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  Nico no tenía la menor idea de hace cuánto que no veía a Will Solace. 

  La última vez que había hablado acerca de ese cabello dorado tan brillante que parecía mantener el sol dentro y esos hipnotizantes ojos que reflejaban cielos, justo arriba de pecas que parecían ser galaxias y una piel bronceada digna de un modelo había terminado llorando contra el hombro de su hermana, lagrimeando tanto que toda el agua se había drenado de su cuerpo. 

  Pero eso había sido cuando tenía catorce años, y le hacía falta la presencia de su mejor amigo. Usualmente pensaba mucho en éso, en él: y pensaba en qué habría sido diferente si tan solo no hubiera reaccionado como lo hizo. Pero era inútil, realmente lo era. Ahora pasaba las tardes en su propio cuarto, tapizado hasta el techo con pósters de The Clash y los Ramones, escuchando música desde Spotify en su Xbox One y haciendo la tarea junto a Hazel, cenando con Reyna quien era su niñera pero no realmente y hablando esporádicamente con algunos de los clientes de la infame Marie Levesque. Era una mejor vida que estar encerrado en una solitaria cabaña del color de la obsidiana con un montón de niños que estaban igual o peor que él. Era mejor afrontar sus problemas con un selecto puñado de gente en la cual había aprendido a confiar, tomándose el tiempo necesario para procesar todo e intentar no dañarse en el proceso. 

  La verdad es que, a los ojos del mundo, la vida de Niccolò d'Angelo había sido toda una tragedia. Un padre drogadicto que había tomado su vida con una sobredosis y una abusiva madre psicótica, cuya lamentada muerte en un accidente de auto había sido más una bendición que una pesadilla viviente. Pero él era muy pequeño, y no entendía por qué Bianca corría de un lugar a otro la noche que patrullas se estacionaron frente a su miertera casa en el gueto, agarrando todo lo que sus frágiles manos podían sostener y aventando algunas cosas en su dirección antes de ordenarle que saliera con cuidado y sin hacer ruido por la puerta de la cocina. 

  Tampoco había entendido porqué los hombres que los recogieron de la calle ese día miraban a su hermana con un brillo enfermizo en los ojos, relamiéndose los labios como si de un dulce se tratara. No había visto a su hermana por toda una noche, sino que había llevado paquetes de azúcar y sal de un camión a una bolsa y después eso a un carro. Nunca entendió qué restaurante necesitaba tal cantidad de condimentos. 

  Tampoco entendió cuál fue el alboroto de policías entrando a ese extraño lugar y subiéndolo a camiones con muchas niñas lastimadas y un par de chicos desorientados. No entendía mucho, hasta que una mujer de ojos lilas le entregó un sándwich y una botella de agua y le pidió que explicara lo que había vivido. 

  Nico no entendía la razón por la cual Bianca se alejaba de los hombres, especialmente si eran mayores, y tampoco entendía por qué todos los adultos lo miraban siempre de la misma forma, como si fuera una víctima de algo, como si supieran algo que él ignoraba. 

  Hasta el día que lo entendió, y entonces el mundo se vino para abajo. Porque los hombres que sonreían en los callejones y te invitaban a jugar Mitomagia con ellos en realidad violaban y prostituían a tu hermana, y ningún restaurante usaba tal cantidad de azúcar y sal, y sus padres eran unos malditos enfermos y él también lo era.

  Y lo era, y lo era, y siempre lo iba a ser, y siempre lo iba a saber. Y Hazel también sabría, y Reyna, y Leo y probablemente Queen Marie también. 

  Pero estaba bien, estar un poquito más lejos del resto y comer un poquito menos estaba bien. 

  Se preguntó si Will sabía la mala vida que le había tocado, y después se preguntó si él sabía algo acerca de la vida que a Will le había tocado. 

  La respuesta siempre era no, no sabía nada. 

  Y la ignorancia lo mataba.

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¿Qué carajo estoy haciendo que actualizo cada viernes trece?

Besos robóticos congelados:

—Valery

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