No es una despedida
El viernes, a la una de la tarde, nos prometimos encontrarnos. Pero el destino, ese cruel titiritero, se rió de nuestra ingenuidad. Entré a la morgue, y allí estabas, inmóvil, como si el tiempo hubiera detenido su marcha solo para burlarse de mí.
Tus pies, esos mismos que bailaron conmigo en tardes de verano, ahora reposaban en una camilla fría. Las uñas, antes pintadas de rojo, ahora eran testigos mudos de nuestra historia. No lloré entonces; debía ser fuerte, porque mi hermano estaba a mi lado, su mirada triste reflejando la mía.
Me hice cargo del funeral. Tus amigos, tus compañeras de trabajo, todos vinieron a darte el último adiós. El lugar estaba repleto, como si la vida entera hubiera decidido despedirse de ti. Los familiares salieron de cada rincón, como si el universo conspirara para que no estuviera sola en este dolor.
Contraté un mariachi, como habíamos bromeado en alguna ocasión. La música llenó el aire, y por un instante, creí verte sonreír. Casi desmayo, pero alguien me sostuvo. No te preocupes, mamá, no estuve sola ni un segundo.
Tus hermanos, esos que a veces parecían distantes, demostraron su amor y lealtad. En sus ojos vi reflejado el mismo dolor que sentía. Te amaron, te aman y te amarán, como yo. El cielo se nubló, y las lágrimas del cielo se confundieron con las mías.
No estoy bien, mamá.
Sonrío, pero siento que falta algo.
Ese algo eres tú.
Me amaste durante tanto tiempo, pero yo, mamá, te amé y te amaré toda mi vida. Prometo seguir de pie, porque tengo razones para hacerlo. Mis hermanos, tus nietos, todos merecen verme fuerte.
No te preocupes por mí.
Te escribo para que descanses, para que sepas que no te he olvidado.
Camino en un mundo donde ya no puedo verte, pero no es una despedida. Tengo la esperanza de que el destino nos vuelva a juntar, y la próxima vez que lo haga, no duela.
Hasta entonces, mamá, descansa en paz.
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