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Súper Benjamín


—Buenos días Benjamín. ¿Cómo estás?

Jenny sonrió cuando el hombre peinado de raya a la izquierda con mucho fijador, una camisa con rayas amarillas muy delgadas y un pantalón color caqui se paró del otro lado del mostrador en la cafetería.

Se veía tan limpio, correcto y decente. Benjamín no lo sabía, pero Jenny lo tenía como uno de sus clientes favoritos—. ¿Quieres lo de siempre?

—Si, por favor, Jenny. Buenos días.

—¡Oh, diantres! ¡Benjamín, perdóname! ¡Se nos terminaron las donuts de chocolate! Es que llegó un grupo a una conferencia que van a dar en uno de los salones de arriba y se lo llevaron casi todo. ¿Puedo ofrecerte otro sabor?

Benjamín frunció el ceño. Los cambios no le iban bien. Suspiró resignado.

Por naturaleza o por educación, era un hombre muy amable.

Nunca sería un incordio para Jenny, aunque pensó que ella bien podía haber guardado una dona para él. Pero era comprensible. Jenny no tenía por qué pensar en él, distinguirlo entre doscientas personas que todos los días compraban su desayuno en el negocio de Jenny y de su madre.

—No hay problema —dijo, sonriendo, un poco abrumado—. Dame lo que tengas.

Jenny le tomó la mano. A veces lo hacía distraída y esos eran buenos días. Pero esa mañana le miró a los ojos y le sonrió, susurrando un "gracias".

Benjamín salió de la cafetería con una bolsa de papel marrón; llevaba una dona de fresa, su termo extra grande lleno con veinte onzas de café capuchino y el corazón agitado.

Era la primera vez que ella lo miraba así. Por dos años, de lunes a viernes a las siete treinta y cinco en punto, cruzaba la puerta de la cafetería y se formaba en la fila. Colocaba su termo limpio en la barra y Jenny preguntaba que deseaba, a pesar de que en todo ese tiempo, Benjamín nunca pidió algo distinto. Ni siquiera una vez.

La pequeña cafetería le gustó por el olor a café recién molido, porque tenía donuts todos los días y por los precios. Pero se volvió cliente por Jenny. Era una mujer soltera, de unos treinta años, con varios kilos de más. Se teñía el cabello de rubio y usaba lentes con mucho aumento.

No era precisamente bonita, pero nunca trataba mal a nadie aunque lo mereciera.

Benjamín también era del tipo rollizo. Era alto, de mejillas redondas, un tanto rubicundo por culpa de algún antepasado irlandés. Eso decían sus tías. Era obeso, pero con su estatura y su complexión, no parecía ser gordo sino un gran oso adorable.

Tenía treinta y nueve años, era soltero y vivía solo en un departamento de una pieza a quince cuadras de su trabajo.

Minutos antes de las ocho salía de la cafetería y caminaba tres calles. Ahí se encontraba el taller mecánico en el que trabajó por veinte años.

Era un buen trabajo.

Benjamín se sentía afortunado; tenían una clientela fiel, el dueño fue el mismo todo ese tiempo y le gustaba arreglar camiones. Como era tan grande, tenía dificultades para agacharse y meterse debajo de los autos. Pero la fuerza de su gran cuerpo le iba bien para hacer su trabajo.

Toda esa mañana estuvo distraído. No tenía novia desde mucho tiempo atrás. No pensaba en eso. Saciaba sus necesidades a veces, con algunas amigas o en romances pasajeros.

Pero justo ese día pensó que le gustaría casarse y tener hijos. Se preguntó si Jenny aceptaría salir con él, con ese fin en mente.

Durante el almuerzo estuvo tentado a entrar a su cafetería para comer ahí. Podría pedir un sándwich o una ensalada y tal vez charlar con ella. Benjamín comía en el mercado y su elección era siempre comida corrida con la señora Lucero.

Ella le daba raciones más grandes de arroz, sopa y guisado a cambio de unas pocas monedas más.

Al final, decidió no cambiar su rutina.

Siguió de largo. No se dio cuenta que Jenny lo miró pasar a través de la ventana.

El mismo titubeo continuó por el resto de la semana.

Benjamín quería hablarle, pero la duda lo detuvo en cada ocasión. No quería ser rechazado. Era casi mejor no intentarlo.

Una mañana, casi una semana después de esa mirada que lo perturbó tanto, mientras esperaba que Jenny le entregara su café y su donut de chocolate, ella se detuvo.

De aferrarse al mostrador obtuvo el valor y la fuerza. Se giró y miró a Benjamín y también a los ocho clientes formados detrás.

Era el peor momento, pero era el único. Benjamín, ella lo sabía bien, jamás le iba a pedir una cita aunque quisiera.

—Aquí tienes Ben —sonrió, aterrorizada. Ella jamás le pidió una cita a nadie.

Hacía mucho que nadie le pedía una cita a ella, al menos nadie que le pareciera atractivo y que fuera soltero y que tuviera menos de sesenta y cinco años—. ¿Te gustaría ir a una fiesta conmigo? Es mañana. A las cuatro. Es el cumpleaños de una sobrina y pues, si no tienes otra cosa que hacer...

Benjamín parpadeo y se puso rojo como rebanada de una sandía, esa misma curva se dibujó en su sonrisa. Jenny había tenido razón. Se gustaban, pero él jamás iba a decirlo.

Él asintió. Mientras ella le cobraba, él miraba a la calle. Ella entregó el cambio y su número de teléfono anotado en una servilleta e iba a decir algo más, cuando se escuchó un fuerte impacto justo afuera de la cafetería. Benjamín no tuvo que apartar a nadie para ver qué había sucedido. Era tan alto que vio bien como un microbús lleno de pasajeros había golpeado a una pipa de gas butano. Y en segundos, la gente comenzó a correr aterrorizada. Los pasajeros trataban de salir del atestado vehículo. El golpe había roto algo y el gas se estaba escapando con un aterrador silbido.

—¡Baja el interruptor de la luz! —gritó a Jenny antes de salir lo más rápido que le fue posible.

El rostro sin color de ella fue lo último que vio antes de ponerse en movimiento. Empujó a varios clientes de la cafetería que no se quitaban del camino, uno de ellos rebotó contra su panza y fue a dar hasta la pared.

Benjamín no pensó, actuó movido por un impulso que no había sentido nunca.

Fue como si todas las personas corriendo activaran su naturaleza desconocida e insensata, dormida toda su vida.

El alfa que no sabía que era despertó para protegerlos a todos en ese momento de gran peligro.

La calle tenía dos carriles y una escuela primaria estaba a veinte metros; era la hora de la entrada y mil niños, padres, madres, maestros y vendedores ambulantes iban a estar ahí en los siguientes diez minutos.

El conductor de la pipa tenía una llave Stilson en la mano, pero estaba a cinco metros de la fuga. Cada persona se estaba alejando tan rápido como podía. Benjamín le arrebató de la mano la llave y lo empujó, por inútil.

Se acercó al punto de rotura. Aquello era irreparable, pero había un mecanismo de seguridad que cerraba la pipa justo debajo. Benjamín lo sabía porque en veinte años, también tuvo que arreglar varias pipas justo como esa. Se tiró al suelo y se arrastró por debajo del vehículo. El olor lo estaba mareando. Dos minutos en el lugar y ya le dolía la cabeza, pero el peor impedimento que encontró fue su panza estorbosa.

Se juró a si mismo ponerse a dieta apenas pudiera salir de ahí.

La fuga llevaba más de seis minutos y el olor a gas había inundado la escuela, los negocios de una calle completa, llegado tan lejos como la farmacia que estaba a la siguiente cuadra.

Ocho minutos y el silbido seguía igual. Ese armatoste iba a estallar, a volar por los aires y a ocasionar una masacre.

Al mismo tiempo que se escuchó la sirena del camión de bomberos, el silbido aterrador paro de pronto.

Pero Benjamín siguió debajo del camión y nadie se atrevió a acercarse hasta que los bomberos llegaron.

El director de la escuela, pálido como un muerto, se acercó al bombero primero.

—¡Los niños...!

—En dos minutos llega un escuadrón de protección civil para evacuar a toda la gente —dijo el bombero primero—¿Usted hizo la llamada?

El director asintió.

—Se ha hecho el corte al suministro de luz desde la central a dos kilómetros a la redonda, por seguridad —informó el bombero. En eso, una mujer bajita, no muy joven y con los ojos detrás de unos lentes de fondo de botella, le habló. Era Jenny, casi al borde del ataque de nervios.

—¡Hay un hombre debajo del camión! —sacudió la manga del traje del bombero primero. Él la miró, perplejo.

El olor a gas era tan intenso, que ninguna persona soportaba estar a menos de treinta metros. Y ninguna quería acercarse. ¿Qué hacía un hombre ahí?

—¿Cómo lo sabe?

—Yo lo vi meterse para evitar que el gas siguiera saliendo —dijo Jenny, apretándose las manos—. Lo hizo para salvarnos.

El bombero negó con la cabeza. "¡Héroes!" Pensó.

Se colocó una máscara y avanzó en dirección al camión. El riesgo de chispazo era mucho menor a partir del corte de electricidad y de que, al parecer, la fuga se había detenido, pero de todas maneras, era peligroso acercarse.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó con un grito ahogado por la máscara, inclinado para tratar de ver debajo de la pipa.

—¡Yo!

—¿Cuál es su nombre?

—¡Benjamín!

—¿Está herido?

—¡No!—gritó desde abajo del camión. Al menos nadie supo lo avergonzado que se sentía—¡Pero se atoró mi panza!

—¿Por qué?

—¡Porque estoy gordo! —gritó Benjamín.

—¿Está bien? —preguntó el bombero sin poder reprimir una sonrisa.

—¡Tengo ganas de vomitar! ¡Y me rasguñé la panza!

—Lo sacaremos pronto.

—Cerré la conexión principal —. Al parecer, era importante decirlo.

—Bien hecho —dijo el bombero, sonriendo antes de alejarse.

—Señor, buenos días —dijo el bombero primero al jefe de la cuadrilla de protección civil—. Hay un hombre atrapado debajo del camión.

—¿Está herido?

—Dice que no, al parecer, es el héroe que evitó que esto se volviera una tragedia. Necesitamos levantar la pipa.

—Tenemos un gato hidráulico —dijo el jefe de la cuadrilla—. Terminaremos de evacuar en unos minutos. Enviaré a un ingeniero para que determine el punto de equilibrio y procedamos a apuntalar la pipa.

—Tal vez —apuntó el ingeniero, que escuchó las palabras de los dos hombres—, solo sea necesario usar una cuña. Si él se metió, quiere decir que puede salir si le hacemos un poco de espacio.

A pesar de lo fácil que parecía, Benjamín esperó tres horas para salir de bajo de la pipa. Y fue llevado al hospital para una revisión. Tenía la presión alta, nauseas, vómito y tuvieron que cargarlo entre seis, porque tenía las extremidades adormecidas.

Permaneció dos días en el hospital. Se perdió la fiesta de la sobrina de Jenny.

Pero ella lo acompañó del brazo cuando, dos semanas después, el alcalde le hizo entrega de una medalla al mérito ciudadano. 


Propio

***

En vez de escribir sobre un superhéroe, preferí hacer de alguien muy común, alguien extraordinario. Esto está basado en una historia real, por desgracia, el héroe real no sobrevivió. Pero ojalá hubiera hecho. 

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