Caminé por la vida viendo todo aquello que al ojo humano era invisible. Vi cómo los corazones rotos caminaban por el mundo, en un vaivén, bailando para encontrar lo que tanto amaban. Pero, como el mundo es un lugar lleno de zarzas y púas de alambre, muchos de ellos cayeron en esa red, causando graves daños en la más fina piel. Vi las marcas en ellos, marcas que trataron de ocultar. Pero yo las vi. Al parecer ya ni siquiera era yo un humano, porque entonces, ¿cómo era posible que un simple mortal pudiera verlas? ¿Por qué fingen ante mí, si veo las cicatrices con claridad?

¿Por qué me sonríen? Sé que han fingido por lo tensa que era aquella mueca clavada en sus rostros.

Yo las vi, y dije a mi corazón: "Envuelto estarás dentro de un caparazón metálico, donde nunca nadie podrá sacarte, si no soy yo quien lo haga". Y obedeció. Así viví durante mucho tiempo, pues no quería verme como todos ellos. No soy quien finge algo que no es, no soy yo quien oculta el temor. Por ende, he de proteger lo más sagrado que tiene este cuerpo de polvo. Lo quiero intacto, quiero que se mantenga puro y sin daño. Y así lo hice.

Mi cerebro respondió a la demanda, preguntándome con voz trémula: "¿Por qué lo has hecho? ¿Quién va a devolver nuestro corazón al cuerpo, si lo has encerrado en un lugar frío y solitario? Ya no hay vida aquí dentro, solo mandaré al cuerpo a rodear el mundo como un zombi sin rumbo trazado".

Al ver la molestia de mi jefe al mando, le respondí: "Solo aquel que vea más allá de este metal será digno de verlo fuera de él. Entonces, la sangre traerá otra vez vida a mi cuerpo, y en mis venas correrán cascadas de rojo carmesí, que teñirán mi piel pálida de un nuevo color. Y entonces, seré yo quien lo libere, pues la llave la tengo yo, pero escondida en las palmas de mis manos, donde ningún otro podrá encontrarla, hasta que yo lo permita".

El corazón, desde aquel entonces, ya no era un órgano de brillante color, sino que su piel estuvo vestida por un color triste, frío y solitario. Ni siquiera tenía brillo, porque con el tiempo se fue desgastando, y las arañas lo cubrieron con sus telas; el polvo se adentró en él, incluso yo misma me olvidé de su existencia.

El cerebro se volvió mi enemigo a causa de encerrar a quien lo hacía sentir vivo, así que ya ni siquiera me hablaba. No fue sino hasta un día, cuando vi por primera vez a otro corazón igual al mío. Llamó mi atención aquel que vestía de traje, con su rostro decaído y de tez como la sal del mar. No escuché el latido, ni tampoco las quejas de su cerebro. No escuché la sangre viajar a través de él, pero vi mi reflejo en su rostro. Así me vi yo, lo sé porque mi espejo no mentía.

Entonces, las miradas opacas sin vida se encontraron, y su corazón y el mío gritaron en lo más profundo, pidiendo a gritos la libertad. Fue entonces cuando lo saqué del invierno y se lo entregué a él.

Seguro de lo que hacía, hizo lo mismo, él me dio el suyo, y yo lo coloqué en mi pecho. Desde aquel entonces, ambos los cuidamos con afán. Siempre le encargo de ponerlo en aquel pedestal, de mantenerlo a salvo de las garras del mundo, y yo hago lo mismo que él por mí.

La reconciliación regresó entre mi cerebro y yo. Ya todo está bien: "ya estamos a salvo", eso dijo mi corazón desde el pecho de aquel hermoso humano, donde el corazón cantó también diciendo: "¡Ya no más un corazón metálico!".