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Viuda

El padrino da la mano a cada persona que cruza la puerta y agradece su presencia. La parte superior del umbral sostiene los lazos de un moño negro. Al lado del hombre, una mujer todavía joven asiente mecánica a modo de saludo.

El mismo aire a su alrededor, el vientecillo frío de las siete de la noche es sombrío. Sus ojeras muy oscuras, un velo negro cubre las pocas canas de su cabello azabache. Su vestido, medias y pequeños zapatos también son negros. Toda ella es una cerrada acumulación de oscura pena.

Cada mujer que llega abraza a la viuda. Le recita un consabido parabién y le entrega una bolsa de alimentos; azúcar, bolsas de sal, kilos de arroz, frijol, lenteja o garbanzo. Cajas de té, frascos de café, bolsas de pan. Su hija mayor también agradece y transporta las bolsas, las acumula, las guarda para los malos tiempos que se aproximan.

Los hombres solo dan la mano y de forma discreta entregan un billete, el más grande que pueden darle, porque es una mujer que se queda sola, con tres hijas que alimentar.

Cada noche, por nueve noches el ritual se repite. Para ella, todo es un dejarse llevar aturdido, lleno de sufrimiento. Noches de apenas dormir, días llenos de gente que hace o dice cosas que a veces ella no comprende. Su cuñado, el hombre a su lado durante el protocolo seguido por generaciones es el padrino y el encargado de que las costumbres sobrevivan, incluso si la mancha urbana se traga al pueblo.

Crecen edificios de departamentos y grandes supermercados, pero la tradición se mantiene para los que pierden a sus seres queridos.

Es la novena de las noches de rezos, palabras y cantos. La colectividad girando y girando alrededor de la muerte. El padrino, designado por el muerto cuando estaba vivo, habla y dirige el responso.

El alma del difunto llega al sitio de descanso eterno. La cruz que fue trazada con cal, de oriente a poniente aludiendo a la huella de Dios en el cielo y de norte a sur representando el rastro del hombre en el mundo, recuerda con esperanza que los pasos del difunto se han encontrado con la estela dejada por los pies de la divinidad.

La viuda recibe la cruz, alzada por la propia mano del padrino y guardada con respeto en una caja vestida de negro, de luto, como ella, que ha sido besada y bendecida por cada amigo, familiar o vecino.

La viuda acepta la caja y agradece con breves palabras la presencia de todos.

Es el rito final de una despedida muy larga, nueve días de luto y duelo y el principio de una nueva vida sin él.

La casa se queda sola. Se han ido los amigos y los hijos duermen.

Y la viuda se siente libre para llorar.

Pero las oraciones, los cantos y las palabras suavizaron la arista de la tristeza. La ausencia no corta su alma como ella pensó que haría. Es más el peso de una roca que el filo de una daga o la punta de una lanza.

Tampoco el llanto llega a gritos sino que se vierte poco a poco, porque los ritos lo han desgastado.

Son las doce de la noche. La cama está fría y enorme. Le da tanto miedo que huye.

Encuentra la ropa de él, la recién lavada, la que dejó para planchar luego. Y que sigue esperando en una tina por que la muerte lo sorprendió a él cuando la ropa tendida aún no secaba.

Ella conecta la plancha. La casa está en silencio.

Faltan los juegos de las niñas, el ruido de la televisión, las palabras de él.

Ella comienza a planchar. Quiere prestarle ese último servicio. Llora y alisa las arrugas de la ropa. Quiere que él no esté muerto. Que se levante al día siguiente con ella y darle todos los desayunos que no le dio, porque era más importante atender a las hijas.

Quiere darle los besos que le negó, retirar los insultos, devolverle el respeto.

¡Como quisiera tomarle la mano!

Entre recuerdos y llantos que acaban y comienzan de nuevo, termina de planchar toda la ropa de él y es entonces cuando se da cuenta, otra vez, de que su esposo se ha ido.

Cada noche lo ha entendido. Y la siguiente lo vuelve a entender. Él está muerto.

Nunca más lavará ni planchará su ropa.

Y ya sin la cruz de cal, sin los amigos y vecinos, sin las flores, sin la luz de los cirios titilando y el piso de su casa tambaleándose, comprende que ser viuda es vivir en una línea de tiempo en el que él ya no está.

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