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Capítulo 12

Habían pasado varios días desde la llegada de Miel a la región de los abandonados. Para extrañeza de Gwenna, le estaba costando demasiado adaptarse, más que a muchos otros anteriores a ella que habían salido para liberarse de las rígidas normas de Rythm. La enfermera comprendía su situación, podía ser difícil separarse de su familia o amigos, aunque a decir verdad, no sabía si la nueva los tenía porque no hablaba de ellos, pero poca gente solía mencionar su pasado al cruzar. Ella misma se lo había hecho saber.

Adentrarse en ese lugar era volver a renacer, darse una nueva oportunidad de desprenderse de las doctrinas impuestas por el gobernador y su gente para comenzar a tener ideas y pensamientos individuales. Los más desafortunados habían sido expulsados siendo tan solo niños y los primeros años tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir. Luego llegaron los adultos, los ancianos, las parejas que no querían que les quitaran a su segundo hijo y todo tipo de familias cuyas situaciones límite protagonizaban ese pequeño mundo que juntos habían creado.

Miel no dejaba de preguntarse si ser un desertor compensaba llevar un estilo de vida tan humilde, «miserable» lo hubiera denominado su madre. En Rythm no se veía a gente pidiendo en las calles, ni recogiendo la basura de otros; hasta los huérfanos, que conformaban el escalón más bajo de la sociedad, tenían la oportunidad de labrarse un futuro decente. Darío era el mejor ejemplo de ello.

Esa tarde, decidió salir a dar un paseo y así aprovechar a estudiar un poco mejor la zona. Gwenna, que se encargaba de atender a los enfermos y de curar heridas leves, no pudo acompañarla, pues tenía sus propios horarios de trabajo y los cumplía con rigurosidad. Sin embargo, a la recién llegada no le importó, creyó que sería buena idea pasar un tiempo a solas para ordenar sus prioridades.

Había cruzado varias calles de viviendas cuando le llegaron a la mente los últimos momentos compartidos con Darío y Eleanor. Deseaba de verdad que hubieran seguido su consejo de quedarse en la casa que habían reservado para ella. No había nadie que se mereciera unos días de paz y tranquilidad como ellos, aunque en el fondo sabía que estarían a la espera de noticias suyas. Sus padres, por otro lado, seguirían haciendo vida normal, vida normal de los Blossom. Sintió una punzada en el estómago cuando recordó que en las últimas semanas lo único que había hecho era discutir con ellos y mentirles, pero ¿hasta qué punto le habían contado ellos toda la verdad?

Paró en seco y miró de un lado al otro. Hacía un cuarto de hora que no estaba pendiente de observar hacia donde se estaba dirigiendo. Aquel lugar que apareció ante ella, cuanto menos parecido al campamento, estaba constituido por oscuros callejones que separaban hileras de edificios desvencijados.

Su primer pensamiento fue darse la vuelta.

De pronto, escuchó unas voces y se quedó quieta, aguzando el oído. Luego, las voces se transformaron en risas acompañadas de música. Movida por su instinto, se fue aproximando con calma y descubrió que la aparente callejuela sin más vida que la de ratones perseguidos por gatos era en realidad el epicentro de toda una serie de lugares de encuentros con cálidas luces en su interior. Decidió que ya había corrido riesgos anteriores como para echarse atrás en ese momento.

«Son simples locales, seguro que los regenta gente corriente», pensó.

Siempre había tenido la idea de que, pasada la periferia, no quedaba nada. Se imaginaba algún tipo de colonia, creada con el paso del tiempo, a base de ruinas y espacios naturales, pero nadie le había dicho nunca que una vez levantado el muro, una parte de la infraestructura de la ciudad había quedado intacta tras él.

De la entrada de uno de los espacios salió un gato anaranjado que, después de estudiar a Miel por un largo rato, procedió a esconderse detrás de un cubo de basura. Aquel sitio lucía más ruidoso y luminoso que el resto, como si dentro estuvieran tratándose temas relevantes. Asomó el rostro al ventanal y trató de vislumbrar algo a través del cristal, pero solo consiguió reconocer una docena de siluetas que charlaban, reían y bebían con jazz de fondo.

—¡Oye, tú! —bramó una voz hostil detrás de ella—. ¿Qué haces?

No se atrevió a darse la vuelta. Era consciente de la posición en la que le dejaba estar en aquel sitio, que no le suscitaba confianza precisamente, espiando a gente desconocida. Cualquiera que le hubiera estado observando tendría el pensamiento de que no tramaba nada bueno.

—¡Eh!

El individuo que le había gritado, con grandes ojos negros, cabello recogido en varias y largas trenzas y vestido con una andrajosa chaqueta de colores esperó que dijera algo, o al menos que se voltease.

—¿Eres una mirona? ¿Qué diablos estás haciendo?

—¿Una mirona? —Entonces se giró, contemplando fijamente sus ojos caídos con la cabeza bien alta.

—¡Una pervertida! Una de esas que disfruta por ahí viendo lo que hacen los demás.

—Creo que te estás equivocando.

—Yo nunca me equivoco.

De pronto, Miel se dio cuenta de que su cara le resultaba familiar, como si ya le hubiera visto antes.

—¿Qué pasa? —El desconocido cambió por completo su expresión de enfado, ahora parecía más bien desconcertado—. ¿Acaso te gusto?

—No eres lo más agraciado que he visto, pero no estás mal.

—Repite eso.

Ella sonrió, agradeciendo su memoria para recordar caras. Sí, definitivamente era él.

—¿Eres tonta o qué te pasa? ¿Estás sorda?

Ignoró sus insultos, no le afectaban en lo absoluto. Sabía que sería incapaz de reconocerla, habían pasado casi diez años.

—Como no me digas algo de una vez...

—¿Qué? —le retó ella con descaro.

No le tenía miedo. Lo recordaba como un niño solitario cuyos únicos amigos eran las alimañas que encontraba por la calle. Los vecinos solían murmurar entre ellos que era la vergüenza de su familia, un bicho raro que tenía una enfermiza obsesión con la disección de animales. La mayoría sintió alivio cuando se descubrió que era superdotado.

Se acercó, carente de amabilidad en su rostro y Miel se dio cuenta de que estaba completamente descalzo.

—¡Que me digas qué hacías mirando por el cristal, pervertida! —la acusó con el dedo.

—¿Y por qué estás tú aquí?

—¿Pero a ti qué te pasa?

—A mí nada. ¿Y a ti?

—Estás acabando con mi paciencia y eso no te conviene.

Al oír su amenaza, soltó una risotada. Entonces, el chico perdió los nervios por completo y la empujó violentamente contra el cristal del lugar de jazz mientras se regocijaba con malicia. Tras un duro forcejeo, Miel consiguió derribarlo al suelo propinándole unas cuantas patadas.

—Quizá es a ti a quien no te conviene acabar con mi paciencia.

Él se levantó y se acercó tirándole de la camiseta, obligándola a arrimar la frente contra la suya.

—Mucho cuidado con lo que haces.

—No me toques —mugió ella arrugando la nariz, pero al no darse por aludido, le propinó una bofetada.

Antes de que pudiera echar a correr en lo que el individuo tardaba inútilmente de recuperarse del golpe, la puerta del establecimiento se abrió. Ivy, que vestía una ropa bastante incómoda para utilizar en su estado, parecía aún más confusa que la propia Miel.

—¿Estás bien? —preguntó.

No contestó. Aún estaba abrumada por el desagradable altercado y le dolía la cabeza. La otra advirtió su expresión y dirigió una mirada de odio al chico.

—Josh, ¿Qué le has hecho?

Otra persona salió. Era Vigor.

—¡Blumer! —vociferó con las mejillas rojas—. Deja de merodear por aquí, ya sabes que no eres bienvenido.

«De modo que el mirón es él», pensó Miel, además de confirmar sus sospechas acerca de su identidad.

—¿No tienes ratas a las que perseguir? —apuntó Ivy colocando los brazos en forma de jarra.

—¿Y tú no tienes hombres a quienes abrirles las piernas?

—¡Jódete! —exclamó Vigor lanzándole con el fornido brazo la jarra de cristal con la que había salido y corriendo a espantarle—. La siguiente vez que se te ocurra acercarte, acabo contigo.

—¡Lárgate de una vez! —añadió la Ivy.

Miel se sintió como la mera espectadora de una obra de teatro cuyo único papel era observar qué sucedería después. Afortunadamente, la amenaza de Vigor logró que el tipo se fuera sin oponer resistencia.

—Oye, ¿de verdad estás bien? — le preguntó la rubia agarrándole del brazo con suavidad. Luego, la miró con reproche—. ¿Qué diantres haces aquí?

—Sólo quería dar una vuelta.

—¿Y has acabado en el callejón Fénix desde el campamento?

Se encogió de hombros. Tampoco sabía cómo había llegado hasta allí. Ivy dirigió la vista a Vigor, que asintió en forma de señal y luego se volvió de nuevo hacia ella.

—Bueno, voy a entrar a despedirme. Espérame aquí fuera y no te metas en líos.

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