17. Las mentiras que recordaron | Parte 1
Iveski no era capaz de explicar con certeza a qué había accedido al aceptar unirse a la causa secreta de Kaurin. Su alkap no había descubierto el misterio del colgante aún, pero le había asegurado que su historia iba más allá de lo que él, ella o el mismo Irmeeik podían comprender. Conocía lo suficiente a la mujer para saber que había percibido un hilo del destino que la conectaba al objeto y nada podrían hacer para apartar de su mente la misión que se había tornado personal. Su causa era el conocimiento y, según lo que Iveski creía, nada era tan inofensivo como el ansia de saber, por lo que había pasado las últimas horas oyendo con atención las indicaciones que su alkap había trazado para él.
Se había marchado cuando el murmullo dentro de las paredes marcó el mediodía y había prometido regresar después del atardecer. Kaurin no le hizo preguntas, tampoco parecía dispuesta a hacérselas luego. Su actitud hacia lo que hacía él en sus momentos libres sufrió un cambio drástico ahora que se había comprometido con su causa.
Iveski demoró casi media hora alimentándose. Las miradas de sus compañeros no dejaban de posarse sobre él, incluso cuando intentaba esquivarlas y esconder sus manos temblorosas para evitar que delataran su ansiedad. Por momentos creía que ellos estaban en lo cierto y que él jamás sería un buen sucesor, que no tenía la capacidad de dirigir como Irmeeik, no poseía la convicción de Kaurin. Podía nombrar al menos tres elekiená de su edad que contaban con el carisma y la determinación de un líder, y también con la amabilidad suficiente para no demostrarle que eran mejores que él.
Alguien tomó asiento a su lado. El banco de madera se arrastró sobre el suelo hasta que la chica que se había acercado quedó pegada a él.
—Todos saben sobre la pelea de hoy —susurró Ralitsa.
—Contaba con eso —le respondió.
La joven emitió un quejido exagerado, aunque sin elevar su tono.
—¿No crees que es mejor no llamar la atención de esa forma?
—Si no protejo su nombre, ¿quién lo hará? Además, es mi deber mantener limpio el nombre de mi alkap.
Ralitsa colocó su mano sobre la de él, tapando el ligero temblor que la dominaba.
—¿Has hablado con ella sobre esto? ¿Le has mencionado que no puedes dormir por la ansiedad?
Iveski retiró su mano y la escondió debajo del tablón que conformaba la mesa. No permitiría que lo asociaran con Ralitsa si podía evitarlo.
—Una mala época de sueño es normal en cualquiera.
—Una mala época, pero no una mala vida. Tienes un problema y todos lo vemos, salvo tú. Y puede que se deba a que te conozco mejor que los demás, pero estoy segura de que tus asuntos sin resolver te están carcomiendo.
—No tengo asuntos que resolver —mintió—. Y debo encontrarme con tu hermano, así que disculpa...
—Tienes todo que resolver —lo contrarió, elevando la voz. Algunos rostros cercanos se giraron hacia ellos—. El asunto de tu familia te afecta más de lo que crees —continuó ella, susurrando—. Todos nosotros regresamos a nuestros salones familiares, conversamos con una madre, bromeamos con un padre, muchos incluso molestamos a un hermano. Tú regresas a tu habitación solitaria y te enfrentas con el vacío después de asegurarte de que tu alkap está satisfecha contigo, de que el alkat aprueba tu desempeño. A los demás no nos importa lo que el alkat piense de nosotros, porque de una manera u otra, siempre tenemos un futuro con los nuestros. ¿Cómo puedes decir que no tienes nada que resolver si tu día a día se reduce a cumplir las expectativas que los líderes tienen sobre ti?
Deseaba que Ralitsa no hubiera escogido ese momento para obligarlo a actuar, con tantos curiosos aproximándose con disimulo para oír mejor. También deseaba que no lo hubiera hecho cuando él había aceptado acompañar a Kaurin en su cruzada personal, con lo que se agregaba responsabilidades que cumplir, razones para no decepcionarla, peso sobre los hombros. Cada acción acababa por convertirse en una piedra que sostenía sobre la espalda y trataba de equilibrar con las demás.
—Porque los líderes son mi familia, Ralitsa. Mi alkap es lo más parecido que tuve a una madre y mi figura de autoridad más próxima es el alkat, por más que para gran parte del clan él sea inalcanzable. Y no elegiría haber crecido de otra manera si eso implicara no aprender lo que aprendí y no ser quien soy ahora.
—No olvides que mi madre quiso adoptarte y tu alkap te negó la oportunidad. Dependió de ella que no crecieras de otra forma.
La joven se puso de pie. Apoyó una mano sobre el hombro de Iveski y se inclinó para susurrarle al oído su última respuesta. El contacto cálido de su piel sobre la tela de su capa hizo que percibiera un ligero aroma a quemado; Ralitsa era joven aún, no alcanzaba los diecisiete años, y su temperamento había causado que no supiera controlar su poder. No se parecía en nada a Tiunda.
—Eres lo mismo hoy que hace diez años, Iveski: un niño asustado que no sabía a quién llamar en las noches de insomnio.
Se alejó con pasos rápidos, ligeros, dejándolo solo frente a la tabla a medio vaciar.
Cuando él levantó la vista, notó que nadie a su alrededor fingía; todos lo miraban sin disimulo, pendientes de su próximo movimiento. Algunos sentirían empatía, pero la causa común que movilizaba a la mayoría era la curiosidad, el estar frente al punto débil del próximo líder.
Iveski esperó durante un minuto eterno, se incorporó despacio y llevó las sobras al tablón de servicio. Regresó sobre sus pasos y caminó hasta la zona de entrenamiento en la cual Tiunda lo había abordado. Siempre que acordaban encontrarse, el punto de encuentro era aquel donde se había propuesto la reunión.
Su amigo ya estaba allí, sentado sobre un tronco caído. Lo contemplaba con una sonrisa que no era capaz de esconder la pena que sentía por él.
—Soy la última persona del mundo que esperarías que te comprenda, pero lo hago. No te diré esta vez que dejes de enfrentar a los demás por ella.
—No lo harás porque la última vez te expliqué por qué no tenía más remedio que defender su nombre. Y parece que Ralitsa acabó por comprenderlo también, porque acaba de darme un sermón sobre mi incapacidad emocional.
Tiunda se rascó la nuca y desvió la mirada. Era evidente que había conversado con su hermana menor sobre él y que no había omitido información sobre sus pesadillas.
—Oyó algunas cosas —se justificó—, me preguntó por otras. Era decir la verdad o que estás demente. Ninguna de las dos es buena para un líder, pero la primera, al menos, genera empatía.
Iveski se sentó a su lado. Continuaba con hambre, no había acabado su almuerzo y su último bocado antes de eso había tenido lugar en el desayuno, antes de entrenar.
—Olvídalo. Hace bastante asumí que hablar con uno de ustedes es hablar con los dos. ¿Por qué estamos aquí?
—Mi madre cumplió turno anoche y los vio llegar. Pensé que querrías saber lo que nos contó hoy por la mañana.
La mujer era parte de la seguridad de la isla, por lo que la familia estaba al tanto del kimiá que ocultaban en los túneles.
—Kaurin me habló del estado en el que regresaron y me mostró el parte oficial de los sanadores y secretarios.
—Mamá fue entrevistada en el instante en que llegó con el cuerpo del que había muerto, pero esta mañana nos habló de cosas que no había dicho en el interrogatorio porque no las recordaba. Me pidió que te hiciera llegar esto. No quiere volver a pasar por la presión de anoche, pero confía en que tú no la someterás a situaciones extremas para comprobar si miente.
Iveski sintió que una fina capa de sudor frío le adhería la camisa a la espalda. No había contado con que pudiera haber algo más.
—Confío en ella, Tiunda. Dime lo que vio.
Su amigo lanzó una mirada rápida a los árboles que se aglomeraban a sus espaldas y lo invitó a acompañarlo en un envío. Si se movían, sería más difícil que alguien oyera lo que conversaban. Iveski accedió.
El cargo de mensajero que portaba Tiunda le daba la posibilidad de salir de la isla sin más restricciones que el debido aviso cada vez que cruzaba la frontera. Iveski contaba con el beneficio de ser conocido por cada guardia, por lo que sabía que Kaurin acabaría por enterarse de su salida, pero tenía un motivo válido. Sin embargo, cuando alcanzaron el límite, Tiunda se detuvo.
—No, no puedo marcar una salida hoy —dijo de repente—. Es un mensaje extraoficial, Irmeeik no estará feliz si ve que quedó registrado.
—¿Qué mensaje extraoficial te dio Irmeeik? —quiso saber, desconfiado.
—Quiere que uno de sus informantes lo vea. Pero tiene esa manía de mantener informantes externos y guardias sin contacto, así que los mensajes a informantes no deben ser registrados por guardias. —Cuando notó que Iveski inclinaba su cabeza y se disponía a hacerle una pregunta más, lo cortó—. No sé por qué, pregúntale a Kaurin si te interesa. Mi tarea es entregar los mensajes, no cuestionar. Ven, salgamos por aquí.
Iveski lo siguió, con las dudas apilándose en su mente, y supo que se dirigían a la costa cuando notó que el oleaje que oía se alineaba con los latidos de su corazón. Tiunda lo guio hacia un saliente y apoyó su espalda sobre una roca. Iveski lo imitó.
—Uno ya estaba muerto cuando llegaron. El siguiente en morir balbuceaba, apenas comprendían lo que decía. Mi madre fue quien lo llevó con los sanadores y fue la única que oyó todo.
—¿Qué oyó?
—Era un elekienánama, como tú. El que tenía el rol más pasivo, por ende, el que lo vio todo. Mencionaba frases inconexas, pero no dejaba de repetir que había «absorbido el fuego» y que la envolvía «la sombra de unas alas inmensas», que por momentos mencionaba como «alas de un dragón». En ese momento, mi madre creyó que deliraba sobre el castigo que temía recibir si moría. Ya sabes, que nuestro creador le quite sus facultades, lo calcine por no haber cumplido sus propósitos en vida. Los miedos del que ensució su conciencia. Pero hoy me dijo que no estaba segura de que fuera inseguridad por su futuro. Mamá recordó con más nitidez que el hombre hablaba en pasado y cree que algo está mal con lo que hacemos. Como si un ser supremo no aprobara el asunto del kimiá. Intenté recordarle que es nuestra única garantía de protección, que lo hacemos porque el clan está amenazado, pero insistió en que te hiciera llegar el mensaje. Dijo que solo estaría tranquila si tú lo sabías.
Iveski temía que, si demostraba no tener ninguna pista sobre lo que podían significar las palabras del elekienánama, Tiunda pensara que no era la persona adecuada para depositar los secretos que llegaran a él. Estaba en el momento justo para crear un aliado en su amigo, para demostrar que podía liderar algún día. Al menos, para demostrárselo a quien nunca había dudado de él, lo que sabía a poco.
—Dile que puede estar tranquila. Buscaré los testimonios de los dos emisarios que alcanzaron a dar uno y hablaré con... —Se detuvo al ver que Tiunda negaba con lentitud.
—No queda ninguno con vida. Los testimonios son lo único que te queda.
—Iré por ellos entonces —resolvió sin dudar. Su amigo sonrió, complacido—. Vamos a dejar tu mensaje —lo animó.
Tiunda señaló la costa, que se mantenía en calma.
—¿Ves cómo hay una línea que parece limitar el movimiento del agua como si fuera una pared? Es un puente hasta la próxima costa. Nunca me atreví a preguntar quién lo hizo ni cómo se mantiene, pero es el pasaje que algunos pocos estamos habilitados a usar. Si decides acompañarme, tendrás que guardar el secreto y no perderme de vista. Las salidas laterales son engañosas.
—¿Salidas hacia dónde?
—No lo sé, jamás me desvié por una. Pueden costarme privilegios y hasta el futuro. Ven, sígueme.
Caminaron hasta la orilla, donde el agua fría les mojaba las botas y parte de la túnica. Avanzaron hacia la línea divisoria y Tiunda unió las palmas de sus manos, apuntando con sus dedos hacia el puente. Atravesó el aire con sus brazos antes de incorporar su torso. Sus pies, que habían permanecido pegados al límite invisible, fueron los últimos en cruzar. Iveski imitó sus movimientos con inseguridad, pero se encontró al otro lado, junto a su amigo, caminando sobre un suelo invisible que se hundía en el lago. A sus costados se dibujaban las siluetas de puertas de diferentes tamaños, todas ellas abiertas, que originaban túneles cuyo fin se perdía en la distancia.
Tiunda emprendió la marcha.
—¿Cómo sabes cuál entrada debes tomar? —le preguntó en un susurro mientras se adelantaba para caminar a su lado.
—Está marcada en el mensaje. Algunas entradas cambian su ubicación con el tiempo y es difícil reconocer cada una, pero el mensaje te dice cómo ir y cómo regresar. Por lo que sé, algunas de estas puertas no llevan a ningún sitio real, otras llevan a otras zonas de la isla, algunas ni siquiera tienen un final. Parece un túnel, pero es un laberinto.
Luego de aquella declaración, se mantuvieron en silencio. Los pasos mudos mantenían el ritmo que Tiunda marcaba y ninguno pareció dudar hasta que un aroma penetrante los envolvió. Iveski frenó en seco.
—Kaurin usa algunos de los pasillos que no llevan a ningún sitio. Cuando me mostró este lugar, mencionó que los usaba para cultivar lo que no crecía en la isla. Ese olor a arlandio debe ser uno de sus jardines. —Tiunda se detuvo y giró en su dirección—. ¿Qué ocurre?
—A veces no entiendo por qué el grueso de los elekienáhaja del clan no aprovecha sus facultades con la botánica y las pociones, pero después recuerdo que tú podrías mascar veneno sin darte cuenta y comienzo a comprender por qué necesitamos un kimiá, si los nuestros no alcanzan la talla.
—Habla el elekienánama que no es capaz de ver el futuro ni de usar cualquiera de las facilidades de su condición —contraatacó.
—Lo que quiero decir es que reconoces el aroma a arlandio como si lo olieras cada día y ni siquiera te preguntas por qué es tan fuerte, si la cantidad máxima es de apenas una uña. Sin contar que crece en regiones frías y estaría bien en la isla.
—Pero puede ser tóxica, es mejor cultivarla lejos de la población.
—¿Por qué cultivarla, en primer lugar?
Tiunda no se equivocaba al decir que él, ser creado a partir de las seldámine, no era capaz de leer el futuro, sin embargo, tampoco podía explicarle la urgencia que sentía, el llamado del peligro que le indicaba que iba a acercarse, que debía estar listo. El fino hilo de una premonición tiraba de él y no era capaz de poner en palabras los motivos que lo llevaban a caminar hacia el túnel desde el cual provenía aquel aroma.
Su amigo intentó detenerlo. Con palabras primero, con sus manos después. Intentó recordarle que no podían desviarse, que él mismo era incapaz de ubicarse en ese laberinto, pero fue en vano; Iveski llevaba metros de ventaja.
El suelo que pisaban estaba algunos centímetros por debajo de la línea del lago y a los costados veían cómo el agua rompía contra la pared apenas visible que los aislaba del viento. Iveski sentía que podía detenerse y observar que era capaz de estimular su poder en aquel túnel mejor de lo que lo hacía en el suelo de la isla, rodeado de las expectativas de sus pares. Allí podía sentir. La prisa que agilizaba sus pasos se distraía con los llamados de Tiunda, con el aroma a arlandio, con el aire húmedo del corredor. El camino se torcía de manera sutil hacia la izquierda y reveló una entrada que nadie habría podido ver desde el comienzo del túnel. Y al otro lado de aquella puerta abierta se extendía un campo.
—No deberíamos estar aquí —jadeó Tiunda, quien por fin había conseguido tomar ventaja de la quietud de Iveski.
—¿Qué es este lugar?
—No lo sé, tampoco parece que debamos saberlo. Escúchame bien. —Tiunda tomó a su amigo por los hombros y lo obligó a mirarlo—. Si quieres liderar algún día, debes entender que hay secretos que deben guardarse a cualquier precio. Espero que en el futuro confíes en mí y sea tu mensajero más fiel, y demostrarte que respeto los secretos de los líderes es lo único que puedo hacer hoy desde mi posición para que veas que conozco las prioridades y que velo por lo que es mejor para el clan.
—Si algún día serás mi mensajero más fiel, espero que no me ocultes nada creyendo que actúas por mi bienestar y por el del clan. Lo que espero de ti es que seas el mensajero que nadie creería que me pone al tanto de los pormenores, pero que, aun así, es el primero, si no el único, en hacerlo.
Tiunda apartó las manos de él, cabizbajo.
—Es difícil tener una formación cuando viviré una transición entre líderes y cada uno espera algo diferente. No quiero incumplir órdenes, pero no te detendré si decides continuar. Es el único punto medio.
Iveski avanzó en dirección a la planicie. Asintió en dirección a su amigo una única vez antes de adentrarse en el terreno.
Frente a sus ojos solo veía inmensidad. Oía el rumor del lago cerca de él, en alguna dirección que no era capaz de especificar, pero creía que estaba cercado; su pulso mantenía el ritmo del oleaje y le sugería el sentido. Rodeó la entrada por la cual había ingresado a la isla y no supo qué había notado primero, si las construcciones con números sobre los marcos de las puertas, la falta de puertas, el brillo plateado en los ojos de la gente que por allí se paseaba o la silueta de Kaurin hablando con una joven a escondidas de los demás habitantes.
Iveski se escondió detrás de un montículo de tierra que le llegaba a la altura de la cintura. Se concentró en su alkap, en sus expresiones. Podía ver que su interlocutora llevaba un niño en sus brazos y lucía en la sien un corte profundo que no parecía producirle molestia alguna. Kaurin tomó al pequeño y le entregó a la mujer un frasco diminuto de color morado. Iveski lamentó no haber nacido elekienáhaja y poder camuflarse en el aire para oír lo que hablaban. El rostro de Kaurin transmitía seguridad y confianza, en consonancia con el temor que mostraba la joven al destapar el frasco y oler su contenido. Asintió al percatarse, pero Iveski no necesitó que se lo confirmaran; sabía que el contenido era el mismo cuya creación él había atestiguado por la mañana. Se la veía agradecida, y Kaurin esperó a que sus rodillas se encontraran en el suelo antes de dejar al niño a su lado. Iveski percibió que comenzaba a desvanecerse y decidió correr en dirección a la salida.
Tiunda esperaba por él, paciente.
—¿Estás satisfecho ahora? —le preguntó.
Iveski negó con pesadez.
—Plantaciones pequeñas rodeadas por cultivos de urlintio para expandir el aroma. Esa entrada es un desperdicio —mintió—. Salgamos rápido de aquí.
Su amigo lo guio hasta el corredor principal y ante ellos se desplegaba un ramo de caminos que en nada se parecía al que los había llevado hasta allí.
—A esto me refería cuando decía que acabaríamos perdidos —explicó Tiunda—. La forma de los pasillos cambia cada vez que se toma una decisión.
Iveski le sonrió y señaló una salida.
—¿Cómo puedes estar seguro? Si no es la vía para cruzar...
—Vi el agua, Tiunda. Mientras tú mantenías la vista al frente, yo miraba el lago.
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