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Una clase vacía

Hay cierto encanto en un aula vacía, porque el conocimiento de todo el día impregna las paredes de colores brillantes. Cuando me quedo a solas en la clase, me detengo para observar el enorme cuadro de conocimiento que se ha formado. Y el conocimiento habla.

Lengua le pregunta a Historia por qué cierta palabra salió en unas zonas del país y en otras adquiere otro significado.

Matemáticas discute con Química porque no entiende que ponga una flecha en una reacción en vez de un signo de igual.

Física observa cómo Matemáticas y Química discuten, pero no interviene porque no quiere ponerse del lado de ninguna de sus amigas.

Filosofía se acerca al grupo de Historia y Lengua porque con Matemáticas es imposible establecer una incertidumbre ética, y siempre acaban lanzándose números y teorías a la cabeza.

Y Arte es la pequeña del grupo, la gran olvidada. Sin embargo, ella escucha a las demás:

De Matemáticas saca la geometría y la precisión, de Lengua la capacidad de emocionar con las palabras, de Filosofía la abstracción, de Historia el recorrido de miles de artistas experimentados y sus técnicas. Y luego, cuando tiene todo eso, lo mezcla con fuerza y empieza a sacar ideas de formas raras.

Finalmente, estoy yo, apuntando todo lo que escucho.

Los conocimientos no suelen hacerme caso, a pesar de que intento llamarles la atención.

Cuando a Lengua le enseño mis poemas, bufa y pone los ojos en blanco. Matemáticas se ríe de mis intentos por contar las palabras de cada estrofa. Química me dice que no quiere saber nada sobre una reacción emocional. Física afirma que el amor no mueve a las personas, porque no es una forma de energía. Filosofía me riñe porque no pienso demasiado cuando la musa susurra en mi oído. Historia dice que mis relatos no se parecen a nada que haya visto antes, y que, por tanto, no son verosímiles.

Sin embargo, al fondo de la clase, Arte no se mueve de entre las sombras. Ella observa, como siempre.

Y yo ya me he rendido; es imposible hablar con el conocimiento sin que me juzgue.

Tiro el papel con los borrones furiosos a la papelera mientras me subo la mochila al hombro.

Y escucho un ruido.

Me doy la vuelta para ver cómo Arte rebusca entre los papeles arrugados. Recoge las ideas que no son aptas para el juicio del conocimiento. Las que más le gustan —porque le parecen curiosas o bonitas, no porque piense al seleccionarlas—, las mete en su cesto hecho con un entretejido de palabras, números y cuentas sin resolver.

Pero se detiene en un papel: ese es el mío. Cuando lo observa, entrecierra sus ojitos y empieza a darle vueltas entre sus manos. Lo pone del derecho, del revés, inclinado, al trasluz... y finalmente, da su veredicto:

—Veo frustración, intentos de complacer a los demás, conocimientos encerrados en una burbuja de cristal—murmura frunciendo el ceño. Despega la mirada del papel y la clava hacia mi—. Y eso no me gusta.

Yo cierro los puños alrededor de las correas de mi mochila sin moverme. Estoy hasta la coronilla de que el conocimiento me juzgue.

—¿Y qué es lo que te gusta? —le pregunto. Las mejillas empiezan a quemarme de vergüenza.

Arte toma con cuidado mi hoja entre sus manos y empieza a hacer un doblez.

Y otro.

Y otro más.

Al final, mis borrones frustrados acaban convertidos en un avión de papel con las alas torcidas.

Arte me toma de la mano y me guía con amabilidad hacia la ventana. Pasamos entre las mesas pintadas con cuentas en borrador, metáforas sin pulir e ideas inconclusas. Cuando Arte abre la ventana, la brisa del atardecer acaricia las alas imperfectas del avioncito, que se estremece bajo su contacto como si necesitase sentir el aire entre sus pliegues y despegar muy lejos de aquí.

Me inclino por el alféizar mientras Arte echa el brazo hacia atrás y suelta el avión. Este empieza a deslizarse hacia abajo: baila en el aire, describe círculos desiguales, unos pocos hacia la izquierda, otros tantos hacia la derecha, asciende un poco y finalmente acaba posado sobre la tierra, quieto y dormido como un barco varado en la arena.

Arte me toca del hombro y yo le dirijo un vistazo. El conocimiento me mira con los ojos encendidos de diversión.

—Lo que a mí me gusta, son las cuentas que Matemáticas no puede calcular, los fenómenos que Física no es capaz de predecir, esas concentraciones que Química no puede medir, las palabras que hacen que Lengua ponga un grito en el cielo, las ideas que no existen en Filosofía y las historias que nunca sucedieron en la Historia —La sonrisa de Arte refleja todas esas ideas brillantes que se desecharon por parecer inservibles—. Y ahí es cuando lo comprendes todo.

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