómate tu tiempo, hija. Estoy aquí contigo.
Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras me arrodillaba frente a la lápida. Sentía el peso de los años, de las palabras no dichas, de los silencios prolongados. Mi padre se agachó a mi lado, y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola.
—Gracias por estar aquí, papá —susurré.
—Siempre estaré aquí para ti, Nora. Siempre.
Asi nos quedamos varios minutos en silencio, no se sentia incomodo. Porque a veces, el silencio dice más que mil palabras; es el lenguaje del alma cuando las emociones no encuentran voz.
Más tarde, mientras nos dirigíamos a una pequeña cafetería cercana, el ambiente se sintió un poco más ligero. Mi padre abrió la puerta para que entrara, y el aroma a café recién hecho y pasteles horneados me envolvió de inmediato.
—Este lugar siempre me ha gustado —dijo mientras escogía una mesa junto a la ventana—. Solía venir aquí con tu madre cuando estabas muy joven.
Me senté frente a él, removiendo el menú sin realmente leerlo. Aún sentía un leve nerviosismo, pero la calidez del lugar ayudaba a calmarlo.
—¿Qué vas a pedir? —preguntó, mirando su menú.
—Un capuchino, creo. Y tal vez un pastel de zanahoria. ¿Y tú?
—Lo mismo. Aunque ya sabes que siempre he sido más de café negro.
Reímos un poco, un sonido que se sintió extrañamente natural después de tantos años. Cuando llegaron nuestras bebidas, levantó su taza y me miró directamente a los ojos.
—Por un nuevo comienzo —dijo con sinceridad.
Levanté mi taza también, asintiendo.
—Por un nuevo comienzo.
Mientras bebíamos, hablamos de cosas triviales: mi trabajo, cómo estaba mi hermana, recuerdos de la infancia. Poco a poco, las barreras que habíamos construido se desmoronaban, dejando espacio para algo que, con el tiempo, podría parecerse a una reconciliación.
Que bello que padre e hija se estén llevando muy bien, es un buen comienzo.
¿Qué les está pareciendo la historia?
Teorias de que posiblemente suceda en el siguiente capítulo...
Acerca de:
Nora
El padre de Nora
Clara
Owen
Rebeca
Nani
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