05. Una lágrima por el presente | Parte 1
Cuando Emma se levantó aquel miércoles, no pudo evitar pensar en que su día sería especial. Ordenó los papeles que había desparramado sobre su escritorio la noche anterior y llevó la ropa sucia al cesto general, el que usaban todos en la familia. Se dio una ducha rápida y se vistió temprano, y antes de que lo hubiera notado, ya estaba lista y era la única persona despierta en la casa; su hermana menor no había pasado la noche allí, su padre había salido antes de que ella se despertara y su madre solía levantarse más tarde que el resto. Tomó en sus manos la novela que la traía absorta durante esos días, un título que hablaba sobre herederas a la corona y dragones, y bajó a esperar en el recibidor, recostada en uno de los sillones antiguos de los que su padre no quería desprenderse a pesar de que desentonaban con la decoración del resto de la sala.
El timbre sonó a los diez minutos. Emma se incorporó, ansiosa, y le abrió la puerta a su hermano. Lo saludó con una sonrisa.
—Pensé que llegarías más tarde —le mencionó—, ni siquiera está listo el desayuno.
Él dejó el abrigo sobre el brazo del sillón más cercano y la siguió a la cocina con los pasos lentos y nostálgicos de quien no ha visto el hogar paterno en semanas.
—Podemos prepararlo entre los dos —sugirió—. Vine antes para aprovechar el tiempo contigo.
Emma volvió a sonreír. Compartir una mañana con Ismo después de tantos días de su mudanza era un regalo que el mundo le hacía en vista de los momentos difíciles que se acercaban para ella. Esperaba que su noche acabara pronto y que el día siguiente fuera un destello fugaz para estar segura de que la semana podría terminar como si nada, como si a su alrededor no se cumplieran aniversarios dolorosos que, en el fondo, no lograban disminuir su buen humor.
Su hermano comenzó a preparar un desayuno abundante, como los que solía disfrutar cuando vivía allí, y, después de intentar ayudarlo sin éxito por lo complicado que le resultaba concentrarse, se limitó a preparar la mesa y sentarse a esperar que estuviera todo listo sin abandonar la sonrisa. Al menos, frente a Ismo no debía disimular.
—¿Cómo llevas todo? —le preguntó.
—Tienes que conocer el departamento —aseguró—. La iluminación es mejor que la de aquí y estuve una semana entera para decorarlo, pero valió la pena.
—¿Lo pintaste de gris como había sugerido mamá?
—No, al final fui por los morados. Pero si te digo los colores sin más, no vas a entender la armonía de cada habitación. Tienes que verlo.
—¿Tienes alguna foto?
Ismo no escondió una mirada desconfiada. Limpió de miel la cuchara que estaba utilizando y apuntó con ella a su hermana.
—Sí, pero no para ti. Si quieres conocer el departamento, tendrás que ir —replicó, aun con el fantasma de una sonrisa que anulaba toda amenaza en su rostro.
Emma suspiró y se acercó a la ventana que daba al patio trasero. Los días grises de Helsinki no hacían más que mellar en su ánimo. La lluvia que a veces se convertía en una nevada suave y ligera tenía el poder de aplacar sus momentos de nerviosismo y le confería un seguro allí, donde más vulnerable se sentía. Había llovido cuando Ismo llevó sus últimas cajas al nuevo departamento y ahora llovía cuando él regresaba de visita, para remarcar que ya no vivía allí y que la brecha de edades había hecho lo que ninguna otra cosa había conseguido antes: separarlos. Pero ahora, mientras su hermano terminaba de calentar el té y preparaba el pan con miel —su preferido—, Emma no podía evitar mirar las gotas que se desarmaban contra el cristal y le pedían que no las llorara en su interior.
Se sentía bien. A pesar de todo, su vida estaba libre de conflictos y su familia no tenía problemas con alcanzar metas concretas a corto y largo plazo —vacaciones en Suecia, un fin de semana en Laponia, cenar en restaurantes distinguidos al menos una vez por mes y cada fin de semana cenar fuera de casa—, su hermano se había ido a vivir solo a los veinticinco —seguro de que podría mantener sin ayuda el nivel de vida que había llevado con sus padres— y ella estaba trabajando en una firma distinguida para seguir sus pasos en el próximo año. Todo lo que fuera banal marchaba en orden para ellos, y, sin embargo, no podía evitar pensar que algo faltaba. Tal vez se debiera a que su madre no compartiera tanto tiempo con ellos como hacía algunos años, tal vez fuera a causa de que se había visto obligada a renunciar a su último trabajo, tal vez la mujer no encontraba motivación suficiente para continuar. Emma había sido incapaz de mencionárselo a nadie, excepto a su hermano. Ni siquiera juntos se animaron a conversarlo con la menor de la familia o con su padre, que parecía al tanto de sus temores. Pero Ester no daba motivos reales para que los demás se preocuparan, por lo que tanto Emma como Ismo se vieron obligados a guardar sus miedos y atribuirlos al clima hostil de cada año, a los días sin sol, a la nieve que teñía las calles del color que su madre más detestaba: el color a nada.
Emma se sentía bien. Lo repetía cada mañana y hacía eco por las tardes, para confirmar que nada hubiera arrasado con su calma matutina. ¿Pero qué podría arrasar en un sitio en el que todo parecía moverse más lento de lo habitual, incluso en aquellos que llevaban alguna prisa? Estaba bien a pesar de su entorno, a pesar de que su trabajo al lado de Lilja la obligaba a mostrarse receptiva ante la situación, a pesar de que se había prometido acompañar a Tanja en aquellos días difíciles y que sentía que todo el peso caía sobre ella porque no contaba con la presencia de Senna para aliviarles el momento. Pero se sentía bien, y aunque podía ver las razones por las que los demás a su alrededor no lo estaban, no podía evitar pensar que le eran ajenas, que no era su padre el que había desaparecido, que no eran sus padres los que se estaban separando, que no era su familia la que se había roto. Aunque entendía el dolor ajeno y estaba dispuesta a hacer lo imposible por amenizar el paso de aquella semana para los demás, no podía perder de vista que ese dolor no era el suyo.
Ismo le acercó una taza de té. Emma pudo ver que su sonrisa ya no era cálida ni presagiaba la alegría de un desayuno juntos. Se calentó los dedos con la cerámica y no tomó su lugar en la mesa; permaneció de pie, junto a la ventana, mirándolo con recelo.
—¿Pasa algo? —le preguntó.
Él tampoco se sentó. Se acercó a la mesa para tomar un pan untado con miel y apoyó la espalda contra la puerta que daba a la sala mientras masticaba con calma, con la mirada tensa y sus ojos fijos en ella.
—Desayuné con Jouko ayer —comenzó—. Quería hablarme de algo importante.
—¿Cómo están Senna y él? —quiso saber.
Le interesaba la respuesta, no había tenido tiempo de visitar a su amiga aquellos días, pero también era consciente de que no podría hacer nada si el panorama era desfavorable.
«Una amiga a la vez», se dijo.
—Lo llevan bastante bien, están esperando que Perttu y Sara vuelvan de sus respectivos viajes para hablar en familia. Pero no fue ese el motivo principal de la charla. —Emma se acercó a la mesa, acortando la distancia entre ambos—. Me dijo que vio a Samuel el domingo.
—¿Dónde?
—Aquí, husmeando en la entrada de casa.
No supo cómo reaccionar. Dejó la mirada clavada en los ojos oscuros de su hermano, tan distintos de los suyos, y fue incapaz de emitir respuesta alguna. Su respiración, lenta y pausada, se había sincronizado con el segundero del reloj y avanzaba disonante con respecto a los latidos de su corazón.
—¿Hay algo que deba saber?
Emma dudó. No podía afirmar que su hermano debía estar al tanto de lo ocurrido porque ni siquiera ella misma lo estaba. No había notado la presencia de Samuel aquel día ni había recibido ningún mensaje o advertencia de su parte. Si dependiera de ella, podría haber asegurado que nada había ocurrido, porque Samuel no se acercaría a su hogar sin dejar alguna señal para que ella lo supiera. Avanzar a hurtadillas y cuidarse de no ser visto eran cualidades que no encajaban con él.
—Lleva tanto tiempo sin hablarme que pensé que ya no volvería —musitó. Las palabras salieron incrédulas de sus labios—. Pero espero siga del mismo modo —sentenció.
—¿Estás segura de que no intentó llamar tu atención de ninguna forma?
—¿Te refieres a si hizo algo como esa vez que me siguió para saber cuál era mi ruta para correr y que dejó bombones cada cinco metros en todo el camino?
La mención hacía que pareciera una atención inofensiva, que es lo que ella había pensado en un principio, pero ese día tuvo la suerte de no estar sola. Había ocurrido un domingo por la mañana y Senna le había pedido acompañarla porque, según ella, necesitaba salir a correr. Tanja se sumó a la mañana compartida y Emma se mantuvo fiel a su ruta de siempre. Quizá por eso había sido la primera en notarlo. Los envoltorios destacaban contra el suelo blanco y habían sido colocados con tanto cuidado que no parecían haberse caído por casualidad. Debajo del primero había un papel con su nombre escrito, por lo que asumió que era un detalle dirigido a ella y decidió llevárselos. Mientras los levantaba y los guardaba en su bolsa de deportes, Senna y Tanja habían avanzado hasta el final del camino. Al regresar, le mostraron los últimos bombones del camino.
—Ábrelos —le exigió Senna.
Emma no reaccionó de inmediato, por lo que Tanja lo hizo en su lugar.
—Es tierra —le explicó—, ninguno de estos últimos tiene chocolate.
Por la noche, luego de abrir todos los envoltorios en la seguridad de su cuarto, dio con una nota de Samuel, donde le explicaba que el chocolate había sido lo que él esperaba de ella al comienzo de su relación y que la tierra era lo que había conseguido al final. Había acabado con una reflexión algo vacía sobre cómo ella era incapaz de dar chocolate y solo tenía tierra para los que la rodeaban. No había compartido los detalles de notas con nadie excepto sus amigas.
—Cualquier tipo de llamado de atención —especificó Ismo—, lo que sea. Me preocupa que haya estado por aquí siendo que ya no estoy en casa, que ya no puedo hacer nada para mantenerlo lejos...
Emma se acercó a él y le envolvió las muñecas con sus manos cálidas. Estaba fuera de su alcance asegurarle que Samuel no regresaría, pero necesitaba darle paz.
—Estoy bien —le susurró con seguridad absoluta.
—No quiero decirte qué hacer ni influir en lo que decidas, pero...
—Estoy bien —repitió.
La puerta ejerció una ligera presión sobre la espalda de Ismo y se apartaron al instante. Su madre se había levantado y estaba allí, bañada y cambiada, lista para desayunar con sus hijos. Saludó al mayor con una sonrisa y se sirvió café en la taza más grande que había en la casa.
—Cuéntame más sobre el departamento —le pidió.
Ismo y Emma tomaron asiento, con el fantasma de la conversación anterior aún sobre sus hombros.
—No es tan grande como parecía en las fotos una vez que llevé todos los muebles, pero es cómodo y la iluminación es ideal para instalar una oficina pequeña. Deberían ir a conocerlo.
—Iremos sin falta en cuanto Emma se desocupe —afirmó—. Una vez que pase el evento de mañana y que el ritmo de la semana se calme, estaremos allí.
—¿Cómo van los preparativos del evento? —preguntó Ismo, agradeciendo la oportunidad de cambiar de tema.
—Lilja tiene todo bajo control, como siempre. Falta que hoy lleguen los equipos de los músicos, así pueden hacer la prueba mañana por la mañana, y que lleguen algunos elementos de decoración que habían quedado en depósito para que se termine de preparar el salón.
—Estoy segura de que Lilja agradece todo lo que estás haciendo por ella y Tanja en este momento. —Ismo le guiñó un ojo—. Me parece estupendo que quiera retomar sus negocios y que cierre un ciclo, es bueno para ella y para sus hijos.
—Por más agradecida que esté, no deja de ser un trabajo y Emma no lo está haciendo gratis —recalcó su madre—. Ella puede acompañar a Tanja todo lo que desee, a fin de cuentas, es su amiga, pero Lilja debe esperar que Emma pida retribución por lo que haga dentro de la firma. Que tu hermana lo haga con su mejor expresión de empatía no significa que lo hará gratis.
Ninguno de sus hijos se atrevió a discutir. Ester no había tenido oportunidad de conocer a fondo a la jefa de Emma, incluso a pesar de los años de amistad que unían a sus hijas, así como tampoco había coincidido demasiado con Sara a pesar de que los dos hijos de la mujer fueran grandes amigos de sus dos hijos mayores.
—Estoy segura de que Lilja está transitando uno de los momentos más decisivos de su vida —dijo, esta vez con más calma en su voz—, pero la fecha que eligió atenta más contra sus hijos que contra su reputación, al contrario de lo que la gente piensa.
Emma asintió sin estar segura de pensar lo mismo que su madre.
—Al menos Tanja parece estar llevándolo bien, esta noche cenaré con ella y veré cómo está. Mañana iré al evento con ellos, Lilja se ofreció a llevarme, y espero que salga todo bien de verdad.
—Si tú ayudaste a organizarlo, será increíble —le aseguró Ismo.
—¿Cenarás con Tanja esta noche? —preguntó Ester.
—Sí, eso dije.
—Entonces pasa por casa de Sonja antes de almorzar, así tienes la tarde libre. Llamó ayer preguntando por ti y pidió que la visites cuanto antes.
Su hermano comentó algo sobre la miel y su madre le respondió mencionando el dulce de arándanos. No alcanzó a oír el siguiente intercambio; su mente se había trasladado a la casa vecina, el único sitio en el mundo en el que no se sentía ella misma.
Sonja Enestam era la única amiga de su madre, la persona que tanto ella como Ismo creían que había sido su sostén a medida que el malestar de Ester había comenzado a volverse notorio. La mujer, que no tenía hijos, pareja ni familiares cercanos de ninguna clase, inspiraba un respeto atemorizante ante cualquiera que se atreviera a llamar a su puerta sin haber recibido invitación previa. Solo Ester y ella eran bien recibidas allí, y Emma temía conocer la razón. Según lo que su padre le había contado, Sonja había ayudado a Ester a conseguir trabajo cuando recién llegaba a Helsinki. Su madre agregaba que gracias a Sonja se habían conocido. La vida de sus padres había estado marcada por una mujer cuyo hogar olía a hierbas secas y en cuyas tazas de café se leían los más oscuros presagios. Una mujer en la que Emma no podía confiar por más que lo intentara. Y aquel miércoles, con la fina lluvia golpeando contra la ventana y el rumor de fondo en el que se habían convertido las voces a su alrededor, se preguntó qué podría pasar si, por primera vez, se negaba a ir.
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