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03. Con los pies anclados al pasado

Ensio no estuvo tranquilo durante el resto del día. Desde la visita de Senna por la mañana había sentido que los hilos comenzaban a desordenarse sin la delicadeza de un entramado armónico y que la forma del caos se asemejaba a la de sus pensamientos. La falta de respuesta de Perttu le indicaba que no conocía los planes de su amigo y su ausencia lo había dejado con la responsabilidad de mantener en eje a los hermanos que reclamaban su regreso. Había intentado comunicarse con los demás miembros de la banda, pero solo le daban evasivas. Estaba solo, sin respuestas ni indicios sobre qué camino tomar, y no se hallaba cómodo avanzando a tientas.

Cerró los ojos. Había pasado las últimas horas en la habitación más privada de su hogar, aquella a la que solo Senna tenía acceso casi libre y en la que mantenía a resguardo los secretos de su mundo, y había calculado el tiempo para que las velas que lo rodeaban acabaran de consumirse a medianoche. Había representado en el suelo los bordes de una roca y cubierto los límites internos con polvo de jutsi para abrir la comunicación y líquido de hojas de alvrendo para mantenerse oculto a la percepción de su aigam. Se sentó en el centro y aguardó.

Había estado ansioso por llegar a la noche, con el temor a lo que podría pasar sentando raíces en espera. La imposibilidad de hallar una solución para las distracciones de Senna —aquella incapacidad solo podía ser fruto de la distracción— le ataba las manos cada vez que intentaba entrometerse en su círculo familiar. A pesar de haber crecido junto a Perttu y de haberse planteado juntos el continuar con el camino que sus padres habían iniciado, no podía considerarse parte del núcleo afectivo que solo tenía espacio para una mujer y sus hijos. Ensio había estado solo desde la cruenta muerte de sus padres y no había desistido de su propósito mientras su único amigo descartaba los planes que con tanta dedicación habían trazado desde niños para ser padre. No se emparejaría con una humana y no conocía mujeres alkyren que fueran dignas de acompañar al vanihahtran Eskelinen, el «hijo maldito» de los Eskelinen, que no dejaría descendencia para equilibrar aquella con la que su padre había acabado. Su honra caía sobre él con doble filo y debería decidir antes de su muerte si cargaría con la culpa de ser heredero de quien había acabado con los alkyren de Anukig o si se regodearía del renombre que le otorgaba el proceder del hombre que había puesto fin a una de las creaciones de los dioses. Vivía a medio camino entre el orgullo y el perdón, y no hallaría su respuesta en esta existencia.

La primera vibración llegó dos segundos después de que la primera vela se apagara. Llevó ambas manos al centro de su pecho, a la altura del esternón, y murmuró una plegaria ancestral a los seres que ya no existían. Pidió protección para su aigam y la posibilidad de continuar velando por su bienestar. A medida que hablaba, no dejaba de rondar la idea de que, si mereciera el castigo, ningún dragón acudiría a su llamado. El miedo comenzaba a hacer mella.

La ilusión de un hilo giraba entre sus palmas dando vida a una llama débil, algo estática y fría; no faltaba demasiado antes de que dejara de brillar. Alejó las manos para poder verla y juntó las palmas con brusquedad al distinguirla. La imagen que se había representado ante él, reflejo de lo imposible, desapareció en un fino vapor que no tardó en desvanecerse. La última vela se apagó.

Durante contados instantes, nada ocurrió. Se meció hacia adelante y atrás en lo que tardaba su mente en unir los hilos de cada camino que se presentaba ahora a sus pies. Podía comunicarse con Senna, lo que acabaría orillándolo a dar explicaciones de las que carecía ante los hermanos Mäkinen. Si tomaba aquella senda, estaría obligado a actuar. Comunicarse con Perttu o con alguno de los que estuvieran con él en aquel momento sería desperdiciar tiempo y acumular presión. Sin embargo, había alguien con quien podía contar. Una mano amiga que, si bien no se pondría en peligro por él, serviría como confidente y le permitiría compartir, por una vez, el peso que sentía en sus hombros.

Buscó un cuenco de barro en la estantería más próxima. Si untaba el interior con aceite de jutsi mezclado con esencia de antrema hasta la absorción, lo tendría apto para transmitir un mensaje. Dejó caer la mezcla en el fondo del recipiente y, con los dedos índice y medio, la esparció hacia los bordes con movimientos circulares: tres giros en sentido horario con la mano derecha, tres en sentido antihorario con la mano izquierda. Sus pies se movían inquietos sin que su mente los guiara y de sus labios salía el nombre de su salvación, entre susurros ahogados que se repetían con creciente intensidad.

Faltaban pocas horas para que la madrugada diera paso al día cuando lo oyó; el sonido pautado de los nudillos contra la puerta delató su presencia. Ensio se incorporó del sofá en el que había pasado los últimos minutos, ansioso, y le permitió entrar. Llevaban algunos meses sin encontrarse frente a frente, pero parecía que habían sido años. Su invitado tenía algunas hebras blanquecinas en la barba y rastros de la nieve exterior en la capa negra que lo envolvía, y su mirada, más penetrante que en el encuentro anterior, parecía conocer todos sus secretos, sus motivaciones y sus miedos. Si a Ensio le preguntaran dónde residía el poder de Arkieeli, él jamás diría que en el fuego que era capaz de crear; su respuesta no se quebraría al asegurarlo: «en su mirada».

—Hay un largo camino entre mi descanso y tus perturbaciones —pronunció una vez que tomaron asiento—. ¿Qué hizo que quisieras hablarme con tanta premura, sin darme tiempo a preparar un escape mañana por la noche?

Arkieeli, el hombre con el que no compartía naturaleza y al que no sabía si llamar «amigo», había comprendido la urgencia del llamado, pero llevaba tantos meses fuera de sus vidas que las últimas semanas no estarían dentro de su conocimiento.

Decidió preparar un café para su visita a modo de disculpa.

—Perttu y Sara decidieron separarse —comenzó entre suspiros, con la taza humeante entre los dedos—. Lo acordaron justo cuando ella tenía un viaje programado a Praga con los padres de Ruuben y él empezaba el tour aniversario.

—Ya lo sé. Me encontré con Perttu ese día.

El pocillo que Ensio sostenía se detuvo a centímetros de sus labios. Él no había tenido oportunidad de hablar con ninguno de ellos antes de que se marcharan. Su mirada inquisitiva fue suficiente para que su interlocutor continuara.

—Vino a verme, quería ponerme al tanto.

—¿Solo eso?

—Y pedirme que estuviera pendiente de ti. Pero imaginé que sería una ofensa para un alkyren como tú estar bajo mi supervisión —agregó—, y decidí esperar a que me necesitaras.

No recordaba quién había aparecido antes en la vida de Perttu, si Arkieeli o Sara, pero ambos habían suscitado la desconfianza en él, y a pesar de haberse integrado al dúo que los dos muchachos formaban, Ensio parecía no entender que las elecciones de su amigo lo llevaban cada vez más lejos de sus pares alkyren.

Ahora te necesito.

No podía mantener el orgullo con aquel hombre. Todo lo que él podía perder parecía trivial en comparación a lo que Arkieeli había sido obligado a olvidar, y, como le había dicho en una ocasión, el juego del alkyren honrado no hallaba lugar fuera de Alkaham; todos los que restaban en la Tierra eran despreciados por los que jamás habían dejado el continente.

—Se separaron y cada uno emprendió su viaje —retomó—. ¿Qué pasó luego?

Ensio tomó una inhalación profunda antes de continuar. Apuró lo que quedaba de café y alejó la taza. El silencio los cubrió durante un instante fugaz mientras Arkieeli lo contemplaba con atención, expectante, como si de verdad deseara estar allí y no fuera su promesa a Perttu lo que lo había obligado a responder al llamado. Ensio casi podía creerle.

—Hace semanas intento llamarlo, pero su teléfono está apagado a toda hora. Los demás miembros del grupo me evitan o me responden con monosílabos y cuelgan. No puedo comunicarme con él.

—Puede que necesite estar alejado de su círculo por unos días —murmuró pensativo—. Él pudo elegir reivindicarse y regresar a Asakem, pero ya se había entregado a su futuro aquí. Deja que viva su duelo, que no perdió solo a su mujer, y espera. Algún día tienes que aprender a esperar.

Ensio se puso de pie. Comenzaba a arrepentirse de haber llamado.

—El problema es que piensas en Perttu y en todos nosotros como si solo nos moviera el mismo impulso, y en este momento necesito que pienses en él como lo que es.

Arkieeli no se incorporó. El esbozo de una sonrisa se reflejó en su mirada.

—Pienso en él como lo que es —afirmó con tranquilidad, sin elevar el tono de voz ni soltar la taza de sus manos—. Pienso en Perttu como el padre de dos hijos dedicados que veneran la tierra a la que no podrán conocer, el algam de un joven que lo respeta más que a nadie, el marido de una mujer que aceptó su naturaleza y que después aceptó olvidarla para mantenerlos a salvo. Ni Perttu ni tú son una única cosa, por más que te guste llevar la bandera de alkyren como si por eso dejaras de ser todo lo que eres, todo lo otro que eres.

Se miraban con el tenue resplandor de una lámpara que endurecía sus facciones. Arkieeli, aún sentado, aún con la espalda apoyada en el cuero desgastado del sofá, estaba en condiciones de acabar con toda la entereza que lo mantenía de pie. Arkieeli, aún calmo, aún sin saber la verdadera razón de su presencia en aquella sala, no había visto lo mismo que él; se amparaba por primera vez tras el escudo del desconocimiento.

—Perttu es algam de un joven que lo necesita —proclamó Ensio en un tono que pretendía asemejarse a un susurro—. Jouko no responderá ante mí, no pude comunicarme con él, pero sé que está a la espera de que su padre regrese. Con Jouko pausando sus sesiones, Senna corre el peligro de imitarlo.

—¿No es tu tarea evitar que ella caiga en el descuido? —No fue una acusación—. Mientras Jouko siga intentando contactarlo, se mantendrá ocupado en algo que requerirá que no pierda el estado y que lo obligará a mantener su alité en condiciones. Con eso estará bien, al menos por un tiempo. No deberías preocuparte.

—Jouko necesita que Perttu esté en casa —insistió. Comenzaba a perder el punto por el que lo había contactado en un principio—. No puedes entender algunas cosas sin ser alkyren, Arkieeli. No puedes terminar de entender la relación entre algam y aigam desde tu realidad de elekiená.

—No entiendo las cadenas del alité, es cierto. Pero la pregunta es más bien si Jouko está esperando a su padre o a su algam, y presiento que es lo primero. Tu responsabilidad directa es cuidar de Senna —le recordó—, Jouko estará bien.

Lo dudaba. También dudaba de cómo conduciría la situación a partir de aquel momento. Podía contar con que ella no revelara su nueva condición, pero Ensio, con ese hombre mirándolo expectante y a la espera del verdadero punto de aquel pedido nocturno de ayuda, debía tomar una decisión.

Volvió a sentarse frente al elekiená. Se recordó, no por primera vez, que los elekienákira, como Arkieeli, habían sido creados a partir de los alkyren, y se dijo que podía confiar en su esencia de fuego, que había demostrado su valor en el pasado y que lo haría una vez más.

—Senna está débil —le explicó—. Pensaba que se debía a la baja frecuencia de purificación que llevaba, pero esta noche hizo un aliklivá y estuve pendiente para verlo. —Hizo una pausa, esperando una señal que nunca llegó—. Se ahoga en basura de Anukig, Arkieeli. No hay nada que pueda hacer para traerla de regreso a Asakem.

Entonces, sin poder contenerse, le narró cómo el fuego rojizo de su aigam había dado paso al azul brillante que su propio padre se había encargado de extinguir por completo años atrás, le recordó la imposibilidad de que un alité despertara en un territorio que no le era propio e insistió en que la situación excedía sus capacidades. En todo momento, su voz oscilaba entre la desesperación y la súplica. Jamás había pensado en Arkieeli como una ayuda, pero en aquel momento tenía que serlo.

El elekienákira escuchó con atención cómo los hilos tiraban de Ensio y dirigían sus pensamientos por caminos a cada instante más oscuros y enrevesados. Permaneció en silencio hasta que el dueño de casa hubo asimilado las palabras que acababa de pronunciar, y solo en ese instante se atrevió a hablar.

—¿No es posible que su alité haya estado tan opaco que lo hayas confundido con azul cuando era más bien un gris?

—Era azul, Arkieeli. No te habría llamado si no estuviera seguro.

Veía la desconfianza en su invitado. Notaba lo cerca que estaba de perder su credibilidad ante él.

—No es un error —repitió—. Senna está en Anukig. 

—Hagas lo que hagas, necesitas que Perttu esté aquí para prestar su consentimiento —resolvió—, lo entiendo. Pero también entiendo que no hay nada que puedas hacer. Mientras este cambio no sea descubierto, puedes dejar que todo se mantenga en su sitio hasta que Perttu regrese, a su tiempo.

Sus miradas se encontraron. La voz de Ensio fue un susurro quebrado, apenas audible en la sala.

—¿Ni siquiera dar aviso a los giakyren?

Arkieeli, que se había inclinado hacia adelante cada vez más mientras avanzaba el relato de Ensio, se incorporó en un segundo. Parpadeó. No parecía tan sorprendido como pretendía.

—Agradezco ser parte del momento en el que tu dicotomía existencial comienza a matizarse, pero no es la hora de tomar decisiones apresuradas. Si tu intención es aceptar el cambio de tu aigam, aceptar que tienes un aigam de Anukig, puede que entregarla como prueba de honor no te garantice ni el regreso ni el perdón. Por cómo entiendo la situación, será mejor que ayudes a mantener el secreto, tanto si quieres llevar su alité a Asakem a la fuerza como si quieres entrenarla desde su nueva realidad.

—Podría conseguir el derecho a regresar —musitó con fervor—. No lo entiendes...

—Si la entregas, serás el algam que no supo cuidar de ella y que permitió un desastre sin precedentes en la historia de Alkaham. Los que respeten tu nombre por las hazañas de tu padre te verán con disgusto y quienes te rechacen por quedarte aquí dirán que no sirves como guía, que un día un hombre dejó a su hija bajo tu cuidado y por la noche estaba condenada a la extinción. —Se puso de pie y avanzó hacia la puerta bajo los ojos inquietos de Ensio—. Nadie va a apoyarte si la entregas y nadie va a mantenerse de tu lado si la obligas a brillar con el tono de Asakem. Pero si decides esperar, aquí me tienes.

Lo vio marcharse bajo el manto de una noche fría y ventosa, con pasos largos y ágiles que dejaban en la nieve marcas que se borrarían por la mañana. Se preguntó cuánto tardaría en estar a salvo y si los ojos que lo vigilaban descubrirían algún día que había abandonado su prisión. Le hubiera gustado saber en ese instante si Arkieeli pagaría por haberse fugado para aplacar sus temores.

Deseaba que sí.

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