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Surrogate

Esa mañana bañé a los niños con mucha calma, incluso llené la bañera cosa que no hacía desde que eran bebés. Les dejé jugar y chapotear y yo acabé jugando con ellos y, por tanto, llena de agua.

Mientras Nora aún disfrutaba del agua, aproveché para secar y vestir a Adam. Le puse un pantalón nuevo y una camiseta del monstruo de las galletas que Nora había elegido porque le pareció muy gracioso. Como siempre que lo bañaba, le eché agua de rosas en la cara y su cremita para la piel atópica. Tenía las mejillas suaves, pero ambos disfrutábamos siempre de ese momento y no iba a dejar de hacerlo por nada.

Después fue el turno de Nora. La envolví en su toalla gigante de Frozen y la cargué en mis rodillas para abrazarla bien fuerte.

Eran nuestros pequeños rituales y lo que hacía especial nuestra relación. La mía con mis hijos.

Después de vestirla con su falda favorita, con mucha paciencia y cuidado fui peinando cada uno de sus rizos para quitar los enredos y, finalmente, recogí su pelo en dos coletas.

Los miré absorta. Nunca creí que de mí podría haber salido algo tan perfecto y maravilloso. Sin duda alguna era el mayor logro de mi matrimonio: nuestros hijos.

Nora vio que la observaba y vino corriendo hacia mí con una sonrisa preciosa.

- Mami, ¿Puedo decirle una cosa al bebé? -dijo señalando mi abultado vientre.
- Claro, al bebé le gusta escucharte.
- Te quiero mucho bebé y te quiero y también quiero a mami. Y a Adam. Y a papi. Y te hago cosquillitas.

No pude evitar que una lágrima se deslizara por mi rostro. La quería tanto... tanto...





Estaba nerviosa, eran casi las 4, así que la señora debía estar a punto de llegar. Adam me echó los brazos notando mi nerviosismo y me pidió pecho. Aunque ya casi lo había destetado, no quise negárselo, cuando mamaba me miraba, nos mirábamos y entre nosotros surgía una complicidad difícil de explicar. Con su manita me acariciaba la cara y, de vez en cuando, me metía el dedo en el ojo o en la nariz y se reía. La risa más bonita de mi mundo. La risa de mis niños.

El timbre sonó y conforme me acercaba a la puerta para abrir sentí que me mareaba. Podía notar la lengua acalambrada, ese sabor metálico que acompaña al miedo, al terror... Pero no había nada que pudiera hacer, salvo asumirlo, a menos que estuviera dispuesta a hacer alguna locura. Y en mi situación eso no era posible.

La señora era una mujer rubia con los ojos claros y almendrados como los de Adam. Imagino que por eso se había encaprichado de él. Se la veía dulce y rápidamente se ganó la confianza de mi pequeño mamut. Pensé si lograría también ganarse su amor, si sabría consolarlo por las noches y, si finalmente, borraría mi recuerdo.

Era pequeño, aún faltaban unos meses para su segundo cumpleaños. Me dolía en el alma saber que pronto no sería más que una imagen borrosa para él, pero me consolaba saber que eso mismo le ayudaría a pasar esta transición.

La señora no se quiso quedar más que una hora, le había preparado una bolsa con la ropita más nueva y pañales que ella tomó con mucha educación, como no queriendo herir mis sentimientos. Menuda ironía... Quise acercarme a él para besar su cabecita de rizos dorados una última vez, pero ella lo apartó, reacia.

Di un paso atrás y sonreí como pude. Asentí levemente, lo entendía, él ya nunca más iba a ser nada para mí. Ya nunca más sería mi Adam, mi bebé. Nunca más volvería a despertarme su llanto, ni tampoco a echarse encima de mí muerto de risa. Ahora todo ese amor sería para esa señora. Su madre. Su nueva mamá.

Adam empezó a llorar, notando que algo pasaba y empezó a llamarme y a tratar de zafarse de los brazos de la señora.

Una madre siempre quiere lo mejor para sus hijos y, aunque todo mi ser gritaba que lo mejor era yo, que se lo arrebatara de los brazos y lo reclamara como mío. Mío, mi sangre, mis lágrimas, mi ADN, mis noches sin dormir, mi barriga destrozada tras el embarazo, mi TODO.
Aunque mi instinto lo reclamaba, sólo pude cerrar la puerta tras ella y dejar caer lágrimas silenciosas deseándole una vida feliz, donde no le faltara de nada. La vida que a mí no me permitían darle simplemente porque no tenía el dinero, el estatus, el apellido... El permiso. Poco a poco su llanto se fue desvaneciendo mientras se alejaba, para siempre, de mi vida.

- Mami, ¿dónde está Adam? Quiero jugar con él con la pelota.

Nora me miraba desde el pasillo. Hasta entonces le había dejado mi móvil, cosa que nunca hacía, porque sabía que así estaría entretenida el tiempo suficiente.

- Adam se ha ido cielo... ¿Te acuerdas que te lo conté?

Me miró no muy convencida, pero acabo por asentir.

- Mami... ¿Y yo también me voy?

Adam era un bebé y me olvidaría, en cambio Nora... Ella tenía casi 4 años, pero estaba muy despierta para su edad. Demasiado para mi tormento, porque ella no olvidaría, ella me llamaría una y otra vez hasta que al final su amor se volviera odio. Odio a la madre que le abandonó, a la madre que no luchó por ella, a la madre que la traicionó y dejó que se la llevaran lejos de su seguridad, de su hogar, de su familia... Ojalá algún día lo entendiera. Ojalá supiera que no tuve opción, o que la opción que tenía era un destino aún peor.

No tuve el corazón de mentir. A fin de cuentas llevaba semanas hablándole de este cambio. De la casa tan bonita donde iba a vivir, de su cuarto, de sus juguetes... Como cuando me pedía que le contara cómo iba a ser su habitación, aquella que iba a compartir con Adam. Aquella cuya litera aún está dentro de la caja y que ahí se quedará.

- Sí, mi vida, dentro de un ratito vienen a recogerte. ¿Te apetece que guardemos en una mochila las cosas que te quieras llevar?
- Vale, mami -me dijo sonriente.

En su mochila nueva guardamos su muñeca favorita, un cuento, y un par de vestidos que le encantaba ponerse.

- Mami... ¿Tú también puedes entrar en mi mochila?

La abracé muy fuerte mientras le explicaba que yo tenía que quedarme en casa con el bebé, pero que iría a verla y ella podría venir algún día a jugar. La asociación gubernamental encargada de estos trámites me aseguró que por su edad correspondía un periodo de adaptación, como un régimen de visitas, para que el cambio no fuera tan traumático.



A las 7 en punto la nueva mamá de Nora llamó al timbre. Nora me dio la mano y juntas abrimos la puerta. Al otro lado había una señora unos años mayor que yo, morena, que frunció el ceño al mirarme.

- Te imaginaba más joven -dijo mientras pasaba por mi lado echándome a un lado. Después se fijó en Nora y sonrió -¡y tú debes ser Nora! Ven y dame un beso, cariño.

Nora se escondió tras de mí, a ella tampoco le había agradado la señora, que me miró contrariada.

- ¿No le vas a dar un beso a tu madre? Vamos a tener que aprender un poco de educación, señorita.

Nora la miró seria y luego me miró a mí y señalándome dijo que yo era su mami. Nuevamente la señora me lanzó una mirada reprobatoria, echándome la culpa de la situación... Pero es que tenía razón. YO era su mami, y probablemente lo hubiera seguido siendo si todo lo que sucedió al alzamiento de un partido político radical que nos clasificó y nos empezó a robar a nuestros hijos para dárselos a familias "que los necesitaban más" no hubiera tenido lugar.

- Nora, mi vida, saluda a... Tu otra mami.

Ese era el término que llevaba todo este tiempo para explicarle lo que iba a pasar. Entonces ella me miró con comprensión y, aunque recelosa, le dio un abrazo a su otra madre. A su nueva vida.

La señora entonces le entregó un paquete envuelto. Un regalo, ¡con la ilusión que le hacía a mi pequeña abrir regalos! Dentro había una muñeca, una princesa con el pelo rizado como el suyo. Enseguida supe que se trataba de una edición hecha a mano, con los mismos rasgos de la niña y que valían un dineral. Se me encogió el corazón y recé porque esa mujer supiera entender a Nora y darle cariño de verdad. Ser en verdad su otra madre, apoyarla, abrazarla, consolarla, gritar con ella "chacha macuqui" o "dedos de tomate", ambas expresiones que la hacían reír a carcajadas. Recé por la felicidad de mi hija y porque creciera siendo una buena persona, que no perdiera la luz de sus ojos, ni ese ímpetu de espíritu.

- ¡Anda! No me había dado cuenta de que estás embarazada, ¿lo saben en la asociación?

- Sí, hoy mismo tengo revisión... -contesté sin ganas. Las revisiones gubernamentales no eran muy diferentes a las típicas revisiones de seguimiento del embarazo, salvo que me hacían sentir como a un animal, como a un simple horno capaz de albergar vida. Yo no importaba, sólo lo que llevaba dentro.

- ¡Es estupendo! Pediré que te hagan seguimiento y si el bebé está bien, tengo una amiga a la que le va a encantar la noticia. ¡En cuanto llegue a casa la llamo!

No dije nada, sólo me llevé las manos al vientre y tragué saliva. Ya lidiaría con esto más tarde. Paso a paso. Ese era mi mantra para no acabar cortándome las venas o algo similar. Siempre cabía la esperanza de que algo cambiara y pudiera recuperar a mis hijos. O al menos no perder a ninguno más.

- Pues no te entretengo más, querida, no quisiera que llegaras tarde a la cita.

- Pero... - ¿Pero qué? ¿Pensé que tendría más tiempo? ¿Que se arrepentiría al verme y me dejaría a mi hija? Esas mujeres estaban tan ansiosas de ser madres que poco les importaba el precio a pagar. Para ellas sólo éramos portadoras, maternidad subrogada llevaba a un extremo enfermo y delirante. Porque eran mis hijos y de mi marido los que se estaban llevando, nos estaban robando y no tenía derecho ni a protestar, ni a enfadarme... No fuera de la intimidad de mi casa.

- Nora -dijo llamando a mi niña- despídete que nos vamos.

Nora se me acercó con los ojos llorosos y me abrazó con fuerza, en una súplica muda. Con firmeza la separé de mí.

- Coge tu mochila, mi vida, en unos días nos volveremos a ver.

La señora enarcó una ceja, pero se mantuvo callada hasta que Nora se fue a su habitación para coger su mochila.

- Querida, ¿No crees que es cruel prometerle algo que no podrás cumplir?
- ¿Disculpe? No entiendo a qué se refiere.
- Pues a que va a volver a verla, ¿A qué sino me iba a referir?
- Pero... La organización me aseguró que durante el periodo de adaptación vendría a casa una vez en semana a dormir y que luego podría ir a visitarla una vez al mes -conforme iba hablando mi voz se apagaba. Puesto que esa mirada de suficiencia lo decía todo.
- Querida, me temo que eso es sólo si sus padres viven en territorio nacional. Lamentablemente, nuestra residencia está fijada en Francia, con lo cual no existe tal período, ¿No se lo habían comentado? ¡Vaya metedura de pata! ¿No?

La miré con odio, sin duda esta mujer se estaba regodeando de mi situación. Temí por Nora, ¡no podía irse a vivir con semejante víbora! Iba a echarla a perder, a convertirla en un monstruo, a mi niña, a la primera que sostuve en mis brazos, a la primera que di el pecho, a la primera que abracé, la primera a la que consolé. A mi inteligente y brillante niña. Y yo no podía hacer nada, absolutamente nada.

La tomé de una mano y le apreté con fuerza, pero sin lastimarla.

- Ella es mi vida, quizá a usted le divierta esta situación, pero mataría por mi hija, por todos mis hijos. Cuídela y hágala feliz, quiérala y gánese su amor. Ella es buena, es lista y puede ser una hija y una confidente, no le haga nunca daño... Se lo suplico.

La señora me miró, esta vez sin burla y sonrió.

- Cuente con ello.

Supe que era sincera y que, a pesar de todo, realmente deseaba tener una hija, realmente quería ser su madre. Eso tendría que ser suficiente.

Nora me dijo adiós, triste. Le di un beso en la punta de la nariz, nuestro beso especial y le dije que fuera buena y cuidara de su nueva mamá. Ella me abrazó y me dijo que me lo prometía.

Después se fueron y yo me asomé a la ventana para ver como se subían a un coche de lujo y se iban.

Me sentí vacía, esa tarde me habían arrancado el corazón dos veces y dudaba que algún día lo pudiera superar.

Mi marido llegó a las 8:30 para llevarme a la revisión. Al subir al coche vi las sillas vacías y ambos nos echamos a llorar.

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