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Survival Game.

Esa noche, Seúl estaba tan bullicioso como siempre. Eran al rededor de las 23 horas y la ciudad estaba aún despierta, con autos creando una tonada discordante típica de las grandes ciudades. Las luces de comercios y publicidades mantenían las calles principales bien iluminadas.

Sin embargo, todo era solo una máscara.

Las zonas que rodeaban la despierta ciudad estaban silenciosas. Cada calle y callejón carecía de luz y las personas avanzaban por las sombras, escondiéndose de lo que sea que acechase aquelllos lugares abandonados por la sociedad.

En uno de esos callejones, Jeon Jungkook yacía tendido en el suelo, sobre un charco de su propia sangre. Una bala había atravesado su muslo y su cara estaba totalmente magullada, de forma en que, si muriese esa noche, su rostro sería inidentificable. Por supuesto, no moriría por eso.

A su alrededor, el hedor típico de un basurero se mezclaba con el aroma de alcohol, tabaco, marihuana y vómito, contrastando con las alegres calles a unas tres cuadras de donde él se desangraba. 

El mundo lo había abandonado, la sociedad le había dado la espalda. SIempre había pensado eso.

Desde su nacimiento, parecía haber sido condenado. 

Con una madre que había perdido todo por su culpa, no tardó mucho en ser abandonado en un orfanato de mala muerte, donde fue abusado a lo largo de toda su niñez y del cual huyó en tanto tuvo la oportunidad, pensando que las cosas mejorarían al hacerlo. No pasó.

Poco a poco comenzó a llenarse de deudas mientras buscaba la forma de sobrevivir. Préstamos con usureros y múltiples trabajos de medio tiempo y tiempo completo para conseguir dinero para vivir. Pero no era suficiente, nunca lo era. Porque todos lo trataban como si su existencia no valiese nada.

Y ahora estando ahí, desangrándose por culpa de una deuda, pensaba si realmente merecía morir por culpa de una sociedad que lo abandonó.

Odiaba al mundo entero. Y deseaba venganza.

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El viaje fue largo, cansado pero extrañamente tranquilo, acompañado de un chófer y un hombre de traje que parecía una especie de guardaespaldas.

No le habían permitido enterarse de gran parte del camino, pero estaba consciente de que había salido de Corea. Parecía que había llegado a una especie de isla privada (por tanto, sin ley).

El olor característico del mar invadió por completo sus sentidos una vez bajó con su maleta en mano. Frente a él se alzaba un imponente edificio, totalmente negro y sin una sola vista hacia el interior. Estaba sobre una especie de risco que aseguraba una muerte segura.

Lucía como una fortaleza indestructible (más adelante, se daría cuenta de que era así).

Caminó a paso rezagado detrás del hombre de traje, su mirada fija en el camino frente a él. El cielo nocturno estaba lleno de estrellas que iluminaban la vereda y parecían camuflar las realidades que ocurrirían dentro de aquel edificio.

Unos 5 minutos más tarde, finalmente llegaron a la puerta principal del edificio; era un rectángulo gigante, de mínimo 10 m de altura, hecha con acero inoxidable y que parecía indestructible. Al abrirse, soltó un chillido molesto que lo hizo retroceder con una mueca.

Frente a él, poco a poco creció una línea de luz proviniendo del interior del recinto. Dentro del lugar todo era blanco y brillante, resaltando la vestimenta roja que vestían los guardias que resguardaban los pasillos.

Sus ojos recorrieron con velocidad la estancia y, luego de confirmar que nada le haría daño, ingresó.

A medida que avanzaban, las suelas de sus zapatos rechinaban contra el piso encerado de los pasillos que se conectaban como un laberinto. Quién no conociese el camino sería incapaz de escapar.

Finalmente arribó a un cuarto lleno del mismo tipo de traje que tenían el resto de guardias del lugar. Además de las prendas colgando de las paredes, habían también armas perfectamente acomodadas y máscaras con figuras geométricas esperando a ser usadas.

Los hombres que lo habían llevado hasta ahí le indicaron que tomara su equipo. Bastaron sólo 15 minutos para que estuviese vestido con el mono rojo y una escopeta atravesando su torso.

Observó la máscara que reposaba en su mano derecha. La elevó a la altura de su rostro y se observó al espejo.

Era, finalmente, uno de ellos.

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El primer disparo de su vida fue contra un usurero que intentó matarlo primero. Fue a quemarropa, atravesando el cráneo de la víctima, manchando de materia gris la pared a espaldas del hombre y salpicando su rostro de sangre.

Y, con esa imagen ante él, sonrió.

La segunda vez que disparó un arma fue contra un objetivo de cartón con forma de niña, que terminó con un agujero a la altura del corazón. No hubo vacilación, tampoco arrepentimiento.

Eso lo convirtió en uno de los mejores guardias de aquel extraño proyecto.

Lo único que le importaba para él era matar gente y conseguir dinero. Porque el mundo lo había abandonado y sólo necesitaba fondos para sobrevivir.

Así funcionaba esa sociedad.

Después de esa primera prueba, disparó su arma incontables veces. Aunque sólo algunas resultaron relevantes para él.

Y sólo una fue importante.

El momento previo, el durante y el después de jalar un gatillo elevaba sus niveles de adrenalina y serotonina. El bang que venía con un disparo era como la melodía más dulce para sus oídos.

Aprendió a hallar placer en la idea de hacer daño. Porque ya había sido mucho daño el que le habían infligido a él.

Era una venganza.

Y así se convirtió en parte de un juego enredado de supervivencia. Y el encontró otra forma de ganarlo.

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El primer evento del proyecto fue Luz Roja, Luz Verde. Lamentaba haber sido solo espectador, pero había encontrado cierto placer en la sangre, los gritos de pánico y la desesperación por sobrevivir.

Esa misma desesperación que él había sentido prácticamente su vida entera.

(Había olvidado que todas esas personas eran como él en el pasado, pobres rechazados de la sociedad que desesperadamente necesitaban dinero).

Halló su sonrisa reflejada en los lagos de sangre que cubrían el suelo luego del primer juego. Halló placer en los rostros de pánico de los que habían vivido para contarlo.

E, incluso cuando vio a todos pedir que cesará el juego, no se decepcionó. Él había sido como ellos, necesitado, y sabía que regresarían rogando por seguir jugando. Porque no había otra forma más de vivir.

Porque ese proyecto no era tan distinto a la vida diaria que habían enfrentado. Estaban acostumbrados a sobrevivir.

Y tal como había imaginado, no pasó mucho tiempo para que retomara sus labores.

A ese punto, perdió la cuenta de cuántas veces había jalado el gatillo.

Pero no importaba, todo era por su venganza.

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La primera vez que lo notó, fue durante el juego del dulce dalgona en el que apuntaba una escopeta a su cabeza mientras intentaba no arruinar la figura.

Recordaba esa mirada determinada, con ojos marrones cargados de resentimiento y, sobre todo, decisión a hacer todo por sobrevivir.

El juego de niños se volvió una pelea sangrienta, llena de trampas y traiciones que siguieron manchando las luminosas y coloridas locaciones de rojo. Había atravesado cráneos con facilidad, visto como la sangre y materia gris se desperdigaban por la estancia. Habían reído luego de matar a esa gran cantidad de personas.

Ni una vez se le había cruzado por la mente que sentiría algo más que satisfacción por matar. (Pronto, demasiado pronto, se daría cuenta de los errores que había cometido).

Por las noches, vigilando camuflado en la oscuridad del lugar, escuchaba los murmullos, golpes, gritos de los constantes enfrentamientos entre los competidores, todos ellos luchando para ser el sobreviviente del maquiavélico proyecto.

Pero a él, aparentemente, había dejado de importarle todo.

¿Y qué sí mataba a diez personas ese día?

El día anterior había matado doce, así que eso significaba una baja significativa en sus números. Era todo lo que importaba para él.

Y aún así, con la cordura rota, su mente desvariante y el placer de estar cubierto de sangre, esos ojos marrones no lo vieron con ninguna otra emoción que no fuese la determinación.

Una noche, se encontró de casualidad a ese chico deambulando. Y por alguna razón no dijo nada.

Permitió que se le acercara, bajó su guardia, mostró su rostro.

Y, luego de verlo por apenas unos segundos a los ojos, supo que comprendía por completo su odio. Su deseo de venganza, que escondía el miedo, la desesperación y la cordura perdida.

Y no recibió rechazo, si no entendimiento. Una caricia en su mejilla, una sonrisa que habló más fuerte que nada en el mundo.

Esos opacos, determinados y cálidos ojos marrones se posaron en él esa noche. Y finalmente recibió el tipo de consuelo que tanto había estado esperando durante toda su vida.

Esa noche, no soñó con cadáveres sino con unos cálidos ojos marrones. Ya no sonrió al sentir la sangre caliente en su piel, sino el toque suave de una mano contra su mejilla.

Esa noche halló más alivio en una sonrisa que en una bala disparada.

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Sus manos goteaban de sangre. Tenía sólo nueve años y estaba seguro de que había matado a alguien.

No había sido su culpa.

Ese tipo había intentado hacerle daño primero y su lado más primitivo era el que había reaccionado. Sus débiles puños, con varias heridas por las fuerzas de los golpes, habían impactado en numerosas ocasiones contra el rostro asqueroso de ese que lo había intentado someter.

Y la gente a su alrededor, que habían sido testigos de la persecución de ese hombre contra él, no había hecho nada.

A los nueve años, cobró su primera vida. Y se sintió bien.

A partir de ese momento, había comenzado a explorar el mundo de la muerte.

¿Lamentables animales callejeros? Morían en sus manos. Insectos.

Su siguiente gran asesinato fue a los catorce años, cuando asfixio a un vagabundo que le había robado su comida. Era un hombre de edad que solo recibió su final con resignación.

Y Jungkook sólo disfrutó de ver como la luz dejaba sus ojos mientras sus manos se apretaba con fuerza en su cuello.

A los catorce años cobró una segunda vida humana. Y descubrió que matar personas era mejor que animales.

A los quince años descubrió lo difícil que es sobrevivir luego de crecer, aún peor que cuando era niño. Luchó, rogó y fue abandonado.

Sus necesidades, su dolor, todo fue ignorado, repudiado y escondido bajo calles llenas de clubes nocturnos con música estridente.

Y esa noche, a sus veinte años, mientras moría desangrado, se encontró de frente con una persona que le ofreció lo único posible para alguien de su calaña: venganza.

No dinero, no extravagancia, no una mejor vida.

Venganza.

Y Jungkook no dudó en tomar la mano que se le era extendida. Sin pensar en las consecuencias.

Solo estaba decidido a sobrevivir para hacer que el mundo pagase lo que le había hecho.

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A sus veintiún años Jungkook cobró su última vida. Y esa vez no sintió placer.

Luego de ese juego, solo la mitad quedaría con vida. Jungkook, en silencio, solo observó como todos se iban con personas a las que habían sido cercanas y casi quiso reír de lo irónico en la situación.

Escuchaba murmullos, disparos y el característico sonido de sangre salpicar contra el suelo.

Todo transcurría como normalmente lo haría.

Sus ojos recorrían el plano general de la estancia. Y sólo de casualidad, notó como los ojos marrones que la noche anterior le habían consolado estaban llenos de resignación.

Ya no había determinación, ya se había dado por vencido.

Y Jungkook (que siempre había sido guiado por sus impulsos), corrió hacia él. No le importó nada en ese momento. No pensó en las consecuencias.

El deseo de venganza se había desvanecido y sólo existía el miedo.

Apartó bruscamente su máscara, sorprendiendo al dueño de aquellos cálidos ojos marrones: Min Yoongi.

De sus ojos azules escaparon lágrimas silenciosas, mientras admiraba la sonrisa de quien se había desecho de sus miedos en una sola noche.

—Hyung —jadeó entonces. Yoongi sonrió, porque era la primera vez que escuchaba su voz. Se acercó a acariciar su mejilla antes de tomar la escopeta por el cañón y colocarla sobre su corazón.

—Hazlo —pidió, con la misma voz suave que la noche anterior había susurrado un 'te entiendo'.

—Lo siento —y disparó. No tomó más que unos segundos para que su cuerpo cediera y colapsara entre sollozos.

Incluso si sintió la fría boca del arma en su nuca, no se movió un centímetro.

No le importaba morir.

En ese momento, se dio cuenta que nunca le había importado hacerlo.

Y sólo deseó por un momento ser capaz de denunciarlo todo. No sólo ese proyecto, si no al mundo entero.

Porque había sido el mundo que lo había llevado a cometer asesinatos (muy en el fondo sabía que no era así. Sabía que era su culpa, pero jamás iba a aceptarlo). Y había sido el mundo el que había llevado ahí a Yoongi. Su amable hyung.

Ni siquiera sintió el dolor del disparo, solo vacío. Esperó que su hyung tampoco haya sentido dolor.

Y colapsó, en la cima de la torre de cadáveres que había creado a lo largo de su vida.

A los veintiún años cobró su última vida y pagó el precio de ello.

A los veintiún años se dio cuenta que, incluso si iba ganando el juego, iba a perderlo a todo eventualmente.

Porque era un juego de supervivencia. E incluso si existen más formas de ganar, eso no te garantiza una victoria.

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