Capítulo 9
Los remos hacían palanca sobre el agua a medida que la barca se alejaba cada vez más de la orilla.
—¿Crees que saldrá bien?
—Opino que es arriesgado —comentó el chico remando ahora más despacio para mirarla con ternura—, pero también sé que sabrá arreglárselas sola, siempre lo hace.
Ella miró sus uñas ennegrecidas por la pintura y se levantó para sentarse a su lado, apoyando la cabeza sobre su hombro y cerrando súbitamente los ojos.
—No lo sé, Darío... Quizá tengas razón y me he precipitado.
—¿Quiere que volvamos? —Paró de remar—. Aún estamos a tiempo.
Miel se encontraba en un torbellino de dudas. ¿Qué diablos estaba haciendo? Siempre había sido una ferviente defensora de las normas establecidas en la sede, las mismas normas que ella misma se encargaba de difundir a través de panfletos. Pero ahora, se hallaba en el umbral de cruzar al menos nueve de esas normas, y eso la hacía cuestionarse a sí misma.
Sin embargo, había algo dentro de ella que no podía ignorar. La imagen de la chica a la que había privado de una vida digna y una familia la perseguía. Sentía una deuda emocional con ella, una responsabilidad personal que no podía ignorar.
—Sigue —Darío asintió y la barca continuó moviéndose.
Después de un largo rato, lo que antes solo era un horizonte lejano comenzó a transformarse en algo familiar. Parecía un espejo, reflejando la orilla del lago que habían dejado atrás. Por un momento, Darío pensó que habían estado remando en círculos todo el tiempo y habían regresado al punto de partida. Pero a medida que se acercaban, notaron que aquella zona parecía diferente, algo había cambiado.
Cuando la barca estuvo más cerca, detuvo los remos de golpe y se abalanzó sobre la chica, tirándola al suelo y ocultándola con él. Había un sentido de urgencia en el aire, y Darío sabía que debían actuar con rapidez y cautela.
Miel se quedó quieta, siguiendo sus indicaciones. Ambos permanecieron agazapados, observando su entorno con atención. Darío notó que habían llegado a una zona desconocida, con una vegetación más densa y un ambiente más silencioso y oscuro. El reflejo en el agua les había jugado una mala pasada, haciéndoles creer que habían regresado a la casilla de salida, cuando en realidad habían avanzado hacia un lugar nuevo.
La adrenalina corría por las venas de Darío mientras se aseguraba de que estaban a salvo. La chica parecía asustada, pero confiaba en él. Ambos permanecieron ocultos, esperando a que cualquier posible amenaza pasara de largo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Miel en voz baja.
—¡Chist! —susurró el otro, haciendo un gesto con la mano para que guardara silencio—. No estamos solos, mira. —Señaló en dirección a un pequeño agujero que permitía ver la orilla de la isla. Ambos se acercaron y observaron a un hombre vestido como un guardia que vigilaba desde el otro lado de Rythm. Miel se maldecía a sí misma por no haber pensado en la posibilidad de que hubiera vigilancia en esa zona, pero tenía sentido, considerando que estaban tratando de cruzar ilegalmente.
La tensión se palpaba en el aire. Darío y Miel intercambiaron miradas preocupadas, sabiendo que estaban en una situación arriesgada. Necesitaban encontrar una forma de evitar al guardia y continuar su travesía hacia la isla.
—¿Es de los nuestros?
Darío entrecerró los ojos para distinguir algo más que un uniforme.
—Creo que se trata de Marcus, el guardabosques. No puede verla, señorita Blossom, o su padre sabrá lo que intenta hacer y no creo que se lo tome demasiado bien.
—¿Y qué propones?
—Usted es la lista aquí.
—No tiene gracia.
—Tiene razón, disculpe —musitó cogiéndole con suavidad de la barbilla—. Pues nos queda una opción. ¿Sabe nadar?
Miel ahogó un grito.
—No hablarás en serio —Pero el chico no vacilaba y ella lo sabía.
La única opción que le quedaba era nadar cerca de doscientos metros hacia la izquierda para llegar a la orilla. Afortunadamente, el guardia estaba en el extremo opuesto de la isla, y la oscuridad y los altos árboles le proporcionaban cierta cobertura. Sin embargo, tenía que ser sigilosa y rápida. Aunque era una buena nadadora, el miedo le invadía. Recordaba las clases de natación que tomó de niña, pero no era el esfuerzo físico lo que le preocupaba, sino el agua fría, la oscuridad del mar y lo desconocido que se encontraba en las profundidades. Todos esos temores la aterraban.
—¿Lista? —preguntó el chico colocándole la mochila en la espalda.
Miel anhelaba abrazar a Darío con fuerza, envolviéndolo en sus brazos y respirando profundamente su aroma, deseando impregnarse de él antes de partir. No podía simplemente marcharse sin ninguna certeza de lo que encontraría en ese lugar desconocido al que se dirigía, llevando consigo solo un dispositivo con un chip localizador como su único pasaporte. Necesitaba despedirse de su padre, de Eleanor, y especialmente de Darío de la manera que ella quería, sin arrepentimientos.
Cuando se encontró con los ojos de Darío, se dio cuenta de que él también la miraba con una intensidad inquietante. En ese momento, Miel se perdió en los ojos del chico, sumergiéndose en la profundidad de su mirada. La pequeña diferencia de color en sus ojos la hipnotizaba, haciéndola sentir una atracción irresistible hacia él. Su corazón latía con fuerza en su pecho mientras se debatía entre la prudencia y la pasión.
—Señorita Blossom —Pero ella ya no estaba prestando atención a sus palabras—. Miel.
Entonces sí que sacudió con levedad su cabeza y una sonrisa tomó posesión de su rostro. Nunca antes le había llamado así, dejando las formalidades a un lado. Eso fue el detonante de lo que sucedió después.
—Déjame hacer esto, por favor.
Con el corazón latiendo desbocado, Miel no pudo resistirse más. Sin esperar a que Darío preguntara qué iba a hacer, se abalanzó sobre él con determinación. Sus labios se encontraron en un beso apasionado, una mezcla de amor y deseo que los envolvía por completo. Ambos respiraban agitados, compartiendo el aliento mientras se entregaban el uno al otro.
Los labios de Miel y Darío se movían en perfecta sincronía, explorándose mutuamente, saboreando la dulzura y la suavidad de los labios del otro. Cada caricia, cada roce, era un fuego que encendía su pasión. Se perdieron en el momento, sin importarles nada más que el presente, anhelando que el tiempo se detuviera y pudieran quedarse así, disfrutándose, palpándose y queriéndose como nunca antes lo habían mostrado.
Las manos de Miel se aferraban a Darío, explorando su cuerpo con deseo, mientras él la abrazaba con ternura, como si quisiera protegerla y mantenerla cerca para siempre. Los besos se volvieron más intensos, más profundos, como si quisieran fundirse el uno en el otro. El mundo a su alrededor desapareció, solo existían ellos dos en ese momento de pura conexión.
El deseo que habían estado ocultando durante tanto tiempo ahora se manifestaba plenamente, sin restricciones. Cada caricia, cada susurro, cada mirada era una expresión de su amor y pasión desenfrenada. Miel se dejaba llevar por la vorágine de sensaciones, sintiendo cómo su corazón se aceleraba y cómo su piel se erizaba con cada contacto con Darío.
Finalmente, se separaron con respiraciones entrecortadas, pero con los corazones llenos de amor y pasión. Se miraron a los ojos, sus miradas brillaban con intensidad, revelando la profundidad de lo que sentían el uno por el otro. No necesitaban palabras, todo estaba dicho en ese beso, en esa conexión que habían compartido.
Miel y Darío se quedaron allí, en silencio, abrazándose, sintiendo el latir de sus corazones que resonaba en perfecta armonía. Sabían que tenían que enfrentarse a la realidad, que el tiempo de separarse se acercaba, pero esa escena quedaría grabada en sus corazones para siempre.
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