34. Fuego y sombras | Parte 2
Estaba sola en la oscuridad de una noche helada, con los pies desnudos bajo la nieve y la espalda apoyada contra el tronco del ekrenso. Había dejado caer la cabeza contra el árbol y sus ojos cerrados le impedían ver la negrura que la rodeaba; solo percibía la de su interior, inmensa y vacía, desconocida incluso para ella. Se abría a sus sentidos con la certeza de que era la primera vez que se encontraban, de que jamás había caído tan profundo.
Era medianoche, era invierno. Era uno de los momentos del año donde sentía el abrigo de las alas que jamás ganaría, que sus dragones no le permitirían alcanzar. Su época de autocontrol era ahora el momento de su decadencia.
Separó los labios y permitió que el aire frío ingresara a su boca. Su voz entrecortada abrazó la penumbra.
—En nombre de los alkyren que dejaste caer en la maldición giakyren, te invoco.
Había decidido hablarle por fin. Los mensajes de su alité eran confusos y errantes. Las palabras de un dragón atrapado en el Sivoja no eran más que sonidos irreconocibles en sus oídos.
—En nombre del vínculo que quebraste con tu partida, te llamo.
Estaba sola en la oscuridad de una noche helada, en una casa vacía, en una familia rota. Y un dragón la había arrebatado de Asakem, el hogar con el que soñaba cada noche.
Senna lo había perdido todo.
—En nombre de la responsabilidad que depositaste en mi alité, te busco. Háblame, Vanihèn 'ei Anukig, señor de lo maldito y lo marchito, y responde.
Una grieta nació en su esternón y resplandeció de un azul tan brillante que le anudó las palabras en la garganta. Vanihèn vivía en ella, la reconocía digna de llevar su fuego. Sin razón aparente, sin merecerlo. La había escogido en un momento de debilidad y ella había respondido como el nombre de su especie le ordenaba hacerlo. La llama de Anukig nació de ella y alumbró el ekrenso. El fuego y la luz eran perfectos en su divinidad. Tan glorioso que Senna no pudo detener las lágrimas al verlo. Sus ojos brillaban en el más gélido azul.
«Vamos», susurró una voz en su cabeza.
Senna se incorporó. La llama regresó a su sitio dentro de su pecho, pero su calidez le indicaba que no se había marchado. El dragón estaba ahí. Su dragón. El que la había elegido y le susurraba desde las sombras de sus pensamientos.
Salió de su casa. Sara aún no regresaba de la cena a la que Johanna y Ruuben la habían invitado y a nadie pareció importarle que Senna declinara la invitación. Janna no insistió en ofrecerle su compañía. Estaba sola con su fuego como siempre debió haber sido. Toda persona que se acercara a ella podía quemarse.
Transitó en silencio las calles de Lauttasaari, con su akmieele latiendo al ritmo de sus pasos como si Vanihèn guiara su cuerpo entero. Se había sincronizado con él. Su alité era el aliento del dragón que la había abrigado con sus alas la noche de su conversión y en su mirada surgía el brillo del tesoro oculto bajo las montañas de Anukig. El primer acercamiento a la condena de su gente.
A lo lejos veía el puente que conectaba su isla con el continente, pero sus pies no se detenían. Oyó su nombre a lo lejos, en labios tan malditos como los suyos. Continuó su camino. Sus movimientos no le pertenecían. ¿No era mejor así, sin tener que tomar las decisiones que desmoronarían el mundo a su alrededor? Había perdido a su hermano a causa de un roce. Que ella no controlara su cuerpo era el mejor regalo que Vanihèn podía darle.
—¡Senna!
La voz seguía detrás de ella, lejana y urgente. Senna caminó por el borde del puente con el equilibrio de quien tiene a un dios guiando su andar.
—Háblame, Vanihèn 'ei Anukig.
Su cuerpo oscilaba con el viento. Era vulnerable en una noche helada, pero con un dragón en el pecho y las luces de la ciudad a su alrededor. Extendió un pie hacia delante, con un latido constante en sus oídos que la distraía del sonido del agua bajo el puente. La negrura lo cubría todo. El frío, penetrante hasta la médula, también.
«Te hablaré si me escuchas».
El pie permaneció estático en el aire. A pocos metros de Senna, él también se detuvo.
«Te guiaré si me sigues».
No.
No le permitiría el control de su destino.
Despertó del trance. Su cuerpo no le pertenecía, no era ella quien decidía cuándo o cómo respirar. Sus ojos reflejaron su miedo más profundo, que se anclaba a cada parte de su ser, y pidieron ayuda.
Había perdido el control sobre sí misma. Vanihèn lo había tomado.
«Hazlo tú misma. Búscame».
Perdió el equilibrio sobre el borde del puente. El dragón se había marchado, o quizá nunca había estado allí. Senna se acuclilló para descender su centro de gravedad; necesitaba recuperar el aliento antes de pisar tierra firme. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo había atraído la atención de algunos transeúntes. Podía imaginar que ya habían llamado a la policía. Apoyó sus manos con firmeza y dejó caer uno de sus pies hacia atrás, a la seguridad de la zona peatonal. Fue entonces cuando lo vio.
Vanihèn le había pedido que lo buscara, pero Senna no conocía ningún camino al Sivoja que ella misma pudiera recorrer sin acabar perdida como Perttu. No tenía un motivo para cruzar, tampoco para regresar. Sin un algam que la guiara, por primera vez notaba el peso de su abandono. Pero allí estaba, llamándola desde la profundidad del mar. Brillaba como si temiera mostrarse, pero si la joven entrecerraba los ojos, distinguía el hilo azul que esperaba por ella.
Saltó. El agua helada le quemó la piel y el grito dentro de su mente le impidió oír todo lo que ocurría a su alrededor. Su akmieele estaba en alerta, su lado elekiená bramaba en su intento por protegerla con una delgada capa de fuego que se consumía al nacer.
Estaba sola con su fuego, sola en la oscuridad. El hilo azul se alejaba y el mar rechazaba su cuerpo, llevándolo a la superficie cada vez que se sumergía. El frío la volvía precisa, pero en aquel momento entorpecía su akmieele y el calor la abandonaba. No podía entibiar el agua, tampoco nadar hacia la costa. El fuego que podía crear su parte elekiená conseguía que el contacto con el agua fuera tortuoso.
Cuando fue capaz de prestar atención a los sonidos, supo que los sollozos que gritaban en la penumbra eran suyos. Quería arrancarse la piel, quitarse las capas de tejido elekiená que el nudo le había dado. Quería la hipotermia de un humano normal, que al menos podría nadar para salir del peligro. Allí, con el mar atacando cada una de sus naturalezas, solo podía dejarse vencer mientras pensaba que todo moría con un roce. Su hermano, ella misma. Bastaba una caricia de agua helada para que Senna dejara de existir.
Hasta que el frío comenzó a ceder.
El fuego rojizo llegó hasta su mejilla y el contacto la llenó de calidez. Los brazos de Kilian la rodearon con firmeza y su fuego elekiená bastó para cubrirlos a ambos. Él temblaba. En su rostro Senna podía ver el dolor.
—Para. No... No tienes que hacerlo.
Él no respondió. Tenía la mandíbula rígida y los ojos cristalizados. Sus rostros estaban tan cerca que si Senna giraba la cabeza para mirarlo, sus labios le rozarían el mentón. A tan corta distancia podía sentir su dolor como si le perteneciera. Intentó ayudarlo y ser parte del fuego que los abrigaba, pero el tormento pesó más que su voluntad.
Oyó un último pedido antes de caer en la inconsciencia.
«Búscame para que te encuentres».
El susurro de Vanihèn se perdió entre el fuego de Kilian y las sombras de sus temores, que oscilaban a la par sobre el agua. Ni la luz de las llamas ni sus miedos más profundos escapaban a la sentencia de aquella noche de invierno. Su día se redujo a ese momento. Su vida culminaba allí.
El mundo de Senna se había convertido en un instante y en el instante solo veía fuego y sombras mientras sus ojos se cerraban. Y las manos de Kilian firmes contra sus brazos, temblando de frío y de dolor.
Temblando por salvarla.
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