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Capítulo 1

Oculta tras el bosque de frondosos árboles, se hallaba la inmensa mansión de los Blossom. La vivienda estaba protegida por un fuerte de piedra que alcanzaba una dimensión de doscientos metros y se alzaba prominente hacia el cielo. El fuerte había sido construido para servir como defensa de los futuros ataques a manos de los abandonados, quienes en un momento de desesperación, podrían rebelarse contra el sistema y atentar contra la familia central. Las medidas de seguridad eran fundamentales para garantizar la paz y seguridad en la casa y en toda la ciudad de Rythm, por ello existía un segundo muro, situado a las afueras de las lujosas casas y adornadas calles que conformaban la civilización, que dividía a la población en dos: la gente corriente y los intelectuales. Pero en aquel mundo, la mediocridad era lo que se premiaba y la capacidad excepcional era apartada de la sociedad.

Todos los habitantes interactuaban entre sí de forma armoniosa, sin ninguna clase de altercado visible, cumpliendo obedientes todas las normas impuestas por la Élite y el propio gobernador, Kein Blossom. Cada familia de la Élite tenía derecho a una buena residencia, un vehículo privado, un bien remunerado puesto de trabajo, tres sirvientes y la obligación de tener un único hijo en caso de optar por descendencia. La mayoría de estas normas también se aplicaban a los residentes de los Barrios Bajos, mas eran ellos quienes se dedicaban al servicio de las familias adineradas. Si no se acataban dichas reglas, las penas iban en función del delito cometido y la ejecución estaba aprobada por ley. Asimismo, toda decisión era tomada por los comandantes del Gobierno.

A pesar del régimen totalitario al que las personas eran sometidas, nadie se atrevía a contradecir las leyes. El miedo era la razón principal por la que la gente procuraba ser discreta y sumisa. Sin embargo, había una chica que poco tardaría en desafiar las reglas del gobernador.

Miel Blossom había nacido en el lecho de una familia rica y acomodada. Creció viendo como su padre era ascendido de general de la Guardia a gobernador. Disfrutaba asistiendo a todas las reuniones que éste mantenía en su despacho con diferentes cargos políticos y, a pesar de su corta edad, la niña adoraba escuchar todas las conversaciones de los mayores y tomar la palabra si su progenitor le daba permiso. Nadie tuvo nunca el valor de pedirle a Kein Blossom que la apartara de los asuntos de Estado, pues la pequeña era su ojito derecho y las consecuencias por cometer tal vulgar atrevimiento serían desastrosas. Cuando la niña cumplió los doce años, realizó el test de inteligencia por el que todos los niños debían pasar. Para orgullo de sus padres, obtuvo un cociente similar a la media de 98 puntos. Pronto, la hija del gobernador y de la primera dama se convirtió en una mujer cuya ideología se asemejaba mucho a la de su padre. Entendía que sin un sistema planificado, la ciudad de Rythm funcionaría de manera caótica e indisciplinar. Fue por ello nombrada segunda de la Élite, y su labor principal era supervisar los archivos oficiales anuales del CI de cada niño y controlar que la ciudad estuviera limpia de superdotados.

Nuestra historia comienza la tarde en la que Miel entró al despacho de su padre con el fin de ordenar los informes de los niños, dado que el encargado anterior no se había molestado en hacerlo. Decidió empezar por orden alfabético, según los apellidos. Las horas transcurrieron con aparente normalidad, sin nada que distrajera a la chica de sus obligaciones. En el momento en el que hubo clasificado los dos primeros años, una gran sonrisa se pronunció en su rostro al percatarse de que el siguiente era el que ella hizo la prueba. Repasó los apellidos de la segunda letra del abecedario: Bennet, Bianco... Conocía a sus familias, todos eran hijos de cargos importantes. Blue, Blumer... Si su memoria no le fallaba y, en pocas ocasiones lo hacía, Josh Blumer obtuvo un cociente de más de 120 puntos, por lo que tuvieron que destinarle a la periferia. ¡Blossom! Ahí estaba su prueba. Sostuvo la amarillenta carpeta durante unos instantes hasta que no pudo evitarlo más y el deseo de volver al pasado la invadió. Quería comprobar cuáles habían sido sus respuestas fallidas, pero antes de que pudiera leer el examen, alguien llamó a la puerta.

—Señorita Blossom, disculpe —se apresuró a decir un joven de aspecto bonachón y con cabello oscuro y rizado rebelde—. Su padre ha llamado. Me ha dicho que la necesita en la sede. Creo que se trata de un asunto urgente.

—Muy bien, Darío, gracias —respondió ella incorporándose del suelo. Recogió los papeles y se prometió continuar donde lo había dejado a su vuelta. Al dirigirse a la puerta, le sorprendió ver que el muchacho seguía allí. Éste, percibiendo su mirada inquisidora, se adelantó:

—¿Quiere que la lleve? Su madre no me necesita en estos momentos, por lo que tengo el coche disponible.

Miel asintió sonriente. Darío había trabajado para su familia desde hacía ya cinco años. Era un chico huérfano que había pasado toda su vida en el centro de acogida de la ciudad, y como nunca había sido adoptado por una familia, cuando cumplió la mayoría de edad comenzó a destinar sus horas realizando tareas para los Blossom, que en su mayor parte se centraban en hacer de chófer personal. Tenía veintidós años, tres más que Miel. Era afable y educado con todo el mundo, aunque su aspecto serio le hacía parecer distante y reservado. A Miel le agradaba, sabía que se podía confiar en él.

De camino en el coche, empezó a llover con gran intensidad. Le encantaba la lluvia, siempre disfrutaba del pequeño placer que le provocaba estar resguardada de ella.

—Y dime, Darío, ¿te ha dicho mi padre por qué me busca? —le preguntó colocando la mano sobre la ventana trasera y dirigiendo la mirada hacia el paisaje. Todas las casas eran iguales: blancas con bonitos tejados rojos, rodeadas por grandes y bien cuidados jardines y protegidas por portones negros con un sistema de cierre automático. Todas las calles de la ciudad poseían la misma estructura y eso le agradaba, le otorgaba paz.

—No, señorita —respondió el muchacho.

A Miel le hubiera encantado que no la llamara así, pues era lo más cercano a un amigo que podía tener y tratarla de usted la hacía sentir culpable. Sabía que era la primera norma que los sirvientes debían cumplir con los miembros de las familias para los que trabajaban, pero Darío y ella tenían casi la misma edad, y aún no se acostumbraba a esa diferencia de clases.

Miel salió del coche después de que este se estacionara frente al imponente edificio de piedra gris. Las cuatro torres del edificio estaban nombradas por constelaciones: Andrómeda, Bootes, Casiopea y Delphinus. Cada torre tenía su propio diseño arquitectónico único que evocaba la constelación a la que estaba dedicada. La torre de Andrómeda presentaba líneas curvas y suaves, que evocaban las formas estelares en el cielo. La de Bootes tenía una apariencia más robusta y sólida, con elementos de piedra tallada que recordaban a las estrellas brillantes en la noche. Casiopea, donde su padre y el grupo de funcionarios llevaban a cabo su labor, era la más voluminosa de todas, con una fachada imponente y majestuosa que imitaba la constelación en forma de "W". Finalmente, la torre de Delphinus tenía un diseño más fluido y ondulado, que evocaba la elegante forma del delfín en el mar.

Miel levantó la vista al cielo, notando cómo las frías gotas de lluvia caían a su alrededor. Sus pensamientos se dirigieron a su padre, quien se encontraba en la torre Casiopea junto con el grupo de funcionarios de la Élite. Esperaba que no le recibiera con malas noticias esta vez.

En ese momento, Darío se apresuró hacia ella y la cubrió con un paraguas que se ajustaba automáticamente a la intensidad de la lluvia. Juntos, subieron las escaleras y entraron a la sede oficial de la Élite, un edificio futurista con un diseño vanguardista y sistemas tecnológicos integrados. Después, avanzaron con paso firme hacia el ascensor, cuyas puertas se abrieron de manera suave y silenciosa. El chico, con su destreza habitual, presionó el botón del ascensor y seleccionó la opción TCA-1P, el modo más avanzado de transporte vertical de la torre. En ese momento, la cabina comenzó a deslizarse lateralmente con una suavidad sorprendente. Miel sintió cómo su cuerpo se inclinaba con ligereza hacia un lado mientras el ascensor se movía en una dirección diferente a la habitual. La sensación de desplazamiento en múltiples direcciones era extraña y fascinante a la vez. Los paneles de cristal en las paredes del ascensor le ofrecían una vista panorámica del interior del edificio, con sus luces y formas pasando a gran velocidad.

Las puertas se abrieron y se encontraron frente a frente con un hombre voluminoso con gafas. Su presencia era respetable, con un porte digno y una postura erguida. Vestía un traje impecablemente planchado y llevaba gafas que descansaban sobre su nariz, lo que le daba cierto aire de autoridad. Aunque su apariencia era imponente, transmitía sofisticación y clase. Era evidente que era un mayordomo profesional y dedicado a su trabajo.

El hombre estrechó la mano de la señorita Blossom con una sonrisa cálida en su rostro. Sus modales eran exquisitos, mostrando su cortesía y profesionalismo en todo momento. Sus ojos detrás de las gafas brillaban con amabilidad.

—¡Qué gusto verla, señorita!

—Lo mismo digo, August, ¿cómo se encuentra tu hija?

—Algo mejor, querida. Le haré saber que preguntó por ella —respondió August con una voz tranquila y reconfortante.

August Stanford se desempeñaba como guardaespaldas de su padre, pero su rol en la casa central iba mucho más allá. También ejercía como mayordomo y cocinero, lo que le había valido el apodo cariñoso de "el hombre de las mil profesiones" por parte de Miel.

La semana anterior, su hija había caído enferma a causa de una gripe. Eleanor era la tercera sirvienta de su familia, y Miel siempre la había apreciado, al igual que a su padre y a Darío.

En la jerarquía de la sociedad de la Élite, se les daba el nombre de "sirvientes" a aquellas personas que tenían la responsabilidad de satisfacer las necesidades y los caprichos de las familias adineradas. Siempre se requerían tres sirvientes, ni más ni menos, para cumplir con las demandas de la alta sociedad. Estos empleados eran frecuentemente reclutados de la clase baja o de entre los huérfanos, y se les asignaban tareas que exigían un mayor tiempo y esfuerzo.

Miel y Darío seguían a August por un largo pasillo de color gris. Finalmente, llegaron a una puerta plateada a la que August llamó con autoridad. Los tres entraron en el despacho.

—Hola, papá.

Kein Blossom dejó de escribir en su libreta cuando escuchó la entrada de su hija en la habitación. Era un hombre relativamente joven, pero las profundas arrugas que surcaban su rostro y sus ojos hundidos le daban una apariencia envejecida. Se levantó del sillón con una media sonrisa y estudió a Darío, el joven sirviente, y a August, el leal guardaespaldas y hombre de confianza, antes de hacerles un gesto indicándoles que salieran de la habitación. Luego, se dirigió a ella.

—Me alegra verte, Amelia —dijo dándole un beso en la mejilla —. Siéntate, hay algo de lo que quiero hablarte.

Obedeció con la mirada fija, esperando a que su padre continuara.

—Bien, voy a ser directo. Nos enfrentamos a un grave problema con los abandonados —Tomó unos segundos para respirar—. Hemos intentado de todo para mantenerlos alejados y evitar confrontaciones, pero están expandiendo su territorio en las afueras y es probable que la Resistencia esté planeando ocupar gran parte de la ciudad.

—¿La Resistencia? —Sabía que había personas en contra del sistema de la Élite, pero que se trataban de casos aislados. Desconocía por completo la existencia de un grupo rebelde de poder.

—Sí. Tenemos nuestras sospechas de que está elaborando algo que pueda perjudicarnos, y ya sabes cómo es esa gente, se niegan a aceptar su condición y utilizan su capacidad como fuente de poder para derrotarnos a los que de verdad somos normales. Lo que me inquieta es que se están haciendo cada vez más fuertes, están abusando de su inteligencia.

—Entiendo. ¿Qué sugieres entonces?

Kein Blossom dudó.

—¿Papá? —frunció el ceño, esperando una explicación.

—Bueno, el comandante Derford vino esta mañana a hablar conmigo —Miel suspiró, sintiendo una mezcla de preocupación y conflicto interno—. Me propuso crear escuelas de trabajo para los abandonados, donde puedan realizar servicios y mantenerse ocupados, evitando posibles concentraciones.

La chica sintió un nudo en el estómago. Había algo en su interior que le decía que aquello no estaba bien, que no le gustaba la idea. Durante todos esos años, nunca se había cuestionado si el régimen realmente beneficiaba a los abandonados, siempre había aceptado las creencias y decisiones de su padre sin ponerlas en tela de juicio.

—Considero que no es una buena idea, papá.

Miel intentó ocultar su incomodidad mientras lo escuchaba. No quería que su padre se convirtiera en alguien de quien después se arrepintiera. Lo había admirado por las muchas cosas buenas que había hecho por la ciudad y por su compromiso en mantener el equilibrio en la sociedad. Bajo su mandato, no se habían ordenado ejecuciones en los últimos años, a diferencia de su antecesor. Miel compartía la idea de diferenciar a las personas por sus capacidades, pero no podía entender cómo estaba considerando algo tan retorcido.

Sus emociones eran intensas. Sentía una mezcla de lealtad hacia él y su posición como gobernador, pero también un creciente desconcierto por la propuesta de las escuelas de trabajo. Era una locura para ella, una completa locura.

Amelia, o Miel como la llamaban sus seres queridos, siguió escuchando las palabras de su padre con incredulidad. Intentó contener su desacuerdo, pero no pudo evitar expresarse.

—Esto no está bien —dijo con determinación, sus ojos buscando los de su padre—. Crear escuelas de trabajo para los abandonados solo complicaría todo lo que hemos conseguido hasta ahora. Si quieres mantenerlos tranquilos, esta no es la manera.

El gobernador frunció el ceño, defendiendo su propuesta.

—Piénsalo, Amelia. Sé que puede parecer arduo, pero evitaríamos un mal mayor. Las escuelas ayudarían al desarrollo tecnológico de la ciudad.

Miel sacudió la cabeza, sintiendo de nuevo ese nudo en el estómago. No podía creer que su padre siguiera considerando una opción tan cruel.

—Si tu meta es que no hagan uso de sus... habilidades —dijo vacilante, buscando las palabras adecuadas—. Vas a conseguir un efecto inverso. No puedes controlar a las personas de esa manera.

El gobernador asintió, tratando de calmarla.

—Las labores que realizarían estarían supervisadas por nuestros guardias, por supuesto. Nada ni nadie se saldrá de control.

Miel no podía evitar sentir indignación. El uso de la palabra "escuela" para describir aquella propuesta le parecía cínico y engañoso. Había estudiado historia y sabía que ese concepto encubría una realidad muy diferente. Sentía una mezcla de tristeza, frustración y enojo ante la perspectiva de que se implementara una política que iba en contra de sus valores y principios. Se mordió el labio, luchando por encontrar las palabras adecuadas para expresar sus preocupaciones y emociones sin ofender a su padre. Sabía que no podía quedarse callada, pero temía su reacción y las consecuencias de desafiarlo abiertamente.

La tensión en la habitación era palpable, y se sentía atrapada en un dilema emocional, tratando de equilibrar su lealtad hacia su padre con su sentido de lo que era correcto y justo.

—Necesito estar sola —dijo con su voz temblando ligeramente mientras luchaba por contener las lágrimas. Sin añadir nada más, se levantó de la silla y se dirigió con paso firme hacia la puerta de la sala de reuniones. Ignoró las llamadas angustiadas de su padre detrás de ella, decidida a alejarse de esa situación lo más rápido posible. Cerró la puerta tras de sí, encerrando sus emociones.

Se sentía decepcionada. Siempre había sido fiel al régimen, creyendo que era un plan necesario para mantener la paz en la ciudad. Pero lo que había propuesto en esa reunión iba mucho más allá de lo que podía aceptar. Era una violación a los derechos humanos, una idea retorcida y despiadada que no podía aprobar en conciencia.

Mientras caminaba por los pasillos del edificio gubernamental, luchaba por contener la rabia y la tristeza que bullían en su interior. Había confiado en su padre y en su visión de gobierno, pero ahora se sentía desilusionada. Tenía que encontrar otras alternativas, tenía que pensar en soluciones convincentes que pudieran proteger a la ciudad sin recurrir a medidas inhumanas.

Se detuvo en un rincón apartado del edificio, respirando con profundidad para calmarse. Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie la estuviera observando. Se sentía sola en ese momento, pero también decidida. No podía quedarse de brazos cruzados mientras su ciudad adoptaba políticas que iban en contra de sus principios. Tenía que actuar, encontrar una forma de hacer valer su voz y defender lo que creía que era lo correcto. Con determinación, comenzó a pensar en estrategias y planes para encontrar alternativas a la propuesta de su padre, dispuesta a luchar por un futuro más justo y equitativo para su ciudad.

Entonces, divisó a Darío apoyado en el coche negro y corrió hacia él, impulsada por la necesidad de encontrar consuelo en medio de la confusión y el caos que la rodeaba. Lo abrazó con fuerza, buscando refugio en su presencia. Sin embargo, el chico se mostró incómodo y trató de apartarse, malabareando con el paraguas en un intento de protegerse de la lluvia.

—Señorita Blossom, esto no es apropiado... Si quiere hablar, podemos hacerlo dentro del coche, pero...

Miel se dio cuenta de que tenía razón. No podía permitirse ponerlo en peligro con muestras públicas de afecto. Se apartó, secándose las lágrimas y sintiéndose avergonzada por su comportamiento impulsivo. Entró en el coche, ocupando el asiento del copiloto, y comenzó a explicarle lo que su padre le había contado. Confiaba en él y en su discreción. Además, necesitaba desesperadamente la opinión de un tercero en medio de la tormenta emocional que estaba atravesando.

—Disculpe mi atrevimiento, pero creo que su padre está dejándose llevar por el extremismo —dijo con franqueza.

Ella sonrió, peinándose con los dedos su media melena en un gesto de despreocupación.

—Lo que necesita es una buena jarra de agua fría —comentó con ironía—. Estoy segura de que todos esos disparates se los ha metido en la cabeza el loco de Derford.

Darío sonrió ante su comentario y arrancó el coche. Ambos viajaron en silencio hasta llegar a la mansión, sumidos en sus propios pensamientos. La tensión en el aire era palpable, pero la confianza entre ellos era evidente.

Finalmente, al llegar a la casa, Miel rompió el silencio.

—Gracias por escucharme.

—Siempre.

Una vez dentro, Miel se dirigió al despacho del gobernador, aunque era el último lugar en el que le gustaría estar en ese momento. Se sentó frente a su escritorio y retomó su trabajo con los informes. Abrió la carpeta y comenzó a revisar las respuestas del examen. Si bien tenía una excelente memoria y recordaba claramente lo que había respondido en cada pregunta hacía siete años, se dio cuenta de que algunas de ellas no coincidían. Un sentimiento de inquietud la invadió.

Releyó la prueba una y otra vez, pero seguía viendo discrepancias. Algo no estaba bien. Desesperada, decidió revisar los demás expedientes por si acaso sus papeles se habían mezclado. Pasó casi media hora examinando con detenimiento todos los exámenes hasta que finalmente encontró la carpeta de una estudiante llamada Maxinne Hope. Miel revisó las respuestas de Maxinne y se dio cuenta de que eran exactamente iguales a las que recordaba haber respondido ella. Todas las opciones coincidían, no había ni una sola desviación. Estaba segura de que esa era su prueba.

Sin embargo, al extraer el papel para intercambiarlo con el que estaba en su carpeta, sus ojos se posaron en una nota escrita a mano con tinta azul que decía:

Esta niña tiene un CI de 130 puntos.

Se aconseja el destierro inmediato y la separación de su familia.

Miel Blossom palideció al darse cuenta de que aquellos resultados eran suyos, sin lugar a dudas. Era imposible que tuviera un cociente intelectual tan alto, pero ahí estaban las respuestas que lo confirmaban. Se tapó la boca con las manos para contener un grito de angustia y revisó todo una vez más, pero no había errores, no había confusión. Lágrimas confusas llenaron sus ojos mientras se daba cuenta de la verdad incómoda y secreta que ahora conocía.

No estaba preparada para aceptar que tenía un intelecto excepcional, una habilidad que se le había negado y ocultado. Aquel puesto en la Élite, que debería haberle correspondido a una niña inocente que habría sido apartada, ahora le pertenecía a ella, la hija del gobernador. Miel se había convertido en alguien a quien su propio padre podría desterrar, alguien que no encajaba en su posición social y que se sentía perdida en ese nuevo descubrimiento.

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