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Capítulo 7: Día de pesca

Sentía mis párpados pesados, lo suficiente para no querer separarlos y ver con mis ojos, pero la luz realmente me molestaba demasiado y me impedía seguir durmiendo o haciendo el intento. Me pregunté: "¿Es necesario que mi mamá venga a despertarme siendo tan temprano?". Pensé que eso no tenía sentido, "¿Mi mamá despertándome con la luz?"... entonces la cruda realidad llegó y al abrir por fin los ojos no me encontré en mi habitación donde creía estar, si no que en el bote con un sol magnífico que me hubiese quemado la piel excesivamente si no hubiese sido por el plástico que me cubría a modo de toldo. "¿Quién lo puso sobre mí?".  Solo había una respuesta coherente.

—Buenos días, bienvenida a la realidad —me saludó una voz masculina que pronto reconocí como la de mi único acompañante— ¿Dormiste bien?

—Buenos días, y sí... descansé como hace días no hacía —respondí mientras salía de debajo del plástico. No recordaba haberme dormido bajo el— ¿Y tú cómo dormiste?

—Bien... los maderos son incómodos, pero dormí bien. Logré descansar, realmente lo necesitaba —contestó mientras terminaba de hacer una especie de nudo alrededor de una galleta.

—¿Qué estás haciendo?

—Un pequeño anzuelo.

—¿Para qué?

Con la cabeza señaló el mar despertando así mi curiosidad por encontrar aquella silenciosa respuesta. Me senté en un madero y desde ahí miré al agua que en aquel momento se veía casi teñida de varios colores, que se hundían, salían a la superficie o simplemente desaparecían alejándose de nosotros. Peces. Podríamos pescar y por fin comer algo diferente a las obleas que ya comenzaba a repudiar. "Pero... ¿Cómo los cocinarás?" Me preguntó mi subconsciente, causándome algo de asco al imaginarme comiendo un pescado crudo. Parecía que al instante aquellos animalitos de bellos colores perdían su gracia y yo mantenía mi gusto por las galletas.

Recordé la última cena que compartí con Adrián, aquel pescado frito con papas fritas que estaba simplemente delicioso. Deseaba tener un plato así en frente, la boca se me hacía agua y mi apetito aumentó, pero el bote no venía con un mozo y un cocinero incluido para preparar y servirnos los manjares que el barco nos ofrecía.

Por mi mente pasaron imágenes del pasado cuando rechazaba ciertas comidas de mamá que en aquel momento me habrían parecido las cosas más deliciosas del planeta. "Cuando llegue a casa mi mamá me tendrá que hacer una rica lasaña como a mí me gusta". Me planteé diversos planes acerca de lo que comería cuando toque tierra, me propuse no volver a rechazar nunca un plato de comida, pues, ya sabía lo que era el hambre de verdad, y no fui sacada de aquellos pensamientos sino hasta que Oscar me habló nuevamente:

—¡Ya lo tengo!

—¿Qué tienes? —pregunté confundida.

—El anzuelo —parecía jubiloso y ansioso por probarlo.

—Oh... Entonces supongo que hay que probarlo.

En realidad nunca creí que eso pudiese funcionar. Era un hilo cualquiera que debió encontrar en alguna parte del bote, atado en un extremo a una oblea, mientras el otro estaba enrollado en los dedos de Oscar, simulando así el carrete de una caña de pescar. Poca fe le tenía pero no se lo dije, solo me limité a fingir alegría y animarlo a que lo probara. Si funcionaba sería un milagro y gracias a el tendríamos algo diferente que comer.

—Vengan pececitos —lo escuché susurrar al agua mientras sumergía la galleta.

Nunca en mi vida había tenido un día de pesca, pero tenía entendido que lo mejor era hacerlo en silencio, al menos así me había explicado mi padre. Por lo que no dije absolutamente nada y esperé sentada en mi madero a que algo picara, mirando el rostro expectante e ilusionado de mi compañero.

—¿Por qué no muerde ninguno?, ¿Es que acaso a ningún pez le gusta las obleas? —preguntó Oscar perdiendo la paciencia luego de casi dos horas con el anzuelo en la mano.

—Ya picará algo —lo animé a pesar de que me parecía casi imposible lograra pescar algo.

—Me estoy hartando, quiero comer algo bueno —dijo sobándose el vientre.

—No eres el único.

Bebí un sorbo de agua y luego tapé la botella para guardarla en la caja, así evitaba que se calentara. Seguí leyendo el manual pero no lograba concentrarme del todo pues me intrigaba el resultado de la pesca. Una parte de mí se sentía mal por el fracaso del invento de Oscar,  pues había invertido de su tiempo en el para beneficiarnos a ambos.

—Ahí sí, creo que ya lo tengo —escuché cómo decía a susurros con cierta emoción, como si fuera un niño pequeño con un juguete nuevo.

—¿Qué tienes?

—Un pez, ¡ha picado un pez!

—¡Levántalo!

Miré cómo sus dedos se movían con la mayor agilidad y rapidez posible para enrollar el hilo en su mano. La expectación crecía en ambos, estaba a punto de gritarle que se apresurara más porque podría perder el único pez que había picado el anzuelo, pero me contuve y guardé silencio. En mi fuero interno le hacía barras, pero todo se acabó cuando vi unas aletas sobresalir del agua unos pocos metros lejos del bote. "Tiburones", pensé.

—Diablos —escuché que maldijo Oscar en voz baja, acelerando el proceso de enrollar el hilo. Me pregunté cuán abajo estaba la galleta con nuestro pequeño botín.

—Se están acercando —le avisé con miedo y dispuesta a hacerlo soltar el hilo si era necesario.

Apoyó uno de sus pies al borde del bote, no sé porqué, pero puso demasiado peso en él y así logró que perdiéramos algo de estabilidad. Nuestra base, aquella que nos separaba del mar, comenzó a sacudirse. Perdí el equilibrio y caí sentada en el suelo, pero Oscar no corrió con la misma suerte. Perpleja vi cómo se fue de bruces al agua con hilo y todo. Me puse de pie al instante y grité su nombre casi tan histérica como el primer día cuando llamaba a Adrián. En la superficie marina veía pequeñas burbujas reventándose, señal de que por el momento él estaba botando oxígeno allá abajo.

—¡Oscar!

Su cabeza se asomó y un leve alivio me invadió, pero pronto fue reemplazado por el pánico, pues los tiburones cada vez estaban más y más cerca de nosotros.

Yatita

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