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1. Lo que fue de mi

Lo que fue de mi

Me había sentado en el banco de la parroquia del colegio desde hacía más de diez minutos. El receso iba a terminar, pero a veces se me pasaba el tiempo mirando la nada y me olvidaba de que tendría que estar actuando más humana, más responsable, más Serena.

Ese acto tan ausente, y bobo para la mayoría de mis compañeros, para mí era expiar culpas. Acababa de robar energía vital de un ser humano que conocía de vista desde hacía once años. Y, aunque había aprendido a controlar la cantidad exacta que extraía de ellos, para no lastimar a nadie, para no afectar sus vidas, su salud, aunque eso se sintiera realmente bien para mí, me sentía terrible.

Odiaba a hacerlo; no me gustaba no poder resistirme con aquellos que me rodeaban y había momentos como esos en los que me sentía un monstruo pues mi existencia, la de mi cuerpo, en realidad, se debía pura y exclusivamente a todo lo que tomaba de otros.

En cierta manera, era como calmar el hambre; la energía no solo me saciaba, sino que daba placer. Me dejaba tranquila y fuerte, por lo menos durante unas cuantas horas. Casi siempre, me veía obligada a escapar de casa por la noche, recorrer varios kilómetros en la ciudad y buscar gente malvada para robar su vitalidad sin que me sintiera una mierda.

Con ellos no solía tener culpa. Mucho menos con todos aquellos que me veían joven y sola y planeaban atacarme sin tener en cuenta que el verdadero peligro allí era yo, no ellos, tal y como había pasado con los primeros seres humanos que me crucé después de que la muerte me despertara.

En cambio, en la escuela, cuando me sentía muy cansada, casi que no podía evitar tocar a alguien y pedirle prestado un poco de su energía vital, generada por el mismo cuerpo al comer, respirar, vivir...

El mío ya no podía hacer eso. Si no tomaba la energía residual de los demás, al menos, la herida en mi pecho bajo el tatuaje se abría y me moría otra vez. Ya había comprobado lo que pasaba si me reusaba a hacerlo; llegué, casi, al mismo punto que había estado cuando desperté de mi muerte. No quería volver a pasar por eso y me convencí de que no valía la pena volver a hacerme la tan, pero tan moralista. Era simple y tenía que aceptarlo y sobrevivir: yo no producía energía, mi cuerpo funcionaba en base de la robada.

Pero la Serena moralista volvía en algún punto. En ese momento, allí sentada en la iglesia, estaba en ese punto. Me pasaba seguido.

La culpa siempre estaba agarrada con el miedo, con el sentimiento de que eso era más una maldición que otra oportunidad. Y pues sí, cualquiera diría que tenía una gran ventaja, porque según la muerte nada podría matarme excepto un cuchillo, como el responsable de que pereciera en primer lugar. Pero, en los últimos cuatro meses, había aprendido a dudar de eso. Me pregunté si mi cuerpo cambiaría, si crecería, si tendría un futuro, en verdad. Y qué pasaría si envejecía y finalmente me llegaba la "hora". En todas mis conclusiones y teorías, la respuesta era siempre la misma: como sea, estaría atrapada en la tierra. Mi cuerpo se pudriría y yo seguía aquí, o quizás en algún sitio mucho peor, cuando no tuviera un cuerpo ni siquiera en descomposición al que aferrarme.

Eso era lo que me daba miedo. Después de todo, el terror por mi futuro era mucho más fuerte que cualquier sentimiento de pesar que pudiera tener por atacar a otros. Así que, por eso, terminaba en la parroquia, haciendo mea culpa, hablando con Dios o con quien fuera. No era la primera vez ni sería la última que le preguntara si era una mala persona o no, si era egoísta o no.

Tal y como veía mi propia existencia en ese entonces, así mismo funcionaban mis sentimientos. El miedo, la moralidad y la culpa se mezclaban en un círculo vicioso que tenía que tragarme en silencio todos y cada uno de mis días.

La campana sonó, podía escucharla tenuemente desde donde estaba. Me levanté y dejé la iglesia, saliendo al patio que conectaba a un largo pasillo y de allí al patio cerrado del instituto, el que se usaba para los recreos. La preceptora de séptimo grado me vio, pero solo me dijo que ya se había terminado el receso y fuera rápido a clase. Quedaban todavía algunos rezagados, rebeldes, que estiraban los minutos para dejar el patio y subir las escaleras hasta el primer piso, donde se encontraban las aulas del secundario. A esos, los retó. En cambio, yo tenía fama de ser buena alumna. Lo había sido toda mi vida hasta que un tipo me enterró un cuchillo en el pecho.

Sacudí la cabeza, mientras llegaba al vestíbulo superior. Pensaba en eso todo el tiempo. Estaba segura de que nunca iba a olvidarlo, pero irónicamente no recordaba con exactitud la cara de mi asesino ni cómo fue el trayecto hasta el descampado. Sí sé que luché, sí me acuerdo de esa parte. Pateé, grité, mordí, rasguñé, de igual modo nada sirvió. Me mató.

—Serena —me dijo mi preceptora, cuando alcancé el aula de 5to año B, mi aula—. ¿Dónde estabas?

—En la parroquia —contesté—. Perdón, casi se me pasa la hora.

Ella lo aceptó. Nadie pensaría jamás que Serena Haider quería hacer novillos. No, señor. Después de todo, las clases era lo único que me mantenía normal, común.

Sin embargo, a pesar de que eso era lo único normal, yo había cambiado mucho. Pero, ¿había manera de no cambiar en esas circunstancias? Hacía lo que podía. En esos cuatros meses había reducido todo mi contacto con mis compañeros, amigas y familia. No los tocaba a menos que tuviesen mucha ropa encima que impidiera que tocara su piel y todo el mundo había notado que yo no era la misma.

Me senté en mi lugar, junto antes de que el último chico que faltaba en el aula, Alan, entrara, con su sonrisa de comercial. A mi lado, mi siempre fiel amiga Cinthia suspiró imperceptiblemente. Ella se mantenía conmigo a pesar de mis cambios y también se mantenía muy enamorada de Alan, aún cuando ni le hablara.

—¡Perdón! —se disculpó el muchacho, alzando ambas manos. Yo puse los ojos en blanco; cuando se mostraba a sí mismo como un campeón por llegar tarde, me parecía de lo más imbécil. Meses atrás, no se me había ocurrido pensar lo mismo. No me daba cuenta de un montón de cosas que hacían los adolescentes que eran realmente estúpidas—. Es que me entretuve con Luca, estábamos ayudando a Gracia con sus cajas.

Cinthia me codeó y yo me corrí a un lado, para que no llegase a tocarme, aunque teníamos los uniformes puestos y no había contacto de piel. Ella me hizo un gesto, curiosa, pero sin mencionar mi reacción. Lo que había intentado marcarme de lo dicho por Alan era, por supuesto, el nombre Luca.

Mi Luca.

Asentí. Antes, todas esas fantásticas actitudes alardeadas por parte de Alan resultaban maravillosas. Cinthia y yo creíamos que ambos eran héroes, super desinteresados y amables, además de lindos. Mi amiga lo seguía creyendo, yo solo esperaba que Luca no fuese así de falso también.

—Siéntate, Alan —pidió la profesora, entrando detrás de él y dejándolo sin muchas chances de alardear. La maestra de literatura tampoco le tenía paciencia. Detrás de ella, para mi sorpresa, entró Luca. Le traía una pila de libros enormes que seguramente habían usado en su clase, en el aula de 5to A—. Gracias, Luca.

Él asintió, con una sonrisa que cualquiera diría que era genuina, saludó a un par de nuestra clase con las manos y Cinthia volvió a codearme, esta vez dándome entre las costillas. No me dolió y apenas la miré. Estaba concentrada en él. Podía ser falso, lo que fuera, pero lo único que no había cambiado para mi desde mi muerte había sido lo que él me gustaba.

Apenas si me miró. Nunca hablamos más de dos o tres palabras, en realidad; había sido demasiado vergonzosa durante toda mi vida como para atreverme a buscarlo. Él chocó las manos con Alan y salió, dejándome, a la vez, respirar con tranquilad.

Mi único problema con Luca, es que, aunque ahora no tenía motivos para tener vergüenza, porque tenía más de qué preocuparme, es que la cantidad de energía que él producía me volteaba cada vez que lo tenía cerca. Era casi como poder olerlo, como si tuviese puesto un perfume muy fuerte, uno que me gustase mucho.

No me había pasado así con otras personas. En esa misma aula, solo había una que producía un poco más que el resto y nunca tanto como Luca, a mi parecer. Lora Banks era gimnasta profesional, siempre estaba en forma y desde donde estaba sentada en ese momento podía llegar a percibirla sin tocarla. El ejercicio siempre producía mucha energía, pero en el caso de Luca, su energía no provenía de allí.

Luca era como mi droga, mi principal tentación por muchísimos motivos, pero no me animaba a estar cerca de él justamente por eso. No había probado robarle energía a esa gente que produjera tanto; no sabía cómo iba a reaccionar mi propio cuerpo y si podría controlarme. Quizás, si en las noches encontrara a alguien así, podría probar sin tanto miedo de lastimar...

—Sere —me llamó Cinthia—. ¡No dijiste nada!

—¿Qué iba a decir? —pregunté, cuando la profesora empezó a escribir en el pizarrón.

Una vez más, Cinthia se tragó sus opiniones sobre mi actitud y mantuvo la boca cerrada por largo rato. Detrás de mí, Caroline y Edén se pusieron a cuchichear. Ellas también sabían que Luca me había vuelto loca por años y también sabían que yo estaba bien rara.

—Oigan —dijo Edén, estirándose hacia delante—. ¿Y si vamos a ver la clase de gimnasia de los chicos? Es a las siete, Seren, ¿no puedes?

—No —dije, sin más—. Tengo que estar en casa a esa hora.

—¡Pero si aún es de día!

—Por eso mismo —murmuré. Mamá tenía que verme en casa a esa hora, para seguir creyendo que su hija al menos era obediente. No quería que dudaran todavía más de mí.

Caroline bufó.

—Qué aburrida estás, ¿nos vas a decir qué te pasa? ¿Estás enojada con nosotras? —Me puse a copiar lo que la profesora escribía, mientras Cinthia negaba con la cabeza—. Sere —insistió mi amiga, levantando la voz y logrando que la profesora se diera la vuelta y nos fichara a las cuatro.

—Haider, Capiello, Ricci y Gonzalez, es momento de prestar atención, no de hablar —nos retó.

A mi lado, Cinthia se encogió, avergonzada, y miró de reojo a Alan, que apenas si se había percatado de lo que nos habían dicho. Edén, detrás de mí, suspiró. Caroline, siguió enojada. Yo, seguí callada.

Así era la mayoría del tiempo. A veces pensaba que me desconectaba del grupo por su propia seguridad, no solo por mis temores. Otras tantas, creo que lo hacía porque me sentía ya bastante angustiada por lo vivido y que iba a terminar contándoles todo, incluso aquello que podía alejarlas de mí de verdad. No tenía punto medio.

La hora pasó lento, pero en cierto modo no fue un gran dilema. El pecho no me dolía, debido a la energía que había robado y podía concentrarme más en la clase que en mis divagaciones. Cuando el siguiente receso llegó y Cinthia me rogó que fuese con ellas al comedor, en vez de desaparecerme por ahí, también pude distraerme. Se los debía después de haberme callada ante la pregunta real y sincera de Caroline.

Bajamos al patio, mientras Cin estiraba el cuello para rastrear a Alan y yo apretaba los labios. Donde estaba Alan, generalmente estaba Luca. Donde estaba Luca, siempre, durante años, había estado yo.

—Vamos a sentarnos —pidió Edén, cuando entramos al comedor. Efectivamente, allí dentro estaban Alan y Luca, sentados en una mesa en el fondo, contra la pared, riendo y conversando. Cinthia casi que se desmaya junto a mí—. A esa mesa —indicó la más bajita del grupo, con una marcada intención. Era la mesa de al lado.

Gemí, por lo bajo. No quería estar tan cerca de Luca. No tanto, aún cuando todavía había una gran parte de mí que moría por verlo, como antes.

—Serenaaa —canturreó Caroline, marchando delante. Intentaba que los chicos nos notaran, pero solo Alan levantó la vista hacia nosotras—. ¿Qué hay, chicos?

—Eh, ¿te pasa algo, Cinthia? —preguntó Alan. Me giré a tiempo para ver la cara de Cin. Estaba tan roja que parecía que tenía fiebre.

—Ella está bien —completó Edén, sentándose a espaldas de los muchachos, al igual que Caroline, dejándonos a mí y a Cin los lugares en frente. Tenía que agradecer, después de todo, que se preocuparan por acercarnos a ellos.

Tomé aire y me senté antes que la pobre Cin, que parecía trabada en su lugar, incapaz de hablar. Mantuve la mirada gacha por unos segundos, mientras palpaba la energía a mi alrededor, cuidadosa. La única que podía notar era la de Luca, las demás, estaban muy metidas dentro de sus cuerpos.

Al levantar la mirada, nuestros ojos se cruzaron fugazmente. Él parecía curioso conmigo, pero no podía jurarlo. Yo tenía que rezar para no perder toda la vergüenza, levantarme e ir a tocarlo para absorber algo.

Y... eso quedaría fatal. Sería faltal.

—Caro —dije, para distraerme—. Perdón por ser tan seca.

Caroline levantó la mirada, dejó la uña que se había estado mirando y alzó una ceja.

—¿Sí? —dijo, sorprendida—. ¿De verdad?

—Hablo en serio —musité, apoyándome en la mesa—. Pasa, nada más, que algunas cosas no están yendo bien en casa y a veces me siento un poco mal. Eso es todo —mentí, pero en realidad sabía que mis amigas iban a insistir en que les contara todo, en que confíe en ellas, en que me ayudarían. Ese parloteó empezó cinco segundos después y tuve que sonreír y alzar las manos—. No se preocupen, ya sé cómo arreglarlo.

—Sere —dijo Edén, inclinándose hacia mí, para hablar más bajo. Cuando lo hizo, Alan también se inclinó hacia nosotras. Los demás chicos en su mesa, como Luca, Sebastián de 5to C, y Erick, de 5to A, también se mostraron interesados en lo que decíamos. Miré a Alan con intención, arqueando una ceja y él se volvió a su silla. Detrás de él, Luca mantuvo los ojos en mí. Le sostuve la mirada, un poco más amable, claro, hasta que Edén continuó—: estás así desde hace meses, ¿no nos vas a decir qué pasa?

—No te preocupes —contesté, con mi mejor actitud alegre—. De verdad que no pasa nada. Además, no estoy triste ni nada.

Por supuesto, eso no las convenció. Y a los chusmas de la mesa de al lado tampoco. El receso terminó, las clases también y enseguida me encontré caminando a casa, haciendo conteos mentales de cuánta gente debería cazar en la noche para estar al menos unos dos o tres días sin tener que salir y sin tener que tocar a nadie en el colegio.

Usualmente, trataba de atrapar entre dos y tres personas. No los mataba, no. Nunca necesitaba absorber tanto de ellos. Por lo general, sus energías aumentaban cuando se asustaban de mí o cuando querían hacerme daño. La adrenalina y el pánico eran grandes generadores de vitalidad, todo dependía del espécimen en cuestión. Un violador, aquel que se excitaba cazando, necesitaba perseguirme y asustarme para aumentar sus niveles. Yo lo dejaba hasta que el que terminaba encerrado era él. Con tipos así, solía ir un pelín más lejos, para desquitar la bronca y el asco que me daban. Además, podía mantenerlo alejado de muchas chicas por un buen rato.

Mis escapadas nocturnas siempre consistían en eso. Buscaba tipos despreciables para no sentir culpa y, además, porque ellos me daban más que una persona común. Por otra parte, creía que podía llegar a descubrir a mi asesino entre sus rostros.

Pensaba que cuando lo viera, lo iba a reconocer, pero hasta ahora no había tenido la suerte. Estaba segura, a pesar de todo, que jamás lo había vuelto a ver. Todavía, creía que él había intentado violarme. Si no, ¿por qué me había roto la camisa y el brasier? Lo que no llegaba a entender, es por qué me había matado antes de eso. Por eso mismo quería hallarlo, quería encontrar las respuestas... Y quería vengarme por lo que me hizo.

Suspiré cuando entré en casa. Dejé la mochila y le sonreí a mamá, a quién había logrado ocultarle todo lo sucedido esa noche fatídica entrando por la ventana de mi habitación, en el segundo piso, y escondiendo toda la ropa con sangre, para volver a salir y entrar a casa como una persona normal que había ido a una fiesta inocente con amigos.

Si bien ni ella ni papá se habían enterado, si notaban que no era la misma, por mucho que me esforzara en sonreír.

—Llegaste temprano —me dijo, mirando el reloj de la cocina—. Quince minutos antes.

—Ah, sí, corrí un poco.

Me fui a mi habitación, huyendo de las preguntas, como de costumbre. Me quedaría el resto de la tarde allí, haciendo tarea, revisando en internet, intentando encontrar a otros como yo o al menos saber cómo definir mi estado.

Solo después de la cena pude realmente ocuparme de liberar un poco de estrés metal, algo que acumulaba con tantas idas y vueltas sobre mi misma. En plena oscuridad, que hacia tiempo no me molestaba, me cambié el pijama. Me puse una falda, un top y unas botas. Encima, me puse una chamarra de algodón que siempre dejaba caer tentativamente por uno de mis hombros. Mientras más mostrara, más caían como moscas los desagraciados. Una chica sola, vestida así, en medio de una calle desierta, era un premio que nunca dejaban escapar.

Los hombres eran predecibles, mucho más que las mujeres. A ellas no me resultaba tan sencillo encontrarlas, pero de vez en cuando podía hallar a alguna que era tan despreciable como los que andaban de caza por las noches.

Escuché detrás de la puerta las respiraciones pausadas de mis padres. Estaban dormidos. Abrí la ventana, ignorando el frío invernal que se colaba por entre mis prendas ligeras y salté al jardín, a pesar de la altura. Aterricé con la gracia de un gato y luego flexioné las piernas para saltar por encima del paredón de mi casa.

Caminé varias cuadras, pensando que no tenía muchas ganas de ir hasta el centro de la ciudad. Victoria Avery era una ciudad enorme que hacia tiempo había absorbido y unificado pequeños pueblos a su alrededor, así que, en resumen, el centro estaba bastante lejos de mi casa. Tendría que arreglármelas para encontrar algo cerca. 

No tardé en cruzarme con una motocicleta con dos hombres que giraron la cabeza para verme. Percibí sus intenciones incluso antes de que giraran en la calle siguiente. Iban a volver por mí.

Me apoyé en la pared de una casa y fingí que revisaba mi celular, que estaba algo perdida. Eso les gustaba más. No tardaron en volver. Frenaron tan cerca que no me quedó otra que hacer como que me sobresaltaba. Los miré con algo de miedo, porque era lo que se suponía que una chica debía hacer.

—Muñeca, lindo celular —dijo, sacando una navaja de su bolsillo.

«Oh, oh». Las navajas no me gustaban, las navajas sí podían lastimarme.

—No me hagan nada —pedí, todavía fingiendo y levantando el teléfono en el aire.

—Dámelo y vemos. Si te portas bien... —Me alcanzó al mismo tiempo que yo le atajaba la mano con la navaja y la retorcía. Lo obligué a soltarla mientras absorbía su energía. No dije nada y lo dejé caer al suelo, satisfecha por el momento.

—Pendeja de mierda —dijo el otro, pero antes de que bajara de la moto yo estaba junto a él, agarrándolo de la nuca para absorber más energía.

Cuando terminé, los dos estaban en el suelo, balbuceando cosas. Me quité el pelo de la cara, me acomodé la chaqueta de algodón negro y suspiré, mirándolos con pena.

—Pan comido.

Sí, las navajas no me gustaban, pero nunca dejaba que me tocaran.

Las primeras dos presas ya habían caído y todavía tenía ánimos para una más. Me subí a la moto, como quién no quiere la cosa, y conduje unos pocos kilómetros hasta una calle que era muy transitada durante el día. De noche, en plena semana, solo había un par de humanos saliendo de sus trabajos.

Dejé la moto tirada por ahí. Seguro era robada, pero no era mi tarea devolverla. Yo solo cazaba; si luego la policía encontraba a algún sospechoso debilitado por mí, era una consecuencia secundaria. Era mi aporte a la sociedad, aunque la prioridad fuera yo.

Me subí el cierre de la campera y empecé a caminar, encogiendo los hombros como si tuviese frío, algo que realmente no sentía a pesar de las bajas temperaturas. Con la muerte, en ese estado de supervivencia temporal, había adquirido habilidades sobrehumanas que evidenciaban todavía más que no era como ellos. Saltar, correr más rápido, resistir cualquier ataque que no sea de un cuchillo, tener más fuerza, ser más instintiva.

Yo era como un vampiro, como un demonio. Al fin y al cabo, todas esas habilidades facilitaban que accediera a lo que me mantenía con vida. Esa parte de la nueva Serena no podía odiarla. Era genial, me hacía sentir más segura y confiada de mi misma. Por las noches, me sentía tan poderosa e imperturbable.

No tardé en tener a un hombre siguiéndome. De alguna manera retorcida, casi siempre tenía suerte en encontrarlos. Cuando no, me dedicaba a los ladrones, pero los violadores me gustaban más. Disfrutaba cuando los papeles se invertían, cuando la que vengaba a muchas chicas era yo.

Caminé varias cuadras, empecé a trotar, mostrándole que me daba cuenta que me seguía, haciendo que estaba asustada. Empecé a girar, lo dejé tomarme ventaja, lo dejé creer que yo no esperaba que tomara la otra calle para emboscarme. Estábamos cerca de las vías del tren, cerca de una zona con muchos recovecos entre los edificios, perfectos para lo que él quería hacerme.

Antes de que me lo topara de frente. Salté al techo de un edificio bajo, un galpón, un depósito. Lo esperé; venía apresurado, saboreando la victoria, corriendo para interceptarme a la vuelta del galpón, para arrastrarme al callejón entre el deposito y el edificio de departamentos de al lado. Cuando llegó y no me vio, se frenó en seco. Estaba descolocado, no sabía qué hacer.

Caminé por el techo del depósito, siguiendo sus pasos tentativos hasta la entrada del callejón, con las manos anudadas a la espalda. Desde donde estaba, podía ver que era joven, aún con la capucha y el gorro de lana que llevaba puesto. Menos de treinta años, no muy delgado, tampoco muy corpulento. No tenía guantes y los pantalones de jean azul estaban sucios.

Empezó a temblar, por la urgencia que le daba la situación, por no encontrarme. Saboreé la victoria mientras caminaba hacia la parte trasera del galpón, por el techo. Me detuve allí e hice un sonido con la garganta, susurré algo contra la manga de mi chamarra.

—Mamá... Má... ven a buscarme —supliqué, tan bajito como podía. Sabía que aún así él iba a escucharme.

Giró la cabeza hacia el callejón, alerta. La adrenalina estaba subiendo otra vez por su cuerpo, a pesar de que no podía verme al final del callejón. Suponía que estaba escondida detrás de uno de los depósitos de basura que utilizaban en el galpón.

Se acercó, despacio, mientras yo, desde el techo, seguía respirando agitada, como si estuviese aterrorizada. Jamás saqué los ojos de encima suyo mientras me preguntaba cómo podía ser tan estúpido para creer que una chica escondida se dejaría escuchar de forma tan obvia. Pero no era mi problema en ese momento, solo una ironía más, una diversión más.

Cuando se asomó por detrás del contenedor de basura y encontró el espacio vacío, la sorpresa lo tomó por desprevenido. Antes de que mirara hacia atrás, buscándome, me dejé caer del techo, bloqueándole el paso. El sonido de mis botas lo alertó. Sus ojos se encontraron con los míos.

—¿Me buscabas?

Avancé. Él retrocedió, revolviendo en sus bolsillos. Seguro que buscaba su maldita navaja; no iba a dejar que me la jodieran otra vez. Ya no tenía paciencia para tener que cuidarme de eso.

Acorté la distancia, lo atrapé por la chaqueta de frisa que llevaba y lo puse contra la pared.

—¿Cuántas? —pregunté.

—N-no... —Estaba tan asustado como él quería que yo estuviese. La adrenalina por la persecución era fuerte y combinada con el miedo era un combo potente y alucinante.

—¿A cuántas? —insistí. Era una pregunta de rutina.

—¡No...!

—Bien —Deslicé mi mano hacia arriba, hacia su cuello y absorbí toda su energía, toda su vitalidad acumulada en los últimos minutos. Un poquitín más, lo suficiente como para hacerlo sufrir.

Jamás dejó de mirarme y nunca me sentí mal por devolverle la mirada. Era un animal que se merecía lo que le pasaba y yo no iba a lamentar si moría por no poder recuperarse. Lo solté justo a tiempo y me moví un paso hacia atrás para que no se me viniera encima. No quería su sudor frío sobre mí.

La cara le dio contra el asfalto sucio y negué con la cabeza, mirándolo con asco y pena. La pregunta de rutina nunca la respondían, era parte de lo que ellos eran. Eran monstruos y aunque quizás yo también fuese uno, me había dado la tarea de ser su verdugo.


Bienvenidos al primer capítulo de Suspiros robados. ¡Gracias por estar aquí apoyando la historia!

¿Qué les ha parecido el prefacio y el cómo se ha desarrollado en esos meses la vida de Serena? 

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