「confesión de primavera」
A Ajelet
Fue durante mi primavera número catorce cuando viajamos al campo para atender la agonía del abuelo. Mamá y la tía Kaori pasaban sus días encerradas en la alcoba eternamente repleta de susurros y polillas. Cuando acaso mi hermana y yo nos adentrábamos, veíamos revolotear a los insectos en el techo, entre los muebles de madera, sobre los rayos de luz solar que terminaban presos entre las cortinas polvosas. Mientras las dos mujeres yacían encerradas en el hedor a enfermo, al lado de un hombre viejo e idiota, cuya saliva escurría cuando pronunciaba dos palabras, y cuya mirada parecía apenas reconocerlas, Sumire y yo pasábamos las horas recolectando flores que combinaban con nuestros vestidos y sombreros. Jugábamos en el porche, comíamos frutillas, e incluso por las tardes nos tumbábamos en el muelle a contemplar nuestra vida deslizarse entre encajes, telas floreadas y colores pastel.
Por supuesto, éramos ingenuas... tal vez estúpidas. Sumire contaba apenas dos años más que yo, por lo que sus suspiros en el agua se extraviaban o se ahogaban antes de alcanzar al muchacho de sus sueños. Yo pensaba en hornear galletas, en escuchar la radio y pintar las uñas de mis pies. Ninguna de las dos, inmersas en nuestra imprudencia de niña, se percataba de la seriedad de los eventos, del dolor y la fatiga de mamá o la desesperación latente en los ojos de la tía Kaori. Las flores y las fresas apenas nos permitían contemplar el halo de muerte que, durante la noche, apestaba más asquerosa, pútridamente.
Con vergüenza lo recuerdo y reconozco; que no fue hasta una noche de violenta oscuridad, florecida a finales de abril, cuando esta situación se quebrantó. O al menos lo hizo en un sitio recóndito de mis entrañas.
Mamá partió al atardecer, rumbo a la ciudad; dijo que regresaría al siguiente día con víveres, en compañía de papá. Entonces mi hermana y yo despedimos con los brazos en alto al pequeño auto carmín que se alejaba entre los prados. El crepúsculo transcurrió como normalmente lo hacía desde que habíamos llegado; púrpura y lejano, hasta el momento en que tía Kaori nos pidió un favor. Con su cabello hecho una maraña alrededor de su horquilla y las hondas ojeras bajo la mirada, suplicó por dos horas de descanso. "Solo deben vigilar a papá —dijo conteniendo la nostalgia en las manos que se aferraban a su falda azul— y avisarme si notan algo extraño. No duden en despertarme, incluso si duermo plácidamente. ¿Está bien?" Nosotras, aunque no bien convencidas, asentimos.
Pronto nos vimos sentadas en las dos sillas de madera que solían ocupar las mujeres de la casa, en aquella habitación impregnada con el olor de los orines. En penumbras, con un quinqué alumbrando apenas el rostro moribundo del abuelo, la alcoba se tornaba aún más siniestra. La sombra de la cama, incluso las nuestras, crecían monstruosas sobre la pared y se agitaban con el viento imitando así a espectros de leyenda antigua. Como aquello asustaba, decidimos jugar con melodías y palabras entre susurros. Pero, a pesar de que ambas nos esforzábamos por escapar de aquellas cuatro paredes mediante sueños de pastel, yo mantenía la vista fija en el cuerpo masculino tendido sobre el colchón, con sus brazos desnudos reposando sobre la manta, y su respiración parsimoniosa que hinchaba y desinflamaba el esqueleto bajo las sábanas. De alguna forma, me parecía enorme, viril; lo desconocía en contraste con el campesino sonriente y liviano de mis memorias.
Observaba sus labios gruesos y los párpados rasgados; la estructura de su rostro de pómulos resaltados, e incluso fui capaz de imaginarlo en su juventud. Por eso, porque en mi ensoñación nocturna lo dotaba de vida, no me asustó verlo abrir los ojos. Sumire, por el contrario, pegó un grito casi infantil. Permanecí en silencio, atenta a su mirada que de momento demostraba poseer una lucidez impresionante. Se enderezó despacio y tosió, con su rostro de muerto deformado entre las luces y sombras del quinqué.
"¿Koharu?" inquirió con su voz opaca al mirarme, forzando su vista entre penumbras.
Yo negué con la cabeza. Le brindé una sonrisa confortante, y repliqué con calidez: "No, soy Sayuri, la hija menor de Koharu. Ella es Sumire, mi hermana mayor".
"Sayuri..."
Él asintió despacio, cual muñeco ventrílocuo, y pronto volvió a apoyar su cabeza contra la almohada. Pensé en una escena en tonos sepia. El abuelo nos contempló con lo que yo interpreté un sentimiento similar a la nostalgia, como si reconociese una fotografía valiosa extraviada mucho tiempo atrás en el diván. Después volvió su vista hacia la ventana abierta y contempló la luna tras las ramas de cerezo que se mecían con el viento, bajo el chirrido de las cigarras. Permaneció sumido en un largo silencio. Sumire me miraba dudosa, preguntando si debíamos llamar a la tía Kaori. Y fue entonces cuando, con una cordura y serenidad impropias de un enfermo, el abuelo captó nuestra atención narrando la historia que he de escribir a continuación, desde mis memorias y sensibilidad.
Recuerdo la lentitud de sus palabras, su garganta ronca y vieja, el relato cansado.
"Hace muchos años, cuando era joven y los horrores de la guerra estaban lejos de alcanzar a nuestra nación, conocí a una mujer con tu nombre. La recuerdo delicada, cubriéndose del sol con su sombrilla bajo aquel cielo tan azul, limpio de cenizas... Sayuri portaba a menudo un kimono añil. Ella era de verdad amable y muy hermosa, pero ocultaba bajo la seda cien rasguños y cardenales; bajo el cabello, lágrimas en sus mejillas. Su padre era un hombre violento, lleno de celos y codicia; por eso, si nos encontrábamos, era cuando el sol caía.
En aquella época, la vida se me iba contando con mis dedos las noches que restaban para verla. Por eso, porque la amaba, incluso fui capaz de escuchar sus peticiones bajo la luna. Evoco su figura fantasmagórica, desnuda y radiante flotando en el lago. Los pétalos de las flores se enredaban en su cabello de espesa negrura, y yo los observaba pensando que Sayuri debía ser una criatura de otro mundo. Tanta era la belleza de sus lágrimas cristalinas, que fui convencido de llevar a cabo el más atroz de los crímenes cometidos en mi vida. Sí, más abominable que mis vivencias durante la guerra.
Recuerdo que fue una noche de primavera cuando entré a su casa y golpeé sin piedad la cabeza de su padre para verlo caer. Arrastramos el cuerpo por la maleza, tomándolo por sus pies descalzos, entre las luciérnagas, hasta llegar al pozo. Ahí, enloquecida por la ira y el rencor, Sayuri lo golpeó una y otra vez con una barra de metal. Vi su rostro deformado, la carne, la sangre que manchaba el kimono de amables colores. Después dejamos caer al herido en el agua, en la oscuridad; y procuramos su agonía por días enteros que fueron el infierno mismo. Con todo esto, de alguna forma, pensé que cometer un crimen juntos nos uniría de por vida.
Pero no fue así...
Sayuri se colgó del cerezo junto al lago cuando el verano se hallaba cerca. Encontré su cadáver bajo el mismo cielo azul que cuando la conocí.
Desde entonces lo he callado, he soñado con ellos cada noche de mi vida. Noto mis manos ensangrentadas, me encuentro en las penumbras del pozo, veo el rostro que algún día fue hermoso desfigurado por la cuerda en su cuello. El cadáver de una ahorcada. Sayuri... es el fin de mi vida, y yo sigo temiendo ir al infierno... Sayuri, ¡Sayuri!"
Recuerdo la expresión horrorizada de Sumire, sus pasos sobre la madera en busca de la tía Kaori, incluso cuando el abuelo continuaba pronunciando aquella narración tan triste, tan atroz. Solo yo permanecí escuchándolo hasta el final, e incluso tomé su mano helada que temblaba entre mis dedos. Lo vi a los ojos. Lloraba. Quise decir algo, consolarlo, pero en aquel instante la silueta asustada de nuestra tía irrumpió en la alcoba y nos pidió que nos retirásemos.
En el pasillo penumbroso, por primera vez, tuve miedo. Caminé hacia el porche, procurando dar mis pisadas en silencio. Sumire murmuraba a mi alrededor mensajes que yo, inmersa en el chirriar de las cigarras, no podía descifrar. Cuando nos sentamos ante la brisa nocturna, me permití liberar un suspiro. Cuestioné al viento sus palabras; creí que, quizás, aquello no había ocurrido. No había forma de que el abuelo dijera la verdad... no era capaz de aceptarlo. Recordé también su lucidez repentina, los ojos hundidos y horrorizados que clamaban piedad a una mujer lejana, onírica o, de ser cierto, muerta... a través de mí. Miré las luciérnagas a la lejanía y sentí mi piel arder como si tuviese fiebre. Pensé, con lágrimas en mis ojos, que la primavera no significaba nada; que la gente sufría y moría también durante el florecer de los cerezos. Me sentí contagiada, mancillada, e incluso traicionada por mis sentimientos. Entonces todo era muy extraño y no podía comprenderlo; dolía pronunciar mi nombre muchas veces y notar que poco a poco perdía significado; dolía la sensación del pecado. Por eso, cuando me recosté a dormir, oré por el alma del abuelo con mucha fuerza.
Nueve días después, él falleció. Todo permanecía en su lugar; las aves, el cielo, las flores. Y aunque volvimos a la ciudad y tía Kaori se mudó con nosotros, mis plegarias nocturnas continuaron por muchos años más. Desde entonces temo a la muerte. Desde entonces me siento vulnerable en los días más hermosos.
[Comentario de la autora: Después de publicarlo, sé que lo releeré y le encontraré mil defectos. Entonces habré de corregirlo una y otra vez. El día en que decida haber hecho todo lo que podía por él, le notificaré a la persona de la dedicatoria que he escrito algo pensando en ella. Mientras tanto, mantengamos el secreto, ¿sí? ;)
Por otra parte, apuesto a que cuando leyeron el título pensaron en una confesión de amor y no de un crimen, ¿verdad? No pude evitar el tono idílico, el marco romántico incluso si se trataba de algo atroz, porque parte de mi inspiración es así... tan dulce. Este es el segundo relato que escribo inspirándome en una canción de DIR EN GREY. Si usted siente curiosidad, puede pasarse por DRAIN AWAY y notar que incluso he incluido un par de imágenes/líneas durante la narración. Solo quería dejar constancia de lo importante que ha sido esta banda para mí en mis últimos relatos; la conexión artística tan íntima, tan intensa que tengo con las composiciones de estos hombres que tanto admiro.
Y, bueno... pienso en las canciones compartidas con la persona de la dedicatoria, sus filias, mis fobias, nuestros sueños y promesas, su presencia incondicional y en lo mucho que la quiero aunque no lo diga a menudo. Esto se ha tornado más personal de lo que pensaba... pero está bien, supongo.
Espero que hayan disfrutado el relato. Es el más largo hasta ahora en Suspiros. Gracias por todo, como siempre. Buenas noches. <3]
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