La culpa siempre ha sido la más negativa. Soy culpable por muchas cosas, por haber callado, por haber ocultado, por haber decepcionado, por haber sido débil. Sin embargo, la culpa no es la causante del mal, sino el sentirla cuando no existe. Nos cegamos a nosotros mismos con lentes de locura al imaginarla cada vez que todo se repite. La culpamos a ella cuando en realidad nosotros nos atacamos en nuestras más profundas debilidades. Queremos ser de tal manera que nadie se canse de escuchar nuestros pensamientos, que no tengan que preguntar por qué hemos abierto ya nuestro ser. Los malos momentos suelen ser la perfecta excusa para culparla. Nos refugiamos en otras personas cuando deberíamos construir nuestro propio refugio. Nos refugiamos en sueños, recuerdos, pero finalmente solo sirven para aclamar a la culpa que no puede entrar. Nos engañamos encendiendo pequeñas luces en la oscuridad creyendo que la culpa nos ha robado la luz. La luz se esconde, allí está, pero no por voluntad propia, sino por causa de las numerosas ideas que creamos. Inventamos una larga historia y nos empeñamos en llegar al final , cuando la verdad es que el final es el opuesto al que queremos y debe ser. La única culpa que llena de ilusión todo deseo y recuerdo, es la que vive dentro de nosotros. Y siempre tenemos miedo de no ver la verdad para no desmoronarla porque sin ella nos veremos obligados a enfrentarnos y ya no podremos culparla. Ya no podremos crear luz sino serla.