04. La joven con alas de aire | Parte 1
Era el último día. Tanja se había despertado hacía casi veinte minutos, pero no era capaz de apartar las mantas ni de incorporarse. No era una mañana en la que ansiara salir de su habitación y enfrentarse a la hostilidad que había percibido el martes, incluso el lunes y parte del fin de semana, el conflicto que se arrastraba desde hacía días y había conseguido hacerse un lugar entre ellos. Si aguardaba a que su madre y su hermano se fueran, si es que iban a salir, podía pretender que el día iba a ser solo suyo. Y de los recuerdos.
Faltaba un día. Hasta el momento, se había oído decir incontables veces que no veía a su padre desde hacía meses, y a partir del día siguiente debería cambiar la frase para expresar que ya había pasado un año. El primero, según le recordaba su madre, como si pudiera afirmar sin riesgo a equivocarse que se acumularían otros más, apilándose en una columna que no dejaría de crecer hasta demostrarle que llevaba más tiempo sin Jaakko en su vida que con él.
Era el último día y no había notado el pasar de sus primeros minutos, tampoco percibía alguna diferencia entre el instante anterior a haberse dormido y el segundo inmediato a despertarse, como si mantenerse invariable al paso del tiempo probara que no estaba ahí, que su cuerpo era una ilusión dentro del cuarto que reconocía como el propio y que había dejado de pertenecerle en algún momento meses atrás.
No oía sonido alguno que delatara la presencia de alguien más en la casa, pero su hermano solía mantener un silencio inhumano mientras caminaba por los pasillos y se preparaba para salir; no lo habría advertido estuviera o no allí. Sin embargo, podía estar segura de que su madre ya se había marchado; sus tacones la delataban así estuviera en el suelo alfombrado de la sala, un piso por debajo de su cuarto y en el extremo opuesto del lugar.
Decidió que podía cubrirse con una bata y servirse un té en la cocina, y luego llevar algo de avena con miel a su habitación usando la bandeja con la que su madre había recibido el desayuno cada día durante más de una semana, hacía casi un año. Casi. Y a pesar de sentir que el reloj no avanzaba y que el tiempo se mantenía estático a su alrededor, callando el aire y apaciguando las intenciones, no podía evitar pensar que en cualquier momento despertaría de verdad, abriría los ojos a un mundo que no se había detenido como ella y descubriría que los días se habían convertido en meses y su padre aún no habría regresado.
Se incorporó y sintió cómo los músculos superiores de su espalda le demostraban que había estado en cama durante algunas horas. Se quitó los mechones castaños que buscaban su rostro y se puso de pie. Cuando sus manos dieron con la bata, una mirada distraída a su escritorio hizo que la quietud de su mañana se disipara y el reloj comenzara a correr, a volar frenético hasta escapar de su control. Tomó con delicadeza el diario que había llamado su atención y corroboró que no se hubiera equivocado. Tanto las esquinas de metal como la ilustración de la tapa insistían en que era su viejo diario; era la misma joven que permanecía de cuclillas y con el rostro oculto entre sus manos mientras que el viento se arremolinaba sobre su espalda creando la ilusión de un par de alas. Se la veía en la cima de una montaña, con el cielo ocupando gran parte de la imagen, y su expresión le producía piedad. Veía a aquella joven cubrirse de un peligro que no alcanzaba a ver, pero que era capaz de amenazarla incluso allí, a cielo abierto, y ella no notaba cómo el viento la envolvía y la protegía de la amenaza inminente, como si no pudiera saber que su destino no era ser consumida por aquel mal. Cuando Senna se lo había regalado, años atrás, le había mencionado que no se decidía entre el diseño de la joven con alas de aire y el de un carruaje majestuoso que avanzaba entre llamas, pero que había escogido el primero porque prometía algo de paz. Ahora, al contemplarlo, no podía evitar preguntarse si su amiga tomaría la misma decisión en el presente, si buscaría también brindarle la ilusión de paz. Lo guardó en un cajón, sin atreverse a abrirlo, y salió del cuarto.
Tanja no se sorprendió al encontrar a Mikko en la cocina. Su hermano estaba sirviendo la segunda taza de té cuando la vio entrar, el resto del desayuno estaba listo frente a tres sillas.
—Estaba por despertarte —le dijo a modo de saludo.
El cabello húmedo delataba que se había duchado. Era posible que los esperara alguna reunión en la oficina o que tuviera que corroborar los últimos detalles para el día siguiente. Mikko, a diferencia de ella, tenía planes y compromisos que llenaban sus horas de vacío y lo obligaban a enfocarse en problemas inmediatos y reales. En especial lo último, como solía decirle, ignorando que el hecho de que su padre un día no había regresado del trabajo pudiera ser un problema real.
Tomó asiento y aceptó la taza humeante que su hermano le tendía.
—Tiene dos cucharadas de miel —especificó. Esperó a que ella hubiera tomado el primer sorbo y asentido en señal de que estaba a gusto con la dulzura del té antes de continuar—. ¿Lo viste?
Tanja se esforzó para no demostrar su temor. Si se refería al diario, significaba que podía haber leído su contenido, y no podía enfrentarse ahora a lo que había escrito algunos años atrás ni permitir que su hermano viera lo que sus ojos habían visto.
—Estaba en el sótano. Si no hubiera leído tu nombre escrito atrás, ahora estaría en la basura. —Dejó una tercera taza frente a una silla vacía y se sentó. El silencio de Tanja lo obligó a continuar—. No miré entre las páginas, si eso te preocupa. Sé respetar la intimidad de los demás.
—¿Qué hacías en el sótano? —preguntó, esperando que el giro de tema lo desviara del trasfondo de cada entrada de su diario.
Mikko no desvió la mirada del pan que centeno que se había servido mientras respondía. Continuó impasible, como si la presencia de su hermana en bata y sin peinar no fuera una presencia verdadera y tangible frente a él.
—Mamá me pidió que liberara el espacio. Toda la basura de Jaakko estaba ahí, así que estoy separando lo que es tuyo y de Leena para que decidan si tirarlo o guardarlo. Si vuelvo a ver algo que te pertenezca, te avisaré, pero la prisa de estos días no me está dando demasiado tiempo y solo encontré lo que te dejé en tu cuarto.
Durante las pocas horas que llevaba la mañana había intentado no creer en lo próximo que estaba el día siguiente, pero Mikko parecía desear que llegara. Mientras anhelaba retroceder en el tiempo para recuperar lo que había perdido, el impulso de su hermano se imponía y hacía avanzar los minutos en el curso correcto, a un ritmo incansable, constante, y, en ese instante, Tanja vio con claridad que, a pesar de convivir en una misma casa, sus días transcurrían en mundos regidos por emociones que no evitaban contradecirse.
—¿Mamá te pidió que tiraras todo lo que fuera de él?
Mikko no respondió. En su lugar, dirigió una mirada fugaz hacia la escalera y luego se fijó en su hermana por primera vez en ese día. Sus ojos escrutadores hacían que Tanja sintiera el juicio ahogándola a pesar de que él no había pronunciado palabra aún. Sabía que, si pudiera verse a través de su hermano, notaría el tono amarronado de las ojeras que no se había molestado en cubrir y los mechones desprolijos que tardaría en arreglar, percibiría la preocupación en su rostro y el descuido en su piel, la resequedad en sus labios, la inseguridad en su entrecejo. Descubriría que era el primer desayuno que tomaba con alguien más de su familia durante ese febrero y que había sido, en realidad, a causa de un mal cálculo. Notaría la angustia y la incertidumbre. Si pudiera verse con los ojos de Mikko, solo habría lástima y desaprobación.
—Nadie espera que regrese —expresó con calma.
«Yo sí lo espero», pensó, pero no pudo formular las palabras. El tiempo que llevaba defendiéndolo había hecho mella en sus réplicas y ahora solo quedaba espacio para la reserva.
—No me preocupa que algún día aparezca y vea que todo recuerdo suyo en esta casa fue tirado a la basura —respondió, aún pendiente del desayuno abundante que tenía enfrente y pretendiendo que ningún aspecto de la conversación la turbaba—. Lo que me preocupa es pensar qué pasaría si algún día yo no regreso, cuánto tardarían tú y mamá en dar mis cosas y fingir que nunca existí.
Mikko no cayó en la provocación. No necesitaba responderlo; el calendario lo hacía por él.
—¡Tanja! —La voz de su hermana menor hizo que dieran el tema por cerrado—. No sabía si desayunarías con nosotros hoy.
Se obligó a sonreír. Extendió una mano hacia Leena y acarició el mechón de cabello que se había teñido de rosado y contrastaba con su castaño oscuro natural. Tenía dieciséis años y durante los últimos meses había encontrado un punto medio entre la postura de sus hermanos en el que se encontraba cómoda y segura, sin herir a ninguno ni decepcionar a su madre.
La más pequeña de la familia se sentó en el espacio vacío entre sus hermanos y le dio un sorbo al té.
—Ayer vi las fotos del vestido que usarás mañana —mencionó Mikko, y Leena no se privó de una sonrisa.
—Es precioso. Mamá hará que lo traigan mañana porque sabía que lo iba a usar cada día hasta el evento.
—¿De qué color es? —preguntó Tanja, con el deseo de participar en aquel momento.
—Del mismo verde que el tuyo —le respondió—, la mujer que me asistió en la primera prueba mencionó que mamá había pedido el mismo tono para los cuatro, para transmitir el mensaje de unidad.
—Aunque hizo las pruebas de vestido y maquillaje, Tanja no dio su palabra definitiva de que irá, Leena. No está confirmada en la lista.
El silencio, que duró apenas unos segundos, pesó sobre sus hombros.
—Ayer hablé con Emma —le contó a su hermana—. Vamos a cenar esta noche, pero me advirtió que hablaríamos del evento y me convenció de ir. —Se dirigió al mayor—: Dile a mamá que estaré allí.
Mikko asintió con una sonrisa fugaz y limpió el espacio de mesa que había ocupado antes de saludar a sus hermanas y marcharse. Una vez que se fue, Leena suspiró. Cerró los ojos y, con la barbilla apuntando al pecho, solo atinó a hacer una pregunta.
—¿Tú también usarás una máscara mañana?
Tanja, que no había acabado ni la mitad de su desayuno, dejó la taza sobre el plato.
—Tenemos que hacerlo. Pueden ver nuestra pena, pero si dejamos entrever que no estamos de acuerdo con la fecha elegida para la cena, estaremos generando problemas.
Leena estuvo de acuerdo. Continuaron en silencio, sin mirarse, comprendiendo cada una los pensamientos de la otra. A veces, no era necesario que alguna pronunciara palabra para que se entendieran. Leena notaba la turbidez de su mente y ella palpaba el peso que su hermana llevaba sobre los hombros.
Tanja se puso de pie. Dejó la taza sobre la mesa, a medio vaciar. Se dispuso a regresar a su cuarto, pero Leena la detuvo.
—Si él pudiera regresar, ya estaría aquí. Estoy segura de que nada de esto fue su intención.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque papá no haría eso. Y lo defiendes porque también lo sabes.
No pudo confrontar aquel hecho.
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