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Capítulo 14

Ciudad de Rythm
Eleanor y Darío

Caminó de un lado para el otro, con las manos detrás de la espalda y mostrando un nerviosismo poco característico de una persona de su posición. Al tratarse de alguien del servicio, debía rechazar toda muestra expresiva ante los demás. Tenía que dar a entender que no había problema alguno que no pudiera solventarse y siempre debía acompañarle una expresión serena. Sonrisas cuanto menos mejor; le habían instruido para atender las necesidades de los demás, pero en ningún caso para dar la imagen de cómico. Tampoco era de buen ver una mueca triste, severa o intranquila. «Lealtad, discreción y firmeza», aquellas fueron las primeras palabras que tuvo que aprender cuando empezó y aún las seguía recordando.

Dentro de sus limitaciones, se sentía un chico afortunado. A punto de cumplir la mayoría de edad y con la palabra «huérfano» en su expediente, no podía esperar ser ambicioso. Los que salían del centro para niños de Rythm no tenían mucho donde elegir y su futuro era incierto. Su reputación era nula, la mayoría provenía de familias que se habían saltado las normas, así que no siempre se les concedía una oportunidad. Podían trabajar como leñadores, ayudantes de campo, limpiadores, pescadores y personal de servicio en familias de los Barrios Altos. De todas las opciones y teniendo en cuenta sus cualidades, la última siempre le pareció la más asequible, por lo que decidió inscribirse en la Liga del Servicio Doméstico de Rythm, un gabinete encargado de seleccionar a los candidatos más eficaces para desempeñar su labor en los hogares de familias pudientes.

Entre los miembros del Tribunal, la destreza de Darío impresionó a August Stanford, quien desde hacía años trabajaba para los Blossom y buscaba un nuevo mozo para el servicio. Durante semanas, superó con creces todas las pruebas y obtuvo la máxima puntuación de entre el centenar de aspirantes, por lo que August se hizo responsable de hablar con la señora de la casa para que estudiara su contratación. Esta no tardó en hacerse esperar y el chico tuvo unos días de iniciación para adaptarse. De ese modo, August pasó a ser su mentor y compañero. Los primeros años, solo estaban ellos, junto a las diferentes personas que iban pasando por la mansión para cubrir un único puesto, el tercero establecido, que no aparentaba ser fijo para nadie.

En ese tiempo, Eleanor era todavía «la pequeña Eleanor» y a sus trece años, cuidaba de su madre enferma en su casa de los Barrios Bajos, quien murió poco después. El fallecimiento de Dina Stanford supuso un duro golpe para todos, pero también favoreció la unión de Darío a la familia, que en su lado más íntimo, aceptaba a August como a una figura paterna.

La hija de este, con tirabuzones rojizos y mejillas redondas, tenía una personalidad alocada y descarada, actitud que a Darío le parecía impropia y en muchas ocasiones llegó a sacarle de quicio. Su mentor la excusaba con que era una fortaleza que había creado para superar de la mejor forma posible la ida de su madre. Con el tiempo, ambos aprendieron a aceptarse y respetarse, forjando una relación más propia de dos hermanos, con todo lo que conllevaba. Cuando Eleanor logró aprobar las pruebas, a pesar de que los resultados no fueran excelentes, la señora Blossom aceptó acogerla y así llegó a cubrirse el tercer puesto del servicio. Poco después, su padre y ella dejaron atrás su hogar para trasladarse a la casita, en la que entonces solo vivía Darío.

En la mansión, cada uno tenía su función y se ocupaba de diferentes tareas. August era el encargado de preparar la comida (salvo en eventos que requirieran más preparativos, en los que se hacían responsables otras personas externas que contrataban por turno) y de velar por la seguridad de toda la familia, especialmente la del señor Blossom. Darío debía disponer del coche privado para llevar a quien pudiera o quisiera necesitarlo. Eleanor, por su parte, tenía relegadas las tareas de limpieza y el acompañamiento a las mujeres de la casa. Sin embargo, siempre se echaban una mano entre los tres y no les importaba encargarse de labores que no eran su cometido.

Aunque ahora August se había quedado solo en la mansión principal, Eleanor y Darío permanecían juntos en la casa vacacional. El lugar que había sido destinado para la hija del gobernador por el tiempo de un mes les hacía sentir muy incómodos. La construcción en sí, con su conjunto de habitaciones, salas inmensas y piscinas de lujo, provocaba que estuvieran en constante agitación.

—Estoy preocupada por Miel —dijo muy seria, devolviéndolos a la realidad—. Llevamos días sin saber nada de ella.

Eleanor pensaba que lo que tenía a su alrededor resultaba demasiado estéril. La mansión de los Blossom era mucho más grande, sí, pero la inundaban olores, música, recuerdos, invitados y un sinfín de quehaceres diarios que la mantenían siempre ocupada. Allí, sin embargo, ninguno de los dos tenía algo para lo que destinar el tiempo y tampoco se habían atrevido a relejarse.

«¿Relajarnos? Esa palabra no entra dentro de nuestro vocabulario», habría dicho su padre.

—Estará bien, Eleanor. Es una Blossom, sabe guardarse las espaldas.

—Lo sé, pero esto es distinto.

—La conoces. Por suerte, su padre la ha entrenado desde niña y ha estudiado política, derecho y creo que también defensa. Es capaz como nadie, confía.

—Espero que por lo menos no la hayan descubierto.

—Si alguien la descubre, tendría tanto que perder como ella.

—No es verdad, Darío. Miel es la hija del gobernador, la segunda de la Élite, la figura del pueblo. ¿Qué crees que pasaría si se descubre todo el pastel?

—Creo que se desestabilizaría el sistema.

—¡Por eso! Tengo miedo, tenemos que hacer que vuelva.

Eleanor llevaba días sin sonreír. Tenía un extraño presentimiento. Pero también estaba triste y melancólica. Por primera vez desde que conocía a Miel, se habían separado y no le gustaba la sensación de tenerla tan lejos.

La chica, que había permanecido apoyada sobre el reposabrazos, se levantó y se dejó caer en uno de los sillones de hidromasaje del salón principal. No acostumbraba a descansar el cuerpo en su trabajo, pero tampoco podía hacer otra cosa, pues Miel los había elegido como acompañantes de servicio en su «retiro» y allí no había ninguna Miel a la que atender o hacer compañía. Por otro lado, Darío, aunque sereno, permanecía de pie, pensativo y observando todo.

—Oye, ¿has comprobado si funciona el chip?

—¡Enhorabuena! —exclamó el chico observando su reloj de muñeca—. Tu tiempo de descanso ha durado un total de treinta y ocho segundos. ¡Un nuevo récord!

—Demasiado me ha parecido.

—Venga, ¡Vamos a por el segundo intento!

—Darío, estoy hablando en serio. No puedo pensar en otra cosa. ¿Y si le ha pasado algo? ¿No hay forma de comunicarnos con ella desde aquí? —Se levantó de un salto y se acercó al chico—. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Tú, encima.

Darío no estaba tan tranquilo como ella pensaba, pero no respondió. En su lugar, sacó el dispositivo de rastreo de su bolsillo y se lo entregó.

—Compruebo cada media hora si el localizador sigue emitiendo señal. Está implantado en su cuerpo, por lo que si deja de respirar, lo sabremos porque la luz roja que estás viendo se apagaría casi al mismo tiempo —A juzgar por la expresión en los ojos de ella, pensó que debía haber evitado ese comentario—. Tranquila, eso no va suceder. Además, ahora ya sabemos que es superdotada.

—No seas bobo. Ser superdotada en un sitio donde todos lo son, no garantiza que pueda ir un paso por delante de los demás.

—Pero sí que consiga pasar desapercibida.

—¡Vamos, hombre! Si Miel destacaría hasta disfrazada de roca, está en su naturaleza.

Darío asintió.

—Tienes razón, es tan especial que cualquiera se sentiría mundano a su lado.

Eleanor se mordió el labio y contuvo las ganas de reírse.

—Bueno, que nos desviamos del tema. Yo no puedo de la angustia que tengo, me están saliendo hasta sarpullidos por el cuerpo. Mira, ¿tú ves esto normal? —dijo mostrándole el brazo.

—No, aparta. No quiero ver tus sarpullidos.

—Tengo demasiada angustia.

—Si no te rascaras, no se te pondría la piel así.

—¡Pero que no puedo E VI TAR LO!

—Vale, pero quítame los brazos de la cara, Eleanor, haz el favor.

—Muy bien. ¿Contento? —dijo con burla—. Miel. ¡Tenemos que hablar con ella cuanto antes!

—Lo sé Eleanor...

El timbre de la casa cortó su conversación. Se quedaron inmóviles, con el corazón acelerado. Supuestamente, nadie debía molestar a Miel en sus días de descanso. No contaban con interrupciones.

—¿Y si es la señora Blossom? —susurró la chica llevándose la mano para taparse la boca—. Igual viene a verla.

—No lo creo, es la primera en cumplir las normas.

—¿Pero y si ha pasado algo? Vamos a abrir.

—Si abrimos y deciden entrar, comprobarán que Miel no está y se volverán locos. Y tú y yo iremos a la cárcel —determinó Darío con firmeza.

—Vale, pero al menos vamos a acercarnos, tal vez veamos de quién se trata.

—De acuerdo, tú quédate aquí.

—Si, claro. ¡Ni hablar! Yo voy contigo.

Unos segundos después, caminando a hurtadillas, llegaron a la puerta principal. Justo cuando Darío aproximaba su rostro a la mirilla, el timbre volvió a sonar.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

La voz les resultó familiar, pero había que asegurarse.

—¿Quién es?

—¿Darío? Soy Ben, abre.

Inmediatamente, los dos suspiraron aliviados y Eleanor le dio paso. Miró al hombre y sonrió. Llevaba puesto un peto de pesca industrial amarillo y se le veía entusiasmado.

—¡Por fin! ¿Cómo estáis? Tengo que hablar con vosotros, vamos.

Los tres fueron al gran salón, un espacio bisagra que agrupaba varias zonas del primer piso con funciones muy diferentes, como las del descanso y también una zona para el comedor. No había ninguna diferenciación espacial, el nivel del suelo y del techo eran continuos y también lo era el pavimento utilizado. Solo las alfombras ayudaban a zonificar y a crear núcleos independientes.

—He hablado con mi contacto. La señorita Blossom está bien.

Dejó lo que aparentaba ser un Walkie Talkie sobre la mesa de centro y se sacudió la ropa.

—¿Qué quieres decir con «está bien»? —preguntó Eleanor.

—Compruébalo tú misma. Dame unos segundos.

Se sentó en el sofá y ella no tardó en hacerlo a su lado, esperando a que el hombre encendiera el comunicador portátil. Luego presionó el botón lateral.

—G, soy B. ¿Sigues ahí?

Eleanor contuvo la respiración. Había visto ese aparato alguna vez, pero no sabía cómo se usaba.

—G, ¿me recibes?

Los tres aguardaron respuesta, intranquilos. Ben hizo una mueca extraña.

Hola, sí, aquí G. Te recibo, cambio.

El ambiente se relajó.

—¿Quién eres? —preguntó la pelirroja alzando la voz.

—Espera —le pidió Ben alejando el aparato—. Es importante que no digas tu nombre, ni mucho menos información que creas que es confidencial. Tampoco menciones el nombre de la señorita. ¿Has entendido? Tú eres E, como yo correspondo a B y mi contacto a G, es sencillo, pero más seguro.

Ella asintió convencida.

—Ho-Hola —habló con torpeza al aparato—. Soy E. ¿Me copias?

Darío hizo el mayor esfuerzo por evitar reírse, Eleanor siempre había sido algo torpe con la electrónica.

Afirmativo, E. Te escucho bien, si es a lo que te refieres. Cambio.

—Me gustaría saber cómo está la recién llegada.

Ben le dedicó una mirada de aprobación.

Se encuentra bien y se adapta con normalidad. Ah, espera, creo que acaba de llegar.

A la chica le dolía el estómago. Darío trató de disimular sus nervios. ¿Hablarían por fin con su amiga después de tantos días sin tener noticias? Los segundos se les estaban haciendo eternos.

E, ya está aquí. Os dejo solos —Trató de esperar con calma—. ¿Hola? G me ha dicho que solo tengo tres minutos.

La pelirroja estuvo a punto de decir su nombre, pero se corrigió a tiempo.

—¿Eres tú? ¿Estás bien?

Al otro lado se escuchó un ligero sollozo. Eleanor encogió aún más el abdomen.

—Sí, soy yo. Aunque aquí tengo otro nombre. No sabes lo feliz que me está haciendo escucharte. ¿Cómo estás? Cambio.

Al otro lado, la voz de Miel era casi imperceptible. La acompañaba un ruido blanco, usual en retransmisiones. Darío explicó a Eleanor que la conversación no podía ser muy concreta, pues si había sido encriptada, alguien podía estar escuchándolas.

—Te echamos mucho de menos. Tengo tantas preguntas que hacerte... ¿Cuándo volverás? ¿Cómo es todo allí? Corto.

—Cambio —corrigió Darío.

—¿Qué?

—Que se dice cambio, corto es cuando finalizas la conversación, aunque en ese caso sería «cambio y corto».

—Ah.

La voz de Miel volvió a escucharse, esta vez, algo más clara.

Es... muy diferente. La gente aquí no tiene agua corriente y muchos duermen en tiendas —hizo una pausa, pero todos entendieron que no había terminado—. Son mucho más unidos los de este lado, ¿sabéis? Como una gran familia. No lo sé, todo se me hace desconocido. Todavía no me acostumbro. Yo también os echo mucho de menos. Cambio.

Eleanor no pudo seguir. La voz de su amiga le parecía tan irreal, que no fue capaz de continuar manteniendo el tipo. Se concedió un instante, pero cada vez que intentaba continuar la retransmisión, se tenía que tragar las lágrimas. Darío fue a ayudarla y tomó el relevo.

—Aquí D —respiró largo y profundo para no dejarse llevar por sus emociones. La señorita Blossom había dicho que tenían tres minutos y probablemente ya se había agotado la mitad del tiempo—. ¿Ha encontrado lo que buscaba? Cambio.

—Aún no. Pero no creo que me lleve mucho más tiempo. Necesito ganarme la confianza de estas personas y, no sé... presiento que sospechan algo.

—¿Por qué dice eso?

Darío la conocía tan bien, que no necesitaba ninguna jerga para saber cuando finalizaba cada frase.

—Es solo una sensación. Creo que a pesar del disfraz, se nota de dónde provengo.

—Eso no es malo. Quizá solo intuyen que es usted de clase alta. ¿Qué tal lo está llevando?

No sé ni si lo llevo, D. No sé qué me ocurre, pero no consigo procesar todo este entorno. Puede que llevar tantos días con la ropa sucia esté afectando a mis neuronas. El caso es que aquí todos conocen el presente de todos, pero no hablan de quiénes fueron alguna vez. Por eso necesito que me hagas un favor.

—Lo que me pida.

Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde como para volver al salón. Darío se había alejado con el walkie hasta subir por las escaleras que daban a las habitaciones de la segunda planta. Sin embargo, ni la pelirroja ni Ben se atrevieron a avisarle.

Búscame información de Joshua Blumer y de una tal Ivy, no sé su apellido. Ah, y de Vigor, tampoco sé su apellido. Me gustaría conocer más sobre ellos, sobre su vida antes. ¿Sabes dónde buscar?

Imagino que en su despacho.

Afirmativo. Gracias D. Otra cosa, ¿Cómo están mis padres?

Le mentiría si les dijera que les he visto, pero puedo asegurarle que se encuentran en perfecto estado.

Al otro lado se hizo un silencio. Por un momento, Darío pensó que ya se había cortado la comunicación.

—¿Y tú, cómo estás? —escuchó al fin.

—Todo bien. No hay nada reseñable.

Escucha, sobre lo que pasó el otro día, quería decirte que...

—Está olvidado, no se preocupe.

Miel no respondió hasta pasados unos segundos.

—¿Cómo? No se te ha escuchado bien.

—Le decía que tranquila. Fue la emoción del momento, pero le prometo que no se volverá a repetir.

Pronunciar esas palabras fue doloroso. Muy doloroso. Pero sabía que era lo mejor para ella, no quería meterla en más problemas. Todo era más fácil si seguían las reglas.

Claro. Bueno, me ayudarás con eso, ¿verdad?

La Miel que conocía no era de dar muchas vueltas a un asunto que había quedado zanjado por otra persona. Supuso que había quedado claro.

—En cuanto los consiga, haré lo que sea para hablar con usted.

Gracias, D.

El tono fue más seco que antes.

—M... Cuídese, por favor. La necesitamos viva.

— Y vosotros también. Dile a Eleanor que la quiero.

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