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02. En nombre de Vanihèn | Parte 1

La noche ya había cubierto la ciudad cuando Senna regresó a casa. Se quitó las botas, mojadas y con restos de la nieve que caía rala desde la tarde, y permaneció descalza en el recibidor, sin moverse. Sin sus padres allí, podía notar el silencio que siempre había bañado cada habitación y que se había intensificado después de la partida de su abuelo, el único al que Senna había conocido y al que había podido disfrutar hasta la edad de seis años.

Cuando los traidores de Anukig fueron expulsados del norte de Alkaham y el camino de escape los llevó a la Tierra, una horda de alkyren, a la que sus abuelos paternos se habían unido en el último momento, los persiguió hasta acabar con ellos. Pero los grandes señores del cielo no aprobaban que sus protectores iniciaran aquella caza para cumplir con un mandato que no había sido su deseo, por lo que cerraron las puertas de Alkaham y las familias guerreras debieron subsistir lejos de su hogar, vetado también para cada uno de sus descendientes.

Los padres de Perttu habían cazado juntos, dejando al niño al cuidado de la madre de Ensio, así como juntos se habían marchado de Asakem, el sur de Alkaham, a sabiendas de que no regresarían. Perttu solía decir que preferían el honor de ser quienes acabaran con los impuros en lugar de recibir las noticias desde la tranquilidad de su desierto. Sin embargo, fue el padre de Ensio el que acabó con el último hombre de sangre traidora, su mujer y su hijo recién nacido, llevándose todo el reconocimiento que cada miembro del grupo reclamaba. Entre ellos se decía que el nombre de la familia de Ensio haría temblar a cada alkyren, por más hábil que fuera, incluso años después de la muerte de sus padres.

Senna sabía que ser su aigam era un honor entre los alkyren que permanecían en la Tierra, pero pensó, envuelta en el silencio agonizante de la sala, que el honor no servía de nada si su algam la dejaba morir.

Notó que había estado temblando cuando sus músculos se relajaron con algo de dificultad; su espalda seguía rígida y sentía la molestia aún latente allí donde Janna la había tocado. Su dedicación hacía que Senna se estremeciera y se deshiciera en disculpas cada vez que la llamaba por razones egoístas, como solía decirle. Sus cuidados no habían disminuido en intensidad, como Senna había temido, y Janna continuaba allí, dispuesta a atenderla cada vez que la precisara. Le sonaba a ironía amarga que ella, hija de uno de los pocos alkyren terrestres que aún conservaba el cuerpo con el que habían sido creados y aigam del alkyren cuyo apellido provocaría el pánico entre sus pares de solo nombrarlo, necesitara a una humana para mantenerse de pie.

Dejó caer su bolso y el abrigo, tan mojado como las botas, y subió las escaleras. Sus piernas amenazaban con traicionarla a cada peldaño, pero sus manos, firmes sobre la pared, ayudaban a estabilizarla.

Llegó primero a su habitación. La puerta, que había dejado entreabierta, no se había movido mientras ella estaba con Janna. El cuarto tampoco había visto algún cambio con respecto a la noche anterior, cuando lo había intentado, pero sí había limpiado los restos. No se había atrevido a confesarle a su aigam qué había hecho para descompensarse; temía que la delatara. Los libros que llevaba estudiando desde que había aprendido a leer en aniah cubrían gran parte del suelo, despreocupados, como si supieran que Sara no estaba en casa, y apremiantes, como si le prometieran que su salvación estaba entre aquellas páginas, que debía buscar bien. Pero Senna no sabía buscar, solo conocía las respuestas preconcebidas, y cada noche en la que se desvelaba entre preguntas la llevaba a la misma conclusión: su esperanza estaba en el fuego vivo, no en páginas muertas robadas de Asakem. Y cada noche se recostaba sobre las hojas manchadas y recitaba una plegaria a los dioses que no respondían ante desterrados. Cada noche se encogía hasta que sentía el palpitar de su frente en las rodillas e imploraba una piedad que se reflejaba en sus palabras como una cura cuando la búsqueda le daba algo de optimismo, y una muerte pronta cuando no. Una muerte con honor, para honrar su linaje y el de su padre.

En más de una ocasión soñó que las llamas la cubrían y lenguas de fuego de cada tonalidad de Alkaham danzaban a su alrededor. Entonces, cuando el calor intenso se llevaba cada pelo de su cuerpo, la piel se desintegraba y algunas escamas se distinguían por su brillo. Y despertaba, siempre despertaba en el mismo cuerpo incapaz de cambiar y con la misma llama tenue en su pecho.

Salió de su habitación y llamó a la puerta de la de su hermano. Cuando entró, vio a Jouko tendido sobre la cama, sacando provecho él también de que, por primera vez en años, no había nadie en la casa a quien tuvieran que ocultarle su naturaleza.

Adaptaciones del aniah a las lenguas seldámine —leyó desde la puerta. Su hermano cerró el libro sin quitar los dedos de la página que leía para comprobar el título—. ¿No es una especie de broma de mal gusto hablar de lenguas seldámine?

—«El rey no vuela, las hijas no hablan» —citó él. Dejó el libro en el suelo, cerrado—. Dicen que el llanto de Sypssyaen al caer del cielo fue tan desgarrador que sus hermanos no permitieron que su creación pudiera emitir sonido. Las seldámine fueron condenadas al silencio.

—Condena, todo es condena con los dioses. Me pregunto si quienes aún viven en Alkaham reciben alguna gracia que los beneficie. —Notó el cansancio en su voz y le supo a derrota.

—Ven aquí —la llamó su hermano. Hizo un espacio en la cama para ella y Senna se recostó junto a él—. No estás condenada —le aseguró con fervor.

—Entonces, ¿por qué me siento cada día más débil si trato de mantener mi llama limpia y pura? ¿Por qué no puedo alinearme con la región a la que debería proteger si viviera del otro lado de los portales? —Su voz era un susurro entrecortado. Había perdido toda intensidad—. ¿Por qué, por más que lo intente, no puedo purificar mi alité?

—No todo es purificación de tu alité, Senna. El aliklivá no es la salvación, es una rutina saludable, nada más. —Extendió un brazo hacia ella y la rodeó. Senna pudo sentir el calor de su cuerpo y que su llama se conservaba allí, eterna, con el fulgor rojizo con el que nunca brillaría la suya—. Dime qué pasó esta mañana, con Ensio.

La joven se incorporó sin mirarlo y le dio la espalda. Comenzó a quitarse el suéter.

—Lo que iba a pasar cualquiera de estos días —respondió—. Me pidió que volviera a ejercitarme, a limpiar mi alité, que lo mantuviera en condiciones hasta que papá regrese. Ensio me preocupaba por la mañana, pero no ahora.

Debajo del suéter llevaba una camisa negra. Comenzó a desabotonarla.

—Senna...

—No me sentía bien después del almuerzo, así que fui a casa de Janna. Ella lo descubrió.

La camisa cayó sobre las sábanas. Sobre su espalda, a cada lado de la columna vertebral, nacían finas líneas violáceas que insinuaban ramificaciones en los extremos. Y en cada nodo parecían palpitar.

Jouko mantuvo el silencio durante unos instantes y la distancia entre los dos pesaba.

«Di algo —imploró Senna—, lo que sea».

—¿Duele?

—Un poco, sí. —Volvió a colocarse la camisa y giró medio cuerpo para encontrarse con la mirada culpable y perdida de su hermano. Ahora que sus ojos lo encontraban, veía que la preocupación se leía en cada músculo tenso de su rostro, en cada fina arruga alrededor de sus párpados, en la posición recta y tirante de sus cejas—. Me mantendré como hasta ahora —le aseguro—, no volveré a entrenar hasta que papá regrese y discutamos con él las posibilidades, pero si antes me costaba explicarle a Ensio que lo hacía porque te lo había prometido, más me costará ahora esconder estas marcas.

Jouko estaba a medio camino entre la incertidumbre y el pánico, puede que transitara ambos caminos a la vez. Tomó la mano de su hermana entre las suyas y susurró una disculpa que ella se negó a aceptar.

—Está bien, ya no molesta como más temprano. Puede que no vuelva a molestar nunca más.

Los minutos pasaron mientras ellos se abrazaban y el silencio caía como una sábana pesada que los cubría de temores. La habitación sin decoraciones tampoco les hablaba —Jouko había insistido en que, si no podía colgar de sus paredes fragmentos de canciones tradicionales en aniah para recordar la infancia que no había tenido, no colgaría nada—, y acabaron por cerrar los ojos, pero ninguno se durmió.

—Estoy preocupado —murmuró él, rescatándola del trance. Senna se movió a su lado, más consciente de su cuerpo y de dónde estaban—. Me preocupa que Ensio no contacte a quienes corresponde, me preocupa que papá no nos haya hablado antes de irse, me preocupa que sigas atada a Janna.

Esta vez giró por completo hacia Jouko, enfrentándolo con cada parte de su cuerpo.

—No estamos juntas, ya no. Seguimos hablando porque está mamá de por medio y mantenemos la amistad porque... —Se detuvo. No estaba segura de cómo continuar.

—Porque ella puede aliviarte. Le enseñaste a Janna cómo ayudarte cuando estaban juntas y ahora no puedes desprenderte de ella.

—Nunca la obligué a hacerlo y fue por su insistencia que le permití seguir ayudándome después de terminar —se defendió. La acusación de su hermano sabía a lástima. Él conocía su situación y sus posibilidades, y entendía cuánto necesitaba en aquel momento que alguien la ayudara a estabilizarse, y aun así desaprobaba que aceptara el soporte de la única persona que conocía quién era ella en verdad. Qué era.

—Janna te obligaría a prometerle que dejarás que te siga acompañando si fuera necesario. Sabe lo suficiente como para ver que el peligro es real y nunca te dejaría sola si tu calma física depende de ella. Fuiste su mejor amiga antes de importarle de otra manera y en ese momento ya estaba pendiente de tu alité. Es una buena amiga, Senna. Si todavía te importa, al menos como amiga o como nieta de Edvin y Niina, mantenla a salvo.

—¿A salvo de mí? —susurró. No supo si él la había oído; no respondió.

Se levantó de la cama y recogió el libro del suelo. En la tapa, los tentáculos escamosos de una seldámine enmarcaban el título y se aferraban a las letras como si les pertenecieran. «Tentáculos que parecen lenguas», pensó. Se lo devolvió a su hermano y encendió la luz para que terminara de leer en un intento de fingir que no habían tenido esa conversación.

Regresó a su cuarto y contempló por su ventana el árbol que reinaba en el patio trasero; la semilla, oriunda de Alkaham, había sido traída por su abuela paterna cuando decidió que emprendería el viaje tras el cual no podría retornar. Crecía unas cuatro veces más rápido que cualquier árbol terrestre y ahora, menos de cincuenta años después de haber sido plantado, lucía como si llevara más de un siglo en aquel lugar y hubiera existido antes que sus padres, antes que sus abuelos.

Los latidos sobre su espalda buscaban sincronizarse con los de su corazón. Recordó la expresión de Janna al extender sobre el suelo la alfombra sobre la cual se recostaría para recibir los ungüentos, la resignación de sus ojos al saber que ella sentiría parte de aquel dolor, la aceptación del destino del que era incapaz de liberarla. Las puntadas de dolor intermitente le habían impedido a Senna decirle que era suficiente, que no tenía que hacerlo esta vez como no había tenido que hacerlo antes, y sin embargo, se calló y tragó la culpa que no podía evidenciarse en sus palabras. Le demostraba a Janna su respeto aceptando que su conexión no se alterara por el tipo de relación que tuvieran. También lo había prometido.

La nieve caía ahora espesa y recordó que todos los rostros con los que había hablado a lo largo del día le habían mostrado la misma mirada que ella veía reflejada en el cristal, la misma pena que se sentía por alguien cuya condena también alcanzaba a quien la contemplaba.

«Sypssyaen creó seres sin voz», pensó, y mientras volvía a colocarse el suéter para salir, Senna deseó que los alkyren hubieran sido los que no pudieran hablar, que hubiera sido ella incapaz de gritar, incapaz de llorar ante la ruina. 

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