Capítulo 7
Primera parte
El día del cumpleaños de Miel comenzó muy temprano, al menos para los sirvientes. La señora Blossom sabía que tres personas no iban a ser suficientes para preparar la gran fiesta de su hija, de modo que contrató a veinte más. La mayoría de ellos eran jóvenes huérfanos de más de trece años y adultos de los Barrios Bajos que se habían quedado sin trabajo. Trabajar en la mansión otorgaba un estatus más elevado a quienes tenían la oportunidad de hacerlo, y no cualquiera era admitido. Además de la selectiva prueba por la que tenían que pasar y, con independencia de la edad, todos debían guardar las formas, respetar las reglas y seguir al pie de la letra las mil y una instrucciones de Adela Blossom.
—Mírate, estás preciosa.
La chica se observó en el espejo. Le gustaba lo que tenía delante. Su amiga había logrado resaltar sus mejores facciones con un sutil pero elegante peinado. Los mechones trenzados que formaban una diadema le daban un aire más desenfadado.
—Ahora el vestido —Salió de la habitación y volvió unos segundos más tarde con un vestido entre sus brazos.
Miel se desabrochó la bata de seda y, quedándose en ropa interior, su mirada quedó perdida en el espejo. La pelirroja advirtió su inquietud.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé —respondió cruzando los brazos—. Es que son muchas emociones.
—Estás nerviosa por lo de esta noche, ¿verdad?
Asintió. Eleanor dejó con delicadeza el vestido sobre la cama y abrazó a su amiga.
—Ya sabes que pienso que todo esto es una locura, pero no te vamos a dejar sola, ¿me oyes? —Miel sonrió—. Y ahora intenta no pensar, que hoy es tu día especial. ¿Ya te he felicitado?
—Solo unas quince veces.
—Ajá.
Se sentía muy afortunada de tener a alguien como Eleanor a su lado. Nunca la juzgaba, nunca faltaba a su palabra y siempre lograba que se sintiera mejor. Mientras se vestía, alguien llamó a la puerta y su voz le dio paso. La cabeza de un muchacho se hizo asomar y al descubrir a una Miel semidesnuda, desapareció de nuevo pronunciando una disculpa.
—Este chico es tonto —comentó la pelirroja entre susurros señalando en dirección a la puerta. La otra contuvo la risa y terminó de subirse el vestido por completo. Luego, hizo un gesto con la cabeza que ella entendió a la perfección.
Darío entró de nuevo a la habitación. Vestía el habitual color negro pero con una distinción, y es que Miel sabía que el traje que llevaba era el bueno. Lo contempló conteniendo las ganas de decirle lo bien que le quedaba, pensamiento que parecía ser recíproco, pues el chico permanecía con la mirada fija en ella y en su blanco vestido de corte imperio que quedaba perfectamente ceñido a su cuerpo.
Eleanor observó la escena en silencio, esperando a que alguno de los dos dijese o hiciese algo, cosa que no sucedió, mas, en lugar de sentirse incómoda, esbozó una sonrisa y anunció que iba a ayudar a algunos de los sirvientes que se encontraban en cocinas preparando el banquete. Cuando se quedaron solos, la chica desvió la atención hacia el tema que más intranquila le tenía.
—¿Lo tienes?
El joven tardó en centrarse, ella capturaba toda su atención. Miel repitió la pregunta y, entonces sí, asintió con la cabeza.
—Felicidades, por cierto.
A ella se le encogió el corazón.
Darío se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un pequeño estuche grisáceo. Ante la nerviosa mirada de la chica, abrió la cremallera y sacó una jeringa más gruesa y algo más grande que una convencional.
—Oh, no.
El otro se volvió deprisa y comprendió que, quizá, la hija de su jefe tenía un miedo irracional a las inyecciones. Se acercó a ella y le ofreció el instrumento.
—Tiene que quitar el tapón alargado para dejar la aguja al descubierto y luego apretar el émbolo. Viene ya precargada.
—Bien... —dijo agarrando la jeringa con manos temblorosas—. ¿Y dónde dices que me la tengo que poner?
—En la pierna, señorita Blossom, más o menos a la mitad del muslo.
Miel asintió. Destapó la cánula donde quedaba acoplada la aguja y se levantó el vestido dejando la pierna derecha a la vista. Agachó la cabeza y se examinó la piel con ineptitud. El tambaleo de su cuerpo le hizo perder el equilibrio y buscó estabilidad apoyándose en el borde de la cama.
—Tranquila. Siéntese —le recomendó Darío ayudándola y quitándole la jeringa de la mano—. Es fácil. ¿Ve la aguja? La hoja tiene una parte que hace más fácil insertarla y...
—No puedo hacerlo, Darío. Por favor, hazlo tú.
Volvió a levantar la falda del vestido y estiró la pierna. Estaba tan preocupada por apartar la mirada para no desplomarse que no percibió los ojos bicolores de Darío clavados en su piel. Sin dejar de apartarlos, se agachó y le rodeó el muslo con la otra mano, pero el frío que desprendía hizo que Miel se estremeciera.
—Lo siento.
Ella le restó importancia y continuó observando las vistas desde su ventana. Adoraba toda la naturaleza que envolvía la casa.
—Voy a hacerlo, ¿de acuerdo? Le dolerá un poco, pero será un momento.
Asintió cerrando los ojos. Percibió un ligero pinchazo en el muslo y apretó la colcha de la cama con fuerza, procurando no olvidarse de respirar lo más profundo posible. A los pocos segundos, volvió a notar como la aguja salía de su piel y suspiró aliviada.
—Ya está.
Miel giró su rostro en dirección al chico, que guardaba con sumo cuidado la jeringa utilizada en su estuche. Cuando se incorporó del suelo, los delicados brazos de ella rodearon su espalda. Darío permaneció inmóvil por unos instantes, dejando que siguiera aferrada a su cuerpo, transmitiéndole una cercanía y un cariño que él estaba dispuesto a recibir. Ésta cerró los ojos y sin vacilar, apoyó su frente en la chaqueta.
—Te voy a echar de menos.
Darío se dio la vuelta. Una honesta sonrisa había tomado posesión de su rostro y Miel sabía que las muestras de afecto eran poco habituales en él, por lo que decidió tomárselo como un halago. Sintió el impulso de abalanzarse de nuevo, pero no lo hizo. La voz aguda de su madre la puso en alerta y se levantó de un salto.
—¡Oh! Aquí estás, querida —comentó tras abrir la puerta, ignorando la presencia del muchacho—. Ya han comenzado a llegar los invitados, baja a saludar —La tomó del brazo con fuerza y la empujó fuera del dormitorio.
Miel volvió la mirada pero la puerta se había cerrado de un golpe. Con una mueca triste reflejada en su rostro, dejó que su madre tirara de ella sin oponer resistencia. Lo último que le apetecía era tener que saludar a los cientos de asistentes que acudirían esa tarde a la fiesta, mas era lo que se esperaba de ella y, aquel día, todo debía ceñirse al plan.
No era que no le gustara celebrar su cumpleaños, al contrario, pero siempre y cuando fuese a su manera. El decorado que iba descubriendo una vez bajaba los peldaños de la gran escalera de caracol junto a su madre le resultaba excesivo. Había enormes lazos de color morado, globos morados, telas moradas, velas moradas...
«¿Por qué todo tiene que ser de este color?», pensó.
Ese día, el ornamento le resultaba demasiado estrambótico y recargado para su gusto, incluido el ceñido vestido que con mucho orgullo lucía su madre, que para colmo, también era del mismo color que los adornos. Agradeció por un segundo poder utilizar el blanco entre tanta tonalidad propia de una tormenta.
Justo al borde de la escalera, su padre le dedicó una mirada de orgullo y la abrazó contra él, sin dejar de repetirle lo espléndida que estaba. Ella trató de olvidar cualquier desafortunado encuentro entre ambos y se dejó llevar por el cariño que siempre había sentido hacia su progenitor.
Algo más lejos de su posición, el matrimonio de los Timscare estaba siendo amablemente atendido por una de las sirvientas y no tardó en aproximarse a los Blossom. Los Timscare habían sido buenos amigos de la familia desde antes del nacimiento de Miel, aunque los lazos que unían a ambos apellidos eran más bien económicos, pues compartían el accionariado de las mayores industrias de la ciudad.
La mujer, de tez morena y expresión dulce ofreció un cálido achuchón a Miel.
—Fíjate, ¡Cómo has crecido! —exclamó sosteniéndola de los hombros— Ya eres toda una dama, querida. Muchas felicidades.
El señor Timscare, de bigote inmenso y labios fruncidos, le regaló una mueca cómplice a su esposa y saludó a Miel con la cabeza.
—Ya verás cuando te vea Jude —dijo dedicándole un peculiar repaso de arriba abajo—. No es perfecta para él, ¿Arthur?
Los Blossom observaron a la mujer con asombro mientras Miel pedía ayuda a su padre con la mirada.
—Si me permite el comentario —interrumpió el gobernador—. Dejemos que sea Miel quien decida la persona con la que quiera estar, señora Timscare.
—¡Oh, sí, por supuesto, por supuesto! —respondió con torpeza—. Solo digo que nuestro Jude estaría encantado de verla, que, por cierto, ¿Dónde se ha metido este hijo mío?
En el recibidor comenzaron a escucharse voces más altas de lo habitual. Algunos de los camareros que se encontraban más próximos corrieron a solventar la situación. Los Blossom y los Timscare se volvieron para ver a un chico, unos años mayor que la cumpleañera, hacerse paso al vestíbulo. Vestía un traje azul marino con una corbata del mismo color. Todo hubiera sido perfecto de no ser por la chaqueta desabrochada, la camisa blanca que sobresalía por fuera del pantalón y la corbata colocada a un estilo más propio de una bufanda. Tampoco la botella de Whisky que agarraba como un niño a su juguete favorito pasó desapercibida. La señora Timscare ahogó un grito y corrió a retocarle el vestuario. Miel se llevó la mano a la frente y se distrajo observando a los distintos empleados que se miraban entre sí sin saber muy bien qué hacer.
—¡Feliz... cumpleaños! —canturreó Jude mientras su madre terminaba de anudarle la corbata.
Los señores Blossom forzaron una sonrisa y su padre puso los ojos en blanco. Luego, Adela se acercó a Greta y los cuatro fueron a dar un paseo a los jardines traseros. El chico contempló a sus padres con desidia, llamó a una de las sirvientas y le ofreció la botella.
—¿Quieres un poco, guapa?
Miel le hizo un gesto rápido y la muchacha se marchó deprisa de allí.
—Vaya, vaya —dijo dirigiéndose a ella mientras trataba de rodearla con el brazo que tenía libre—, hace un año que no te veo y estás incluso más hermosa.
Miel se apartó ligeramente de él. No tenía ganas de aguantar al hijo de los Timscare, o lo que era peor, al hijo de los Timscare borracho y apestando a alcohol.
—¿Ya te han prometido?
—No.
Jude apenas podía mantener los ojos abiertos.
—Seguro que Charles Pollock está el primero en la lista, ¿verdad?
Miel rodó los ojos.
—No.
—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta más tarde?
Ella no respondió.
—¡Qué poco habladora estás hoy! No te recordaba tan tímida.
—Ni yo a ti bebiéndote hasta al agua de los floreros —le espetó la chica—. ¿Se puede saber qué te pasa?
Jude alzó unos centímetros la barbilla, dibujando un gesto firme en su rostro. La mirada que le dedicó fue más bien desafiante, pero Miel decidió no entrar en su juego. En su lugar, llamó a uno de los sirvientes y le pidió que acompañara a su alcohólico invitado a donde se encontraba su familia. Era tal su estado de embriaguez que ni siquiera prestó atención a la descarada forma de despedirlo.
Miel se quedó la siguiente hora recibiendo a las distintas familias de la Élite que iban llegando al vestíbulo. Los Bellam y su hija Charlotte, los Divanne y su hijo Taro, el señor y la señora Plata, esta última recién embarazada... La mansión fue llenándose de una gran multitud con motivo del vigésimo cumpleaños de la hija del gobernador y no hubo nadie que faltara a la fiesta.
Los últimos en llegar fueron los Pollock. La señora Blossom había tratado de unirla con el hijo del matrimonio desde hacía años, pero su hija estaba cuanto menos interesada en cumplir su deseo. Y no es que Charles Pollock careciera de atributos precisamente.
De buen porte y con un cabello rubio que llamaba la atención, se acercó a la cumpleañera con una media sonrisa en los labios. Luego, con delicadeza, como pidiendo permiso antes de hacerlo, tomó su mano y la besó.
—Estás radiante —dijo ante el gesto de agradecimiento de Miel—. Felicidades.
Se apartó para dejar paso a la felicitación de sus padres, un hombre y una mujer con el mismo tono amarillo de cabello y mismo semblante que su hijo. Cristina y Thomas Pollock eran personas que Miel consideraba muy agradables.
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