13. Los nudos que conectan | Parte 2
Se había alejado algunos pasos para disminuir el efecto de la presencia de sus amigas en su mente. Mantenía sus reservas con respecto a cómo podía lograr una representación decente de su alité estando lejos de los dos únicos espacios en los que había conseguido las mejores visuales: el cuarto de alineación de Ensio y su propio hogar, con el ekrenso como testigo de su secreto.
Cerró los ojos. Podía oler la tierra seca, apenas húmeda, y el aroma a especias. Si sobre una mesa se hubieran derramado todos los condimentos de la cocina de un hogar cualquiera, no habría percibido tanta variedad, tanta conexión. Su olfato la llevaba a hierbas que podía identificar en esa marea fragante y a otras tantas con las que jamás había tenido contacto. Percibía la humedad, su efecto en la tierra, en las paredes. Su propia naturaleza no terrestre. La habitación tras el sótano olía a Alkaham y Senna fue incapaz de limitar la delgada capa de lágrimas que cubría ojos. Se recordó que ya no era su continente porque así lo había decidido, pero no podía evitar que una voz en su mente gritara que así debía sentirse estar en casa, que ese era olor a hogar. Su verdadero hogar.
Negó con brusquedad. Su cabello, fino y largo hasta el codo, se agitó a pesar de que la humedad lo volvía pesado y lento. Abrió los ojos. Las siluetas de sus amigas se perdían en la penumbra.
Colocó sus manos frente a su pecho, con las palmas contra su blusa. Había tenido la idea de quitarse el abrigo antes de bajar al sótano por si necesitaba alivianar su peso y tener más libertad de movimientos. Inspiró profundo una vez. El hogar de sus antepasados no era el suyo. Dejó que el aire la abandonara con lentitud. Pero Vanihèn le impedía marcharse. Si su destino no podía alejarse de Alkaham, el único dragón al que se dirigiría de ahora en adelante sería aquel que no le había dado la espalda.
—Por el sonido de los pasos que guiaron cada partida de los legítimos herederos de Alkaham, llamo a aquel en cuyo nombre se advierte la primera condena alkyren, otorgada y sellada entre hermanos. —Los giakyren, heridos en su mortalidad, habían dado la orden—. Por el aroma del sudor de quien está próximo a la muerte, de los refugiados y rehenes, convoco a la identidad de la que no se habla, la que fue destinada a la desgracia y al olvido. —Pero ella no sería capaz de olvidar al dragón. No mientras continuara en su frecuencia ni mientras aquel sitio le recordara tanto a su tierra—. Por el dolor de las madres cuyos protectores perecieron antes de nacer y por los padres cuyas fuerzas se vieron reducidas, abro el camino para Vanihèn, comandante de las tropas de Anukig, soberano de los alkyren malditos, y le hago entrega de mi alité como muestra de respeto y lealtad. Que mi fuego brille en Anukig, donde pertenece, y se manifieste claro y cegador ante mí. Que Vanihèn, por las familias caídas, no le permita esconderse. Que se exponga el legado de cada alkyren 'ei Anukig en su nombre, de cada niño que no sobrevivió, de cada alité perdido. —Abrió los ojos. Entre su torso y sus palmas comenzaba a formarse un ligero resplandor que vibraba tenue contra su piel—. Que el fuego emerja.
Le resultaba extraño ahora, mientras continuaba reprimiendo las lágrimas, que jamás hubiera pensado en los alkyren de Anukig más allá de oír algunas anécdotas de Ensio. Su padre, a pesar de haber descendido de cazadores, no compartía el pensamiento de acabar con la deshonra que representaban los protectores a cargo de Vanihèn y a menudo mencionaba que personas inocentes habían muerto siglos después de la condena original. Personas que solo cargaban con la sangre de antecesores que habían cometido un error. Pero ahora, en la penumbra de un escondite kimiá, veía con claridad el dolor, sentía la pérdida. Vanihèn había sufrido. Cada alkyren en Anukig había sufrido. Su existencia, desde el momento en el que su llama la ubicó en otro territorio, estaría también marcada por la angustia.
Las lenguas de fuego se manifestaron en sus manos, vivas y ágiles como nunca antes las había visto. Azules, tan azules que dañaban cada esperanza que pudiera haber albergado. Extendió sus brazos sobre su cabeza y las llamas le mostraron los rostros de sus amigas, desencajados por la sorpresa y pasmados de admiración. Formó un círculo a su alrededor con sus manos, trazando un halo de luz, mientras se prohibía olvidar el sentimiento que había generado la fuerza de su expresión. Si su conexión con Vanihèn debía sostenerse de la compasión que nadie asociaba a su nombre, así sería.
—Este es el momento en el que buscan otra fuente de luz —indicó.
Su voz quebrada sugería que el acto le resultaba doloroso en sí, cuando era la pena acumulada en su alité la causante de su temblor al hablar.
Vio cómo sus amigas se apresuraban en inspeccionar las paredes mientras ella las seguía, internándose más y más en una escalera en espiral que parecía llevarlas al corazón del infierno. Tanja rozaba las paredes húmedas de piedra con la yema de sus dedos mientras que Emma se mantenía cerca de un pasamanos de metal al otro lado, atenta a lo que podía atisbar. El descenso fue breve, pero la lentitud de sus pasos hizo que lo sintieran eterno. Al llegar al final, Tanja dio con una cuerda. Tiró de ella sin dudarlo y todas las luces se encendieron a la vez. Senna juntó sus manos, disolviendo la manifestación de su alité. Ninguna habló durante varios minutos.
El espacio era inmenso. Tanja no se había equivocado en que había una mesa, solo que no había deducido las dimensiones. Se extendía de una punta a la otra de aquel complejo, casi dividiéndolo en dos, y estaba repleta de papeles amarillentos, de frascos a medio llenar, de hierbas envasadas. Había una pila de crisoles en un extremo, junto con tubos vacíos que se mantenían organizados en hileras, y era posible que hubieran estado limpios antes de que Jaakko dejara de aparecer por allí. Hacia el centro de la mesa aparecían tres artilugios de procedencia casera y entre las hojas a su alrededor se podía apreciar que había planos de uno de ellos. No fueron capaces de contar la cantidad de morteros de porcelana, de madera y de piedra que se encontraban dispersos aquí y allá, de diversos tamaños y con ornamentos distinguidos. En el centro mismo de la mesa había un libro abierto, apoyado sobre un atril bajo, y un taco de notas sobre el que había quedado una pluma olvidada. Hacia el extremo opuesto la superficie mostraba una concavidad de lo que parecía ser un metro de diámetro y contenía un líquido incoloro que se mantenía en calma, imperturbable.
A escasa distancia de la mesa había una biblioteca que cubría la pared casi en su totalidad, delimitada por dos escaleras de madera que llegaban a los estantes superiores, a unos tres metros del suelo. El espacio entre la mesa y la pared opuesta era más amplio, y parecía evidente que Jaakko pasaba la mayor parte de su tiempo de aquel lado. La pared contenía estanterías organizadas con una meticulosidad que no se apreciaba en el resto del salón. Los frascos vacíos estaban a la derecha, seguidos por aquellos que contenían muestras de hierbas que Senna no pudo identificar en su totalidad y luego por contenido triturado de diferentes tonos. A medida que sus ojos avanzaban hacia la derecha, podían contemplar versiones más avanzadas de lo que fuera que Jaakko buscaba crear. La pared contra la que se ubicaba la escalera por la que habían descendido —y, ahora que podían ver la altura real, parecía que se habían demorado en vano— mostraba protuberancias en las cuales se habían plantado especies que ahora extendían sus ramas hacia el suelo, como si no hubieran recibido el cuidado necesario durante meses. La última pared, opuesta a la de cultivos, se mantenía vacía.
No era tan inmenso el espacio como la verdad que se había revelado ante sus ojos.
—Jaakko Virtanen, valokimiá de Aesik —musitó Senna, destrozando el silencio. Tanja venció la fuerza que la mantenía absorta para posar sus ojos en su amiga—. Es la identidad de tu padre. En Aesik se formaron las grandes colonias de kimiá y los valokimiá se originaron allí, en el sureste de Alkaham, en tierras de Kyrhoinën.
—¿Cómo se supone que esto me servirá para encontrarlo? —preguntó, sin detenerse en el asombro que le producía haber descubierto el secreto.
Emma, que se había acercado a la mesa, las llamó con un sonido bajo.
—Miren esto —les indicó, señalando una bandeja que contenía cinco frascos con fechas escritas de manera que todas pudieron leerlas—. Todas marcan el día después de que desapareció. —Señaló que cada envase mostraba también una palabra escrita en aniah—. No sé qué significa esto, pero había un plazo para esto y se terminó hace un año.
—Parecen nombres —resolvió Senna, acercándose a la mesa—. Minz, Rottan, Sotjal... Son nombres. Puede haber sido una entrega que debía despachar antes de... —Se detuvo a media frase. Sus amigas también habían arribado a la misma conclusión.
—Él esperaba estar aquí al día siguiente —expresó Emma—. No fue su voluntad desaparecer.
Tanja se apoyó en la mesa. Sus ojos seguían las vetas de la madera como si fueran un código que pretendiera revelarle qué había ocurrido, qué hacía ella allí. Por qué su padre había insistido en guiarla hasta ese lugar.
—No entiendo... —confesó—. No tengo más respuestas de las que tenía antes de que empezara la semana, solo más dudas. Más miedo.
Emma se acercó a ella y apoyó una mano en su espalda. Fue la primera en reconfortarla.
—No lo pongas de esa manera. Tienes más respuestas que, a su vez, generan más preguntas, pero estás más cerca de saber qué ocurrió con él y cómo ayudarlo.
—Ni siquiera sé qué espera que haga. No sé nada de su pasado, de si tengo algo que me haga parecer a él, a lo que él es. No sé si se supone que debería haber aprendido algo que jamás aprendí. No sé qué espera.
Senna no pudo ignorar que había fijado su mirada en ella al acabar. Ella, que no tenía las respuestas absolutas y que había guiado ese camino basándose en conjeturas por las que no habría arriesgado su vida si no hubiera estado en juego la de sus amigas.
—Puede que espere que termines su trabajo —sugirió—. ¿No es lo que los padres esperan de sus hijos? Que completen lo que ellos no hicieron, que sean todo lo que ellos no pudieron ser. —Señaló la bandeja—. Si iba a ver a esas personas, puedes encontrar parte de la historia de Jaakko hablando con esa gente. Puedes saber mejor qué hacía y quiénes podrían dañarlo.
—¿Qué hace un kimiá? —preguntó Emma de repente—. O un valokimiá, dado el caso.
Curaban con la frecuencia con la que mataban. Cazaban nirtoati para asegurar sus preparados y se ganaban con salud la lealtad de los demás clanes. Si se daban las condiciones, podían acabar con un alkyren. Una de las historias que Perttu le contaba antes de dormir trataba de un alkyren que había caído en una trampa kimiá y su alité acababa por consumirse mientras su captor proclamaba furibundo al cielo porque no podía utilizar la energía con la que se había hecho.
Pero no podía revelarle esa faceta a Tanja. No cuando era parte de una realidad que había quedado en las leyendas de Alkaham.
—Pueden utilizar, manipular la energía contenida en la flora y fauna de Alkaham —respondió en su lugar—, incluso de algunas especies como los nirtoati, de los que son enemigos eternos. Usan sus facultades para crear, para sanar enfermedades. Fueron el pilar por el que las civilizaciones en Alkaham se desarrollaron.
—¿Qué hace un kimiá aquí, entonces? —se corrigió—. Tenemos medicina avanzada, tenemos química farmacéutica. ¿Cómo se explica esto? —Extendió sus brazos hacia la inmensidad del cuarto y Senna no pudo evitar preguntarse lo mismo.
—Imagino que será un soporte para los seres que no tuvieron su origen aquí, en este mundo. Alkyren cazadores, nirtoati exiliados, cualquiera que haya pasado la barrera antes de que los caminos se cerraran podría necesitar algún tipo de cuidado kimiá.
—Tu teoría es que pudo haber sido capturado para sanar a alguien, ¿verdad? —Tanja lo había pronunciado sin demasiada convicción.
—Creo que Senna teme que haya sido capturado para hacer lo contrario —aventuró Emma, que había seguido la línea de sus pensamientos sin perder ningún hilo.
—Una persona con las capacidades de un valokimiá puede ser un gran aliado y un poderoso enemigo —explicó—. Si sus facultades se usan para el bien, nadie lo habría obligado a marcharse. Lo único que explica que sea retenido contra su voluntad es que estén usándolo para llevar a cabo cualquier plan al que él se habría opuesto de haberle dado elección.
—Y si se está comunicando con alguien, seguramente está a su nivel y podría ser quien frenara su accionar, es por esto que buscan a Tanja.
Senna no lo había considerado, pero era una posibilidad. Asintió con calma, entendiendo que no podía hacer nada para resolver los conflictos de su amiga y que tampoco podía darle paz.
—Necesito salir de aquí —expresó de inmediato—. Esto es... Tengo que ver a Leena, asegurarme de que esté bien. Si mi padre hacía sus trabajos aquí y alguien tuvo la fuerza para llevárselo y mantenerlo donde sea que esté por un año, no quiero a sus enemigos cerca de mi hermana. ¡No los quiero!
—Esta oportunidad es única, Tanja —le recordó Senna—. Si vamos a irnos, llevemos con nosotras algo que nos permita seguir indagando. Es la única forma de mantener a Leena a salvo y saber más sobre Jaakko sin que debas usar el relicario una vez más.
—Todavía no sabemos cómo salir —les recordó Emma.
—Buscaré una salida mientras ustedes toman lo que parezca importante. —Senna les dio la espalda y se dirigió a la pared vacía.
Tanja volteó hacia ella mientras Emma doblaba con prolijidad la hoja que descansaba sobre la bandeja.
—¿Cómo vamos a saber qué es importante si no conocemos el idioma y no sabemos qué dice nada de lo que está aquí?
—No discutas —susurró Emma a su lado—. Si alguien va a buscar la salida, prefiero que sea la persona que encontró el modo de entrar.
Senna contuvo un suspiro. Aunque la expresión no carecía de verdad, lo cierto era que había escogido mantenerse lejos de las notas de Jaakko hasta que fuera el momento. Siempre había temido encontrarse con recetas kimiá y descubrir que las viejas historias mantenían algo de veracidad en su esencia.
Pegó sus palmas a la pared húmeda, con la piedra irregular cubriendo toda su superficie, y pudo sentir que había tomado la decisión correcta. Sus manos se deslizaron de manera discontinua a través de la roca, siguiendo un llamado que no supo identificar. Un latido que hacía eco desde la distancia y que clamaba por su atención.
Clamaba por su fuego.
Las pulsaciones se intensificaban a medida que sus dedos descendían hacia una esquina, contra la pared que albergaba la biblioteca, y el calor aumentaba conforme se iba acercando. Oía el movimiento de papeles que tenía lugar a sus espaldas, pero eso no era importante. Nada lo era, excepto el sonido que se repetía en su mente y en su pecho, que hacía eco en su columna, que se desintegraba al transitar por las marcas de su espalda.
Llegó al rincón. Era allí.
Se acuclilló con prisa, sintió que se había dejado caer. Apartó la tierra con sus manos y apoyó las palmas a unos centímetros de lo que había sido el nivel de la superficie, sintiendo el contacto con la tierra fría y húmeda. Algo la llamaba.
Continuó cavando sin prestar atención a su nombre, que se imponía apremiante detrás de ella. Lo hizo con prisa, con dedicación, con cautela. Hincó sus uñas con esmalte negro en suelo desconocido y rescató una bolsa de tela que se cerraba con un único cordón. La abrió con los dedos temblorosos, sintiendo cómo los latidos ocupaban ahora toda su mente y absorbían su concentración.
Eran nudos. Seis en total.
Su brillo se destacaba incluso en las sombras del rincón y la energía dentro de aquellas piedras la conectaba con su nacimiento, con su creación.
En sus manos yacía la razón por la que los alkyren habían surgido, aquello que debían proteger a cualquier costo.
Vestigios de la antigua red de energía se escondían inconfundibles en el refugio kimiá de Jaakko Virtanen.
La culpa lo asaltaba cada vez que emprendía el regreso a su hogar. Podía anticipar las medidas de protección de su alkap y cómo no iba a preguntarle qué había hecho en el exterior hasta que los ojos que controlaban sus movimientos se alejaran por un instante. Imaginaba los restos de cena que había dejado para él y que tendría que calentar por su cuenta. Se había demorado demasiado aquella noche a causa de haber perdido el rastro del traficante y las excusas no acudían a su mente.
Podía decir que se había detenido a contemplar la noche de Helsinki y el tiempo se había desvanecido ante él. No sería la primera vez. Sin embargo, se sentía mal el usar la libertad como pretexto para su ineptitud. Había fallado y no había cielo bajo el cual pudiera resguardarse; el fallo se mantenía fresco y sin castigar en su conciencia.
No estaba lejos de la costa más próxima a su guarida, pero el viaje por mar era una circunstancia que atrasaba tanto como podía. Sus pensamientos acudían una y otra vez al momento en el que su objetivo había desaparecido, dejándolo con la responsabilidad de un inocente herido a cuestas. Había prometido ayudarlo. También se había prometido, años atrás, que sus acciones no involucrarían a terceros.
Había fallado en una misión que él mismo se había impuesto. No debía responder ante nadie por sus actos, solo mantenerse vivo a pedido de su alkap, y la necesidad de no fracasar provenía de su propia dignidad. Él debía tener una misión. Todos los que eran como él la tenían.
Vio que la tierra se abría a lo lejos, a unos trescientos metros de distancia. Percibió que tres figuras emergían de la superficie y se alejaban a toda prisa. Su curiosidad fue motivo suficiente para retrasar el camino por mar que debía transitar y se acercó al sitio en el que habían aparecido una vez que las personas se alejaron. Supo que eran mujeres.
No había nada en la tierra, ninguna grieta que indicara que había algo allí. Inspeccionó sin demasiado esmero hasta que lo sintió.
Un adicto como él podía reconocer el llamado. Alguien que había rozado la muerte de la forma en que él lo había hecho sería capaz de percibirlos antes de que sus ojos los notaran.
Dirigió su mirada a la dirección por la que las figuras habían desaparecido y avanzó. El viento arremolinando su cabello no le produjo el menor deseo de peinarse. Tampoco entrecerró sus párpados; sus ojos estaban acostumbrados a la sequedad.
Encontró el nudo delante de una roca. Si se había caído por un descuido, su portadora podría no haberlo visto al voltear. Lo tomó con su mano izquierda y lo presionó contra su mejilla. Aún contenía la energía con la que había caído a la Tierra. Aún podía matarlo. Lo guardó en un bolsillo de su pantalón y se incorporó. Si alguien más estaba consiguiendo nudos de la antigua red, él debía hallar a la persona y hacerse con cada piedra de Gianos que encontrara.
Nadie se convertiría en el híbrido despreciable en el que él se había transformado.
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