Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 4

—Es aquí.

—¿Está segura? —preguntó Darío—. Yo no veo nada.

La chica observó con atención el mapa que sostenía entre sus manos y luego alzó la mirada hacia el cristal, el cual reflejaba el conjunto de árboles que los rodeaban.

—Tiene que estar escondido, justo detrás de aquellas rocas, ¿las ves?

Darío asintió y se bajó del coche decidido a aproximarse al terreno pedregoso. Después, volvió al vehículo y le abrió la puerta a Miel para que saliera.

—Tenía razón —dijo sonriendo.

Con paso cauteloso, Miel y Darío avanzaron unos metros por el estrecho camino de hierba que se abría entre las rocas. La expectación crecía en ellos a medida que se acercaban al objetivo de su búsqueda. Cuando finalmente llegaron a un claro entre las rocas, se encontraron con un espectáculo que los dejó sin aliento.

Ante sus ojos se extendía un hermoso lago de agua clara y colores vivos. Los rayos del sol se reflejaban en su superficie, haciendo que el agua brillara como un espejo. La imagen que tenían delante era como un cuadro idílico que los envolvía en su belleza. La transparencia de las aguas permitía ver hasta el fondo del lago, revelando un lecho cubierto de piedras y plantas acuáticas. Pero lo que realmente llamaba la atención era la pequeña cabaña de madera que se encontraba a lo lejos, en la orilla opuesta del lago.

—¿Cómo es que no conocía este sitio?

—Es como si el propio lugar no quisiera ser encontrado —apuntó Darío.

Siguieron caminando unos minutos hasta la bonita cabaña de madera, que estaba construida a base de troncos y diseñada al más fiel estilo escandinavo.

—¿Crees que vivirá alguien dentro? —aproximó casi al completo su rostro a la ventana—. Quizá esté aquí la persona que buscamos.

—Espere —Darío dio unos golpes en la puerta y aguardaron respuesta—. Creo que no hay nadie.

Ella dejó escapar un suspiro y se sentó en las escaleras del porche abrumada. Levantó las rodillas y hundió su cabeza entre ellas.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó acompañándola y colocándole la mano sobre el hombro—. Podemos volver al coche si quiere.

Miel se encontraba en un torbellino de pensamientos mientras se paraba frente a la cabaña de madera. Los sucesos de los últimos días habían sido abrumadores y aún no podía procesar completamente todo lo que había ocurrido. Primero, la tensa discusión con su padre y el comandante Derford, donde había dejado claro que no estaba de acuerdo con las políticas del gobierno y su participación en la caza de desertores. Luego, el descubrimiento de que había estado viviendo una vida que no le pertenecía, con secretos ocultos y verdades distorsionadas. Y ahora, estaba frente a esa cabaña solitaria en medio del bosque, sin ninguna pista clara sobre cómo avanzar en su búsqueda de los desertores.

Levantó la cabeza, sintiendo sus ojos húmedos por la emoción y la confusión. Necesitaba un momento para respirar, para reflexionar y ordenar sus pensamientos. En ese instante, sin decir una palabra, se abrazó a Darío, quien la había acompañado en esta aventura desde el principio. Aunque sabía que su relación estaba prohibida por las estrictas normas de la ciudad de Rythm, donde los sirvientes no podían establecer lazos de unión con los miembros de la Élite, Miel necesitaba ese abrazo reconfortante. Era un acto de cariño, una muestra de apoyo mutuo en medio de la incertidumbre y la confusión.

El gesto se convirtió en un momento especial para ambos. La calidez del abrazo, la cercanía de sus cuerpos y la conexión emocional que compartían les brindaba un consuelo en medio de la adversidad. Se aferró al chico como a una tabla de salvación en ese momento de turbación, encontrando en él un apoyo incondicional en medio de la confusión y el caos que la rodeaba.

Miel se sentía profundamente unida al servicio de su casa. Desde que era una niña, August Stanford, el mayordomo, había sido como un tutor para ella, enseñándole valores como el respeto y la empatía hacia los demás, independientemente de su situación económica o social. Ella lo admiraba enormemente y lo consideraba una figura paterna en su vida. Además, August había logrado que forjara una estrecha amistad con su hija Eleanor, a pesar de las estrictas reglas de discreción impuestas por la señora Blossom. Las dos muchachas se cuidaban entre ellas, pero siempre tenían que tener cuidado de que su madre no se enterara, ya que no aprobaba dicha relación.

Y luego estaba Darío, el leal chófer personal de su padre. Darío siempre había estado ahí para asegurarse de que Miel estuviera bien. Aunque era reservado y guardaba las formas en todo momento, incluso con ella, sabía que podía confiar en él. Había momentos en los que la chica había intentado romper esa barrera de formalidad entre ellos, buscando una conexión más cercana, pero Darío siempre se mostraba reacio a cruzar esa línea, manteniendo siempre una actitud profesional.

Para Miel, estas tres personas del servicio eran más que simples empleados. Habían sido su familia, su apoyo y su consuelo en momentos difíciles. Habían estado ahí para ella cuando su relación con su padre y el comandante Derford se volvió tensa, cuando descubrió que su vida no le pertenecía realmente y cuando se vio envuelta en el asunto de los desertores.

—¡Eh, vosotros! —bramó una voz que logró sacarla de sus pensamientos—. ¿Qué estáis haciendo? ¡Fuera de mi propiedad!

Los chicos se separaron, levantándose sobresaltados y Darío se situó delante. Cuando el hombre estuvo a una corta distancia de ellos, estiró el cuello hacia un lado y su expresión de enfado se transformó en una de sorpresa. Relajó su postura y forzó una media sonrisa.

—Ofrezco mis disculpas, señorita Blossom —dijo con la cabeza inclinada hacia abajo—, no la había reconocido.

Darío la observó de reojo y comprobó que había adoptado una actitud despreocupada. Ni siquiera parecía imponerle la figura del desconocido, a pesar de su aspecto robusto y olor a rancio.

—¿Qué le trae por aquí?

—Pues...

—Ah, no me lo diga, viene por su padre —le interrumpió—. Pero pase, pase, no se quede ahí—. Sacó unas llaves del bolsillo trasero del pantalón—. Tú también puedes pasar —le dijo a Darío en un tono menos amable.

—Claro —respondió la chica lanzándole una mirada cómplice al muchacho.

El señor sonrió y después de abrir la puerta, los hizo pasar dentro de la casa.

—Prepararé té.

Mientras vertía el agua en una vieja tetera de porcelana, se presentó a sí mismo como Benjamin Dion.

—Podéis llamarme Ben.

—¿Vive solo? —preguntó Miel sin dejar de estudiar el espacio.

La estancia en la que se encontraba era amplia y luminosa, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz natural y permitían apreciar el paisaje exterior. La decoración era de estilo rústico tradicional, con muebles de mimbre y madera que se complementaban perfectamente, creando un ambiente acogedor y cálido.

Aunque el lugar era agradable a primera vista, había un fuerte olor que impregnaba el aire. Era un aroma intenso y peculiar, una mezcla de especias y hierbas que parecían provenir de la tetera que el hombre acababa de colocar en la estufa. El vapor se elevaba de la tetera, llenando la habitación con su fragancia, creando una atmósfera particular.

El hombre, vestido con ropas sencillas pero bien cuidadas, se sentó junto a la mesa del comedor. La madera maciza de la mesa estaba pulida y brillante, y los asientos de las sillas eran de mimbre, en armonía con la decoración del lugar. El hombre miraba con afecto la tetera en la estufa, esperando pacientemente a que el agua alcanzara el punto de ebullición.

—Sí, vivo solo. ¿Puedo hacerle yo ahora una pregunta?

—Claro.

—¿Le ha mandado su padre?

—¿Mi padre?

—Sí. Sé que últimamente el negocio de la pesca ha decaído, pero puede asegurarle que es solo una mala época.

Miel frunció el ceño.

—Señor Dion, no se preocupe, no he venido ni por mi padre ni por su negocio.

—¿Y él por qué está aquí? —dijo señalando al chico.

—Ah, es Darío. Él me acompaña siempre, es mi... hombre de confianza.

El otro asintió, subordinado.

—Entiendo.

Un ruido proveniente de la parte trasera de la cabaña despertó la curiosidad de Miel.

—¿Qué es eso?

—Nada —respondió con serenidad. Agarró la tetera y sirvió el té en las tazas de sus invitados—. Deben de ser las tuberías, llevan sin arreglarse un par de semanas.

El ruido volvió a perpetuarse en el silencioso ambiente.

—¿Seguro que está todo bien?

Trató de tranquilizarla con una sonrisa forzada y le aseguró que no era nada de qué preocuparse. Miel, sin embargo, parecía inquieta. Colocó los codos sobre la superficie de la mesa y entrelazó sus dedos, manteniendo su mirada fija en el hombre llamado Ben. Había algo en él que no le terminaba de gustar, y no apartó su mirada de él en ningún momento. Observaba su rostro, buscando cualquier indicio inusual en su expresión o lenguaje corporal que pudiera delatarlo.

Miel también tenía en mente la sospecha de que Ben estaba involucrado en ayudar a los desertores a cruzar, no lo había olvidado. Necesitaba averiguar si era cierto de alguna manera, pero por el momento se centraba en el extraño ruido que seguía resonando en la estancia. Darío se levantó con determinación y se dirigió hacia la puerta de donde parecía provenir. Miel se levantó también y lo siguió por el pasillo, sin dejar de vigilar a Ben de reojo.

—¿Qué hay ahí, señor Dion? —preguntó Darío señalando a la puerta—. ¿O quién hay ahí?

Ben se aproximó hacia ellos lo más deprisa que pudo.

—Lo mejor es que se marchen, señorita Blossom —dijo dirigiéndose una vez más a ella.

La tensión alcanzó su punto máximo cuando Darío hizo el ademán de abrir la puerta en busca de la fuente del ruido. De repente, Ben sacó un revólver de la parte trasera de su pantalón y lo apuntó hacia el chico, con las manos temblando de forma incontrolada. Miel y Darío se quedaron inmóviles, sorprendidos y alarmados por la repentina aparición del arma.

El rostro de Ben estaba bañado en lágrimas, que caían pesadamente por sus mejillas. La situación se volvió aún más tensa con el brillo metálico del revólver apuntando hacia ellos. Miel observaba la escena con incredulidad, su mente trataba de procesar la situación. No había esperado que Ben reaccionara de esa manera, y el temblor en sus manos y las lágrimas en su rostro lo hacían parecer desesperado.

Darío, por su parte, levantó las manos en señal de rendición, tratando de calmar la situación. La chica se mantenía quieta, pero su mente estaba alerta, buscando una oportunidad de intervenir si fuera necesario. Ben parecía sumido en un estado emocional frágil, pero el revólver en su mano lo convertía en una amenaza real.

Miel se aproximó despacio hacia el hombre, haciendo caso omiso de la voz de Darío que pedía que se apartara y se quedara quieta.

—Ben. Baje el arma.

Pero él siguió con los brazos alzados e inertes. Todo su cuerpo estaba fuera de control.

—Ya nos vamos, ¿de acuerdo? —dijo con la voz más suave y calmada que pudo—. Pero, por favor, guarde la pistola.

Benjamin Dion no parecía estar escuchándola.

—Disparar al hombre de confianza de la familia más importante de la Élite no le ayudará para nada. Si le hace daño, su vida habrá acabado también, y usted lo sabe.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, agarró con suavidad el brazo del hombre y lo hizo bajar el arma. Rápidamente, guardó el revólver en la parte trasera de su pantalón de traje. Ben, cabizbajo y sin dejar de llorar, se sujetó a la pared para no caerse. Darío aprovechó la oportunidad para intentar abrir la puerta nuevamente, pero se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Aunque esto no lo alejó de su objetivo, golpeó la puerta varias veces con la pierna hasta que cedió y se abrió. Sus ojos se abrieron de par en par y se quedó inmóvil.

Al percatarse de su estado, Miel le lanzó una mirada fugaz a Ben y entró a la habitación. La habitación era pequeña y tenía poca luz, pero pudo distinguir unos motivos infantiles en las paredes. Había juguetes y libros esparcidos por el suelo y varias estanterías. Mientras caminaba por la habitación, sus ojos se posaron en dos niños que la observaban desde el fondo de la habitación, escondidos detrás de una mesa. No parecían tener más de ocho años y su cabello era de un color rubio ceniza. La niña sostenía un peluche de un conejito rosa y no soltaba la mano del niño pequeño, quien no dejaba de lloriquear y meterse la otra mano en la boca. Miel tragó saliva, miró a Darío, que tenía casi la misma expresión que ella, y luego se acercó a los niños.

—¿Quiénes sois?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro