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Capítulo 11

—¡Eh! ¡Despierta! —La fría mano dándole golpecitos en la cara logró que Miel abriera los ojos y abandonara la pereza en la que estaba sumida—. Llevas durmiendo todo el día, ven a comer algo.

Ella asintió incorporándose, permitiéndose unos segundos para asimilar que llevaba horas durmiendo, y siguió a Gwenna hasta la entrada de la tienda, donde tenía preparadas dos banquetas de madera para sentarse. Cuando se acomodó, notó que todavía tenía la ropa húmeda, pero ya no le resultaba tan molesta. En frente de ella vio una cazuela, posada sobre un hornillo de gas, que desprendía un agradable olor a verduras cocinadas.

—Es sopa —aclaró Gwenna. Extrajo un cuenco de una de las cajas que había apiladas en el suelo y sirvió en él varias cucharadas—. No tengo para más, pero me sale deliciosa. Ten —Le ofreció el recipiente y esbozó una sonrisa familiar—. Pruébala y me dices qué te parece.

Era cierto. El caldo que había preparado estaba más que bueno y enseguida consiguió que recuperara el brillo en su rostro. Notó que la otra chica la miraba con dulzura, como quien observaba a un niño hambriento comiendo por primera vez. Tenía una sonrisa tan bonita que podía animar el día a cualquiera. Cuando estuvo a punto de agradecerle el plato, un hombre atravesó la puerta de la entrada sin previo aviso. Era grande, por lo menos metro noventa de alto y contaba con una larga cabellera negra que le llegaba por debajo de la espalda.

—Gwenna —la llamó en un tono impaciente. Enseguida dirigió la vista hacia Miel y la volvió de nuevo hacia la otra como si le pidiera explicaciones. En unos segundos, la calma de la hija del gobernador se disipó, convirtiéndose en un nudo en el estómago. ¿Y si la había reconocido? Bien era cierto que tenía el pelo teñido de color alquitrán y no iba vestida del clásico color morado, pero eso no quitaba que su cara pudiera resultarle familiar. Al fin y al cabo, ya se lo había advertido Darío.

—Ah, es Bee —explicó restándole importancia—. Es amiga mía. ¿Qué es lo que quieres?

—Claire se ha vuelto a caer. Ya se lo tengo dicho, es demasiado torpe para estas cosas, pero no me hace caso. ¡Y ahora me viene con que tiene una herida en la pierna! ¿Puedes echarnos una mano?

—Sí, claro —contestó ella en un tono mucho más serio—. Pero no seas tan duro, Vigor, es solo una cría.

A Miel no le gustaba la manera que tenía aquel hombre de hablar. Poseía un tono áspero y algo molesto y no dejaba de dedicarle miradas de desaprobación, como si supiera que no debía estar ahí, que estaba invadiendo esa tienda. Por si acaso, se apresuró a terminar todo lo que quedaba de caldo.

—Bee, ven con nosotros —le pidió Gwenna. Comprendió que no quería dejarla sola de nuevo. No sabía por qué esa chica la ayudaba sin conocerla, pero se sentía muy bien que le abriera camino en un lugar que no era el suyo.

El hombre, que al parecer se llamaba Vigor, volvió a observarla con desagrado y salió de la tienda mientras Gwenna corría al cuarto y regresaba con un maletín. Luego, junto a Miel, lo siguieron. Las personas que se encontraban en ese momento en la calle se pararon a mirarles, mas no se apreciaba juicio en su rostro, sino respeto. No sabía si era aquel hombre o la figura de Gwenna lo que les suscitaba esa forma de observarlos, pero el caso es que el efecto era muy obvio.

Pasado el campamento, giraron a la derecha hasta llegar a una hilera de casas que parecían de algo más nivel que las tiendas de campaña, sin duda lo eran. Les hacía falta una buena mano de pintura y muchísimas mejoras, pero tenían un techo decente y una estructura bastante firme.

—¿Quién vive aquí? —le preguntó Miel a Gwenna en un susurro casi imperceptible.

—Normalmente, los primeros que llegaron. Los demás nos hemos acomodado como hemos podido.

Se fijó en una chica que esperaba con las manos entrelazadas a la entrada de una de las viviendas. Era alta, pero no tanto como el hombre al que seguían, y tan rubia que su cabello parecía haberse apoderado de los rayos del sol. Vestía íntegramente de colores oscuros, con ropas ajustadas. Al acercarse, saludó a los tres con la cabeza y les abrió paso al recibidor. Miel no tardó en darse cuenta del pequeño bulto que sobresalía de su camiseta, pero sus sospechas se confirmaron al momento en el que Gwenna le preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Ivy? ¿Qué tal el bebé?

—Estoy bien, solo algo cansada.

—Eso es bueno. Ya verás que todo va a ir genial.

—Sí, eso espero.

Se preguntaba cómo era que esa chica se había quedado embarazada siendo tan joven. No es que la juzgara, solo le sorprendía ver como alguien de edad similar a la suya podía encargarse de una criatura tan pronto. En la ciudad era común que las mujeres empezaran a desear ser madres a partir de los veinticinco. Ella ni siquiera pensaba en hijos, prefería estar ocupada con su trabajo y sus amigos. No es que no los quisiera, aunque Rythm no castigaba precisamente por no tenerlos, sino por traer al mundo a mas de uno, pero lo veía como un proyecto lejano, muy lejano. Sin embargo, el embarazo de Ivy no era algo de su incumbencia y apoyaba la decisión de que lo tuviera aún viviendo en un lugar como aquel. Quizá es que no le quedaba otro remedio. Cuando la rubia se dio cuenta de que la recién llegada la observaba con interés, decidió sostenerle la mirada por un largo rato.

—¿Mi bombo te produce rechazo?

—No, no, en absoluto —Miel tragó saliva—. Perdona, no quería incomodarte.

—No lo haces, pero no estoy acostumbrada a que me miren de esa forma —le respondió con una sonrisa pícara—. Tú no eres de por aquí, ¿verdad?

Ella no respondió. Después de varias horas en aquel lugar, aún estaba haciéndose a la idea de que estaba muy lejos de Rythm, rodeada de gente que sabía que era nueva, lo que le ponía las cosas más difíciles. Quizá no percibían el rasgo Blossom pero sí estaban seguros de que no hacía mucho que había llegado de la ciudad. Miel lo sentía. Por suerte, Gwenna salió al rescate.

—Déjala, Ivy, no la agobies. Bueno, ¿Dónde está la pequeña Claire?

—Solo digo que de llevar tiempo viviendo aquí, sabría que mi bombo no es el único que se ve por las calles.

—No pretendía...

—Si el gobierno se encargara de facilitar medios de protección, esto no ocurriría.

—Ivy, para.

—Claro que mientras en Rythm está la Ley del Hijo Único, les da igual que en este lado exista la de «Cuantos Más Hijos Mejor», total, no son ellos los que se tienen que hacer cargo. Por ellos como si nos mori...

—Claire —insistió la tercera chica, maletín en mano y haciéndole un gesto de despedida a Vigor, que parecía querer irse cuanto antes—. Me habéis traído para curarla, ¿no?

—De acuerdo, de acuerdo —aceptó con desdén—. Por aquí, está en el salón.

Gwenna asintió y se dirigió por el largo pasillo que daba la bienvenida a un lúgubre y pequeño salón decorado únicamente con un sofá y algún mobiliario que ya estaba en las últimas. En el sofá, recubierto por una gran lona confeccionada a partir de restos de tela, se hallaba una pequeña con el pelo del color dorado cuya expresión triste cambió en cuanto la vio.

—¡Gwenna! —exclamó sin esconder su emoción.

—Hola, ratoncita —la saludó ésta revolviéndole un poco el pelo—. Empiezo a pensar que te haces daño solo para que venga Gwen a curarte, ¿eh? ¿Dónde ha sido esta vez?

La niña reparó en Miel, como si dudara en responder estando ella presente, pero finalmente dijo:

—Donde siempre. En el Mercado Cave, en un puesto de fruta.

En ese instante, los ojos de Miel se agrandaron y evitó soltar la pregunta que le había llegado a la mente. Más tarde se la haría a Gwenna, no quería resultar entrometida ni seguir siendo un estorbo para la dueña de la casa. Bastante había alterado ya las cosas.

—Tienes que tener más cuidado, cariño, ¿no te acompañaba Albert?

—Sí —La niña se sobresaltó un poco cuando las gotas de alcohol cayeron en su herida y se agarró con fuerza a uno de los reposabrazos—. Pero él estaba en el puesto de los libros.

Pasaron diez minutos hasta que la pequeña tuvo la pierna cuidadosamente vendada. No gritó ni pataleó, ni siquiera se quejó de la sensación de escozor que probablemente le habría provocado el fluido. Miel recordaba haber sido muy quejica a su edad cuando se hacía daño, aunque fuera por un simple golpe, pero aquella niña parecía hecha de otra pasta.

Al cabo de un rato, Ivy agradeció a Gwenna su visita. Miel entendió que su protectora no era una simple curandera, su labor iba más allá. Sintió admiración.

—No sabía que aquí recibíais educación, mucho menos sanitaria.

—Y no la hay, amiga mía, lo poco que sé de ello lo he sacado de los libros.

«¿Libros? ¿Cómo es que los abandonados tienen acceso a ellos si mi padre se los prohíbe?», pensó Miel.

—Dime una cosa, Gwenna. ¿Aquí también hay mercado?

—No.

—Entonces, Claire y tú hablabais del que se hace cada domingo en Rythm.

—Puede ser.

—Pero, ¿Cómo es posible?

—¿Qué me estás preguntando?

—Creo que es obvio.

Le ordenó con la mirada que dejara de hacerse la necia. Quería entender cómo una niña tan pequeña había llegado hasta el mercado de la ciudad, acabado en un puesto de fruta y vuelto herida de allí. También quería saber cómo había conseguido libros de medicina. Creía saber las respuestas a todas esas preguntas, pero deseaba que fuera Gwenna quien se las confirmara.

—Hay cosas que es mejor que no sepas. No aún.

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