Reto #8
Siempre pensé que la amistad era un refugio, un lugar seguro donde podía ser yo misma sin miedo a ser juzgada. Pero contigo, todo fue diferente. Desde el primer momento, te admiré. Eras brillante, carismática, y parecía que todo el mundo gravitaba a tu alrededor. Quería ser tu amiga, quería ser parte de tu mundo.
Al principio, todo parecía perfecto. Nos reíamos juntas, compartíamos secretos y sueños. Pero poco a poco, empecé a notar las grietas en nuestra amistad. Cada vez que lograba algo, tú lo minimizabas. “Eso no es nada comparado con lo que yo hice”, decías. Mis logros, que para mí eran importantes, se convertían en insignificantes a tu lado.
Recuerdo cuando gané ese concurso de escritura. Estaba tan emocionada, quería compartir mi alegría contigo. Pero tú solo dijiste: “Oh, yo gané uno similar el año pasado, pero era mucho más difícil”. En ese momento, mi felicidad se desvaneció. Sentí que nunca podría estar a tu altura, que siempre sería una sombra a tu lado.
No solo eran mis logros. Mis momentos difíciles también eran eclipsados por los tuyos. Cuando perdí a mi abuela, estaba devastada. Necesitaba a alguien que me escuchara, que me consolara. Pero tú solo dijiste: “Sé cómo te sientes, yo perdí a mi perro la semana pasada y fue horrible”. De alguna manera, siempre lograbas hacer que mis problemas parecieran triviales comparados con los tuyos.
Con el tiempo, empecé a sentirme menos, insegura. Cada vez que estaba contigo, sentía que no era suficiente. Que mis alegrías y mis penas no tenían valor. Me convertí en una sombra, siempre opacada por tu luz. Y lo peor de todo es que no me di cuenta de cuánto me estaba afectando hasta que fue demasiado tarde.
Pero no fue solo eso. Empecé a sentirme tonta y estúpida por ser yo misma. No podía escuchar mi música favorita o hablar de mis programas de televisión sin que tú encontraras algo tonto o defectuoso en ellos. “Eso es solo para gente tonta”, decías. “¿Por qué lo escuchas? ¿Eres tonta?” Y lo peor es que me creía esas palabras. Realmente pensé que tus consejos eran bien intencionados, que solo querías sacar lo mejor de mí.
Me convencí de que necesitaba cambiar, de que no era suficiente tal como era. Dejé de escuchar la música que amaba, de ver los programas que me hacían feliz, todo para intentar encajar en tu molde de perfección. Pero nunca era suficiente. Siempre había algo más que criticar, algo más que menospreciar.
Y luego, arruinaste mi primer amor. Lo conocí en una fiesta de la escuela. Recuerdo cómo nuestras miradas se cruzaron desde el otro lado del salón, y sentí una conexión instantánea. El salón estaba lleno de luces parpadeantes y música vibrante, pero en ese momento, todo se desvaneció excepto él. Pasamos la noche hablando, riendo y compartiendo sueños bajo las estrellas. Poco a poco, me fui enamorando de él. Era atento, cariñoso, y me hacía sentir especial, como si fuera la única persona en el mundo que importaba.
Sin embargo, comenzaste a decir cosas sobre él: que tenía mal comportamiento, que era un mujeriego, que no tenía futuro. Me lo creí todo, pensando que me prevenías de una mala relación. Pensé que tus palabras eran para protegerme, para evitar que me lastimara. Cada comentario tuyo era como una espina afilada que se clavaba en mi corazón, llenándome de dudas y miedos, como una tormenta oscura que nubla el cielo más claro.
Fue cuando te vi coquetear con él, acariciando su brazo con una suavidad que me resultaba insoportable y moviendo tu cabello de forma provocadora, como si cada movimiento estuviera diseñado para atraer su atención. No lo entendía. Mi mente se llenó de celos, ira y confusión. ¿Por qué tú, que decías querer protegerme, estabas haciendo eso? Me di cuenta de que no era protección lo que ofrecías, sino manipulación. Querías controlarme, mantenerme bajo tu dominio, incluso si eso significaba destruir algo que podría haber sido hermoso para mí.
Pero no podía dejarlo así. Necesitaba respuestas, necesitaba enfrentar la verdad. Así que un día, reuní todo mi valor y te enfrenté. Te pregunté por qué habías dicho todas esas cosas sobre él, por qué habías coqueteado con él después de advertirme que me alejara. Mi voz temblaba, pero mis ojos ardían con la determinación de alguien que ya no podía soportar más mentiras.
Y tú, con esa sonrisa falsa que ahora me parecía tan evidente, me dijiste que solo estaba imaginando cosas. Que nunca habías hecho nada malo, que solo querías lo mejor para mí. Intentaste justificarte, diciendo que me estabas protegiendo, que él no era bueno para mí. Pero tus palabras no tenían peso, no después de verte coquetear con él, no después de sentir la traición en cada uno de tus gestos.
Y entonces, la verdad salió a la luz. Empezaste a salir con él. Incluso se convirtieron en novios. Y aunque claramente me dolía, tú seguías presumiendo sus regalos, sus atenciones, como si cada muestra de afecto fuera un trofeo que debías exhibir. Cada vez que notabas que me ponía triste, te hacías la víctima. Decías que era una villana por no alegrarme por ti, por no celebrar tu felicidad.
Intenté alejarme para no sentir más dolor, pero incluso eso era mal visto para ti. Tus ojos, siempre llenos de juicio, me seguían a cada paso, como si mi sufrimiento fuera un espectáculo para tu entretenimiento. Siempre me menospreciabas y me regañabas, diciéndome con una voz fría y calculadora que debía madurar y aceptar que él te amaba a ti y solo a ti, porque tú eras perfecta y madura, no como yo, que era todo lo contrario. Esa fue la primera vez que lloré de verdad. Lloré con una desesperación que nunca antes había sentido, y te empujé con todas mis fuerzas para salir corriendo, dejando atrás el eco de tus crueles palabras.
No entendía por qué eras tan mala conmigo, por qué yo misma era tan mala que nadie me quería. Me encerré en el baño, el único lugar donde podía estar sola con mis pensamientos. Las paredes parecían cerrarse sobre mí mientras me preguntaba si esas palabras eran verdad, si realmente valía tan poco. Me miré en el espejo y no reconocí a la chica que veía. Sus ojos estaban hinchados y rojos, su rostro pálido y sin vida. Estaba rota, destrozada por dentro por mi propia amiga, la persona en la que más confiaba.
Un día, te enfermaste de varicela. Estuviste fuera de la escuela durante un mes por órdenes del médico. En las videollamadas, realmente te veías mal. Tu piel estaba cubierta de erupciones rojas y abultadas, y tu energía habitual parecía haberse desvanecido por completo. Tus ojos, normalmente llenos de vida, estaban apagados y cansados. Según me dijiste, como ya tenías más de quince años, esa enfermedad te afectaba mucho más fuerte que como lo haría a un niño pequeño.
Durante ese tiempo, tu novio se acercaba a mí varias veces para preguntarme por ti. “¿Cómo está?” me preguntaba con preocupación en los ojos, sus cejas fruncidas y su voz temblorosa. Y yo, con un nudo en la garganta y el corazón pesado, solo podía responder con un seco “Está bien”. No podía evitar sentir una mezcla de emociones: compasión por tu enfermedad, pero también un resentimiento profundo por todo lo que me habías hecho. Cada vez que pronunciaba esas palabras, sentía que una parte de mí se rompía un poco más.
Notaba que a él le parecía raro mi comportamiento. Podía ver la confusión en su rostro, sus ojos buscando respuestas que yo no podía darle. Pero nunca dijo nada. Tal vez no quería incomodarme, o tal vez no sabía cómo abordar el tema. Pero cada vez que me preguntaba por ti, sentía que mi corazón se rompía un poco más, como si cada pregunta fuera una pequeña grieta en una pared ya debilitada.
Entonces la ansiedad apareció. Mi salud mental se deterioró a tal grado que apenas podía reconocerme. Me sentía atrapada en una espiral descendente, donde cada pensamiento negativo se multiplicaba y me arrastraba más y más hacia el abismo. Los comentarios de mi amiga realmente habían calado demasiado fuerte en mí. Cada palabra suya era como una daga que se clavaba más profundo, haciéndome sentir insignificante, inútil.
Me sentía constantemente nerviosa, con el corazón acelerado y la mente llena de dudas. No podía concentrarme en nada, y las cosas que antes disfrutaba ahora me parecían vacías y sin sentido. Las noches eran las peores; me quedaba despierta, dando vueltas en la cama, preguntándome si alguna vez podría salir de ese agujero negro en el que me encontraba.
Me sentía sola, completamente sola. Cada vez que intentaba hablar con alguien, las palabras se me atascaban en la garganta. Temía que nadie me entendiera, que todos pensaran que estaba exagerando. Y así, me hundía más y más en mi propio sufrimiento, sin ver una salida.
Pero entonces, ellos aparecieron. Personas que no esperaba, que no conocía tan bien, pero que de alguna manera vieron mi dolor y decidieron tenderme una mano. No me juzgaron, no me hicieron sentir menos. Simplemente estuvieron ahí, escuchándome, apoyándome.
Ellos eran gemelos, una chica bonita y demasiado energética, parecía un torbellino. Su nombre era Sofía, y desde el primer momento en que la conocí, su energía desbordante me envolvió. Era imposible no sonreír cuando estaba cerca de ella. Su gemelo, Alejandro, aunque físicamente parecido, tenía una personalidad completamente diferente. Era tranquilo, un amante del manga, el anime y los chistes blancos, aunque de vez en cuando soltaba uno que otro de color.
Llegaron tres meses después de que tú sanaras de la varicela por completo. Sofía, con su energía inagotable, me adoptó inmediatamente como su mejor amiga. No hubo preguntas, no hubo juicios, solo una aceptación total y genuina. Alejandro siempre nos seguía de cerca, aunque se ponía tímido cada vez que estaba cerca de mí. Pero su presencia era reconfortante, y sus chistes siempre lograban sacarme una sonrisa.
Por primera vez, alguien me quería por lo que era. No me criticaban por mis gustos musicales ni por los programas que veía. Sofía y Alejandro me aceptaban completamente, y eso me hacía inmensamente feliz. Con ellos, podía ser yo misma sin miedo a ser juzgada. Podía hablar de mis canciones favoritas, de los animes que me apasionaban, y ellos no solo me escuchaban, sino que también compartían mis intereses.
Realmente estaba siendo feliz con ellos. Sofía y Alejandro se convirtieron en mi refugio, en mi nueva familia. Con ellos, cada día era una aventura, una oportunidad para reír y disfrutar de la vida. Sus risas eran como melodías que llenaban el aire, y sus abrazos, cálidos y reconfortantes, me hacían sentir que pertenecía a algún lugar. Pero aún había una sombra, la tuya, mi supuesta amiga, que de nuevo había comenzado a envenenar mi mente.
Tus juicios y críticas a mis nuevos amigos comenzaron a llegar como dagas afiladas. Decías cosas extremadamente groseras y crueles, mentiras que intentaban sembrar dudas en mi corazón. “Sofía solo está contigo por lástima”, “Alejandro se burla de ti a tus espaldas”, decías con una voz cargada de veneno. Intentabas destruir lo que había encontrado, lo que me hacía feliz. Tus palabras eran como un veneno lento, infiltrándose en mis pensamientos, tratando de arrancar de raíz la alegría que había florecido en mi vida.
Pero esta vez las cosas fueron diferentes. Yo los quería, y a diferencia de ti, yo defiendo a quienes amo. Y eso hice, los defendí de ti. Por primera vez, alcé la voz y no dejé que me manipularas. Tu poder sobre mí se había acabado. No podía permitir que siguieras envenenando mi vida.
Me levanté y te enfrenté. “¡Basta!”, grité. “No voy a permitir que hables así de ellos. Son mis amigos y los quiero. No tienes derecho a decir esas cosas”. Tu rostro se transformó en una máscara de sorpresa y furia. Intentaste defenderte, diciendo que solo querías lo mejor para mí, que tus intenciones eran buenas. “Solo estoy tratando de protegerte”, dijiste. “No quiero que te lastimen”.
Pero ya no te creía. Me había dado cuenta de lo manipuladora que eras. Recordé todos los malos tratos, todos los momentos en los que me habías hecho sentir menos. Las veces que te burlaste de mis gustos, que minimizaste mis logros, que hiciste que mis problemas parecieran insignificantes. Me di cuenta de que no eras una amiga, sino una persona mala y egoísta, incapaz de sentir cariño por nadie más que por ti misma.
Reflexioné sobre todo lo que había pasado. Me di cuenta de que había permitido que tus palabras y acciones me encadenaran, que me hicieran sentir menos. Pero también me di cuenta de que tenía el poder de romper esas cadenas. No necesitaba tu aprobación, no necesitaba tus mentiras para sentirme valiosa.
Ese día fue el último que hablé contigo. Ese día me deshice de tu innecesaria y dañina amistad. Fue como quitarme un peso enorme de encima, un peso que había estado cargando durante demasiado tiempo. Sentí una mezcla de alivio y liberación, como si finalmente pudiera respirar de nuevo.
En cambio, permanecí con esos amigos que realmente me querían y me abrazaban con cariño tal como era. Sofía y Alejandro se convirtieron en mi nueva familia, en mi refugio. Con ellos, no tenía que fingir, no tenía que esconder mis gustos o mis sentimientos. Podía ser yo misma, y eso era suficiente.
Ese día, los mejores años de mi vida dieron comienzo. Por fin podía disfrutar las salidas con amigos, hacer las locuras más divertidas sin temer lo que decía la gente de nosotros. Recuerdo las noches de películas, las tardes en el parque, las risas interminables y las conversaciones profundas. Éramos felices, y eso era lo más importante.
Con ellos, aprendí a valorar las pequeñas cosas, a disfrutar cada momento. No importaba lo que otros pensaran, lo único que importaba era nuestra felicidad. Sofía, con su energía contagiosa, y Alejandro, con su calma reconfortante, me enseñaron lo que es una verdadera amistad. Me enseñaron que el amor y el respeto son la base de cualquier relación.
Hubo ocasiones en las que me topé contigo. Caminando por los pasillos de la escuela, en eventos sociales, incluso en la calle. Pero ni siquiera te molestabas en mirarme. Parecías molesta, como si yo fuera quien te había causado daño. Pero tu indiferencia no me molestaba. Ya no me podías hacer daño.
Muchas veces quise acercarme para darte las gracias. Porque, gracias a tu mala y tóxica amistad, conseguí a dos maravillosas personas como amigos. Sofía y Alejandro llenaron mi vida de luz, de risas, de aventuras. Me dieron los mejores ocho años de amistad y aventuras que jamás tuve en toda mi vida.
A veces, pienso en todo lo que pasé y me doy cuenta de que, sin esos momentos oscuros, no habría apreciado tanto la luz que encontré. Sofía y Alejandro me enseñaron lo que es una verdadera amistad, una que se basa en el respeto, el apoyo y el amor incondicional. Me ayudaron a sanar, a crecer, a encontrar mi verdadera voz.
Así que, a ti, que alguna vez consideré mi amiga, te digo adiós. No más sombras, no más inseguridades. Soy fuerte, soy valiosa, y merezco amistades que me hagan sentir así. Gracias por enseñarme lo que no quiero en una amistad. Ahora, estoy lista para seguir adelante, para encontrar la verdadera luz en mi vida.
Y a Sofía y Alejandro, gracias por ser mi luz en la oscuridad, por ser mis amigos, mis confidentes, mi familia. Gracias por los mejores años de mi vida, por cada risa, cada aventura, cada momento compartido. Ustedes me enseñaron a valorar la verdadera amistad, y por eso, siempre estaré agradecida.
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