Capítulo 10
Una vez atravesado el lago, sentía el cuerpo acartonado enfundado en harapos sucios y que desprendían un peculiar olor a sal. La fricción con la ropa le estaba provocando rozaduras y apenas era capaz de moverse con normalidad. No le había costado mucho trabajo nadar, pero se notaba que estaba desentrenada y había perdido fondo. Echó un vistazo alrededor, parecía el mismo Rythm que había dejado atrás hacía tan solo unos minutos, pero algo más descuidado. Ahora la vegetación, rebelde y caótica, trataba de sobrevivir a los nulos cuidados que se le proporcionaba. Tampoco escuchaba ruidos de pájaros, ni de coches, ni de nada que le recordara a su querido hogar.
Caminó sin saber hacia dónde se dirigía, abriéndose paso entre las zarzas y enredaderas que emergían del suelo. No tardó en atravesar un camino que llegaba a lo que parecía una combinación de tiendas y cabañas similares a las de un campamento. Al rato, divisó a algunas personas a lo lejos que recogían las frutas caídas de los árboles y murmuraban frases ininteligibles entre ellas. A medida que se acercaba, Miel se dio cuenta de la suciedad en sus ropas y rostros. Había oído hablar de los llamados 'sin-iar', gente que vivía en las calles al otro lado del muro. Su padre solía mencionarlos en sus reuniones a menudo pero nunca había visto a ninguno. No quería acercarse demasiado, pues se arriesgaba a que le hiciesen preguntas para las que no tendría respuesta, de modo que se quedó resguardada entre unos arbustos por lo que le parecieron horas.
En ese descanso, se dedicó a revivir el momento de la barca con Darío, antes de que saltara al agua. Por una vez, sentía que había sido fiel a sus sentimientos y que él no había opuesto resistencia alguna, como si hubiera estado esperando por un largo tiempo que aquello sucediera, aunque no estaba segura de si aquello lo habría provocado la emoción y la ansiedad del momento. Sabía todo lo que ese beso podría llegar a desencadenar de llegar a oídos de sus padres, mas estaban solos, a oscuras y cometiendo una infracción mucho mayor como para detenerse en ese 'pequeño detalle sin importancia', así lo llamaba para autoconvencerse de que no había hecho nada malo, pero en el fondo, había sido un momento muy especial para ella.
De pronto, una mano posada en su hombro la sacó de ese reciente recuerdo e hizo que se sobresaltara y pusiera en alerta. «Me han descubierto», pensó. Giró su cabeza y descubrió a una muchacha de expresión afable pero misteriosa que la miraba con curiosidad desde su abrigo con capucha.
—Ven —dijo tendiéndole la mano.
—¿Qué? ¡No!
—Vamos —Envolvió su mano en la muñeca de Miel y tiró de ella con cierta presión, logrando sacarla del escondite mientras la obligaba a que corriera junto a ella. De vez en cuando, también miraba a los lados, como para asegurarse de que nadie las seguía.
Miel respiraba con dificultad. La carrera a nado, la despedida con Darío y la adrenalina que le generaba estar en un lugar desconocido le habían dejado demasiado cansada como para poder seguir forzando su cuerpo. Varias veces trató de soltarse de la desconocida pero, por más que moviera impulsivamente la mano y le gritara que la dejara, no se detenía. «Haz el favor de calmarte», le reprochó ésta hasta en tres ocasiones.
Ambas continuaron el recorrido, atravesando el campamento inicial y varias casas siguientes, hasta llegar a una zona más céntrica, con más gente alrededor en lo que parecía una plaza de reunión. La muchacha, cuyos mechones morenos y lisos sobresalían a pesar de estar cubiertos por la parte de arriba de la prenda, le pidió que bajara el ritmo y anduviera de forma que pasara desapercibida. Era obvio que se encontraba en forma, como si realizara pequeñas carreras todos los días. Aquello parecía formar parte de su rutina.
La plaza continuaba rodeada de grandes e improvisadas tiendas de campaña con todo tipo de telas y prendas desgastadas. Además eran partícipes de la estampa algunas casas que, a simple vista, conservaban mejor aspecto. La desconocida llevó a Miel en dirección a una de las tiendas más alejadas y dejó que fuera ella misma quien apartara la tela de la entrada, siguiéndola hasta el interior. Para entonces, la hija de los Blossom ya había recuperado un poco el aliento y se atrevió a preguntar:
—¿Qué quieres?
—¿Quién eres?
—Creo que eso tú ya lo sabes —Dio un repaso rápido al interior de lo que parecía un improvisado hogar—. ¿Por qué me has traído aquí?
—Ben me alertó de tu llegada—. Miel le dedicó una mirada escéptica—. Bueno, no de tu llegada como tal, pero sí de que vendría alguien de fuera a quien me encargó ayudar. Y eso hago.
A Miel le pareció curiosa la forma en la que se dirigía a la ciudad como «de fuera» cuando ella hacía justo lo contrario. Una persona «de fuera» sin duda hacía referencia a más allá de la periferia, a la tierra de los abandonados, a aquel campamento extraño en el que había acabado.
—¿Conoces a Ben?
—¡Claro que le conozco! —Lo dijo como si tuviera que saberlo—. Llevamos trabajando juntos muchos años.
No parecía que tuviera mucha más edad que ella. Se preguntaba cuándo habría llegado a ese lugar, si la habían destinado nada más recibir su puntuación o había salido ella por su propia cuenta.
—La verdad, no estaba segura de que fueras tú —continuó la chica observándola con atención—. Pero no tienes mucha pinta de ser de por aquí. Debo reconocer, eso sí, que el disfraz lo has clavado de lo lindo, pero es un poco excesivo traer las ropas húmedas, ¿no crees? —vaciló.
Eso otorgó a la chica unos segundos para examinarse. La verdad es que tenía una apariencia espantosa y comenzaba a apestar. Decidió que era mejor seguirle el juego a la morena para mantenerse a salvó. Aún no sabía si podía fiarse de ella.
—No entraba en mis planes nadar, pero no me ha quedado otra.
—Imagino —la cortó con brusquedad—. Bien, me encantaría seguir charlando contigo y ponernos un poco al día, pero tengo que ir a encargarme de unos asuntos. No tardaré mucho. Por tu bien, espero encontrarte aquí a mi vuelta.
—¿A dónde vas?
—A intentar hacer lo que mejor se me da —respondió agarrando un maletín metálico de una esquina de la tienda—. Soy Gwenna, por cierto. ¿Tú como te llamas?
Miel intentó crear un nombre ficticio para no tener que usar el suyo. Tenía que ser uno creíble pero que no resultara demasiado ostentoso. Su boca no podía soltar «Soy Miel, la hija de Kein Blossom y también la responsable de que vivas en estas condiciones. Encantada». Así que en su lugar se le ocurrió decir:
—Bee.
—¿Eso es un nombre?
—Sí —respondió ella cortante. Era lo primero que se lo había ocurrido y estaba claro que no había estado muy acertada— ¿No me vas a preguntar por qué he venido?
Gwenna medio sonrió. Miró tan fijamente a Miel que ésta tuvo que poner de su parte para no apartar la mirada de sus ojos.
—Aquí nadie te pregunta nada —contestó con serenidad, como si lo que le había dicho le resultara una obviedad—. Si estás aquí es porque tus razones has tenido de huir, igual que todos, menos los que vinieron expulsados de niños, claro. Espera aquí, ¿de acuerdo? Ahora vuelvo.
Miel asintió y dejó que la chica se fuera para poder inspeccionar la tienda con más detalle. En cierto modo, le parecía que estaba siendo irrespetuosa con la intimidad y privacidad de Gwenna pero sentía demasiada curiosidad sobre ese sitio y lo que podía albergar. A simple vista, no había mucho que ver; tenía todo lo esencial para considerarse una casa y también para sobrevivir; una improvisada cocina en una esquina, libros apilados en otra. El fuego de la leña en la mitad de la tienda otorgaba una luz cálida a la misma. Al fondo, oculta tras lo que parecía una gran alfombra vieja, había una pequeña habitación que disponía de dos camas y un armario de madera repleto de objetos muy bien ordenados.
Se dirigió hacia allá y se sentó en una de las camas a esperar, apoyando la bolsa que había transportado en sus piernas para comenzar a sacar algunas de sus cosas. Cuando introdujo la mano, le pareció notar la textura de un papel arrugado que no recordaba haber metido, de modo que lo sacó y descubrió una foto que hizo que un par de lágrimas brotaran de sus ojos. La foto, que había sido tomada con la antigua cámara polaroid de August hacía ocho años, la mostraba a ella junto a Eleanor, riéndose y cogiéndose de la mano. Miel sonrió al darse cuenta del detalle que había tenido la pelirroja y comprendió que era justo lo que necesitaba para sentirse más cerca de su gente. Después, se tumbó en la cama alzando la foto sin dejar de verla hasta que se quedó dormida.
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