Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

La última luna


Al entrar en esa calle, lo primero que observó fue a un vagabundo encanecido calentar sus manos en un incendio improvisado en un tambo. Otros dos como él se acercaron al calor. Uno tenía un largo pan endurecido y otro una botella pequeña de licor.
El fuego convenció al pan de ceder y ser amable con los dientes desgastados de los viejos.
Era el pedazo de pan, los sorbos de alcohol y el fuego raquítico un pequeño alivio a su hambre, dolor, sed, miedo y frío.

La basura también celebraba reuniones junto a las alcantarillas, las ratas se sumaban con gran interés. Llenar el estómago era tan importante para los hombres y para las ratas, que ninguno de ellos levantó la vista.
El hombre alto, de hombros anchos y espaldas un poco cargadas debajo de un abrigo cerrado del todo que contemplaba su miseria les tenía sin cuidado.

Y todos esos grandes y pequeños acontecimientos eran iluminados por una luna grande y rojiza.

Al fondo de la calle, una iglesia de fachada sucia estaba a punto de cerrar sus puertas detrás de unas cuantas mujeres viejas, solteros aburridos y damas de muslos de hierro, bien apretados.
Los pocos feligreses sortearon los puestos de comida vacíos y los cables de los juegos mecánicos, tan gruesos como serpientes y los montones de basura que dejó la feria, en ese momento dormida, apagada y solitaria.
La iglesia también apagó sus luces. La oscuridad se tragaba lo poco bueno que el barrio daba a sus habitantes.

El único sitio con vida era la cantina, al final de la calle, para que sus excesos de pecado no ensuciaran la vista de las buenas conciencias.
La compasión no existía en los que poco antes alabaron palabras con fama de celestiales.

Al dejar el rito atrás, cerraron sus rebozos y abrigos para protegerse del frío y también cerraron sus corazones, para proteger su pequeño peculio y pasaron, indiferentes, al lado de los vagabundos.
Con las monedas que esas buenas conciencias dejaron en las alcancías de la iglesia, los tres viejos abandonados hubieran podido dormir, esa noche al menos, con el estómago repleto.
Pero un dios necesita más dinero que un hombre que nada posee.

El viandante iba despacio. Detrás de su cabello negro y de las solapas del abrigo alzadas, su gesto no era tan hermoso como sus facciones. Su tristeza era infinita. Contemplar la miseria del hombre nunca es fácil para nadie.

Tenía los bolsillos llenos de sus propias manos frías, pero ninguna otra cosa que pudiera sanar de la pobreza a los indigentes.
De todas maneras, la miseria es una enfermedad incurable para algunos, se alivia por momentos, pero empeora con el tiempo.
También era cierto que, si el hombre del abrigo hubiera tenido dinero para dar, ninguno de los tres hubiera comprado la cena.
Los ojos de cada uno iban una y otra vez en dirección de la cantina. De conseguir unas monedas, terminarían en la mano del dueño del negocio, a cambio de una jícara de pulque, llena de la borrachera más larga que pudieran pagar.

Uno de los vagabundos extendió la mano para tocar el pecho de una de las mujeres que pasaba a su lado. Riendo estúpidamente, dejó una mancha negra sobre su vestido color claro. Maldecía su existencia, pero por ese pequeño instante, fue el hombre que nunca llegó a ser.
Los piadosos se indignaron, pero temiendo a los que no nada tenían que perder, apresuraron el paso.

El hombre alto lo observó todo. Suspirando siguió su camino.

Más adelante, vio a dos mujeres ofreciendo sus cuerpos. Eran demasiado pequeñas, delgadas y una de ellas estaba pálida.
Él vio a la muerte a su lado lista para tomarla del brazo y ayudarla a dejar el mundo para siempre. La que a su lado buscaba riquezas para el hombre que la gobernaba y su propio miserable sustento no tenía una mejor perspectiva, aunque viviera muchos años.
La crueldad del mundo que la obligaba a vivir al borde, era tan aterradora, como no lo es el infierno. Las llamas eternas nunca serán peores que el tártaro del ser humano que respira.

Cuando pasó la cantina, dejó atrás a las mujeres y a los beatos que desaparecieron, se recargó a esperar en una pared. El cielo estaba sereno esa noche y las calles, una a una, iban guardando silencio.

El momento se acercaba.

Escuchó el paso de caballos. Eran los hombres de la guardia y vigilaban una recua, pero en vez de mulas, llevaba a rastras hombres casi sin ropa en ese intenso frío, sin zapatos, con los pies sucios de lodo y sangre y atados de manos y cuello.
Eran pocos esa noche, prisioneros conducidos por la fuerza de la cuerda a trabajar a las haciendas, para servir hasta su último aliento.
No todos eran criminales; algunos eran inocentes, robados a sus familias, sustraídos de sus campos y de sus pueblos.
Las cosechas necesitan manos y la opulencia pide que esas manos sean baratas.
Nada es más barato que un esclavo, excepto quizás una esclava.
Eso bien lo sabían los dueños de las haciendas.

De repente, un grito rompió la noche.
Un meteoro cruzó el cielo y el fuego abrió sus alas a la mitad de la calle.

Más gritos, pasos que comenzaron a correr.

Arriba, la luna brilló más que nunca; tanto, que iluminó el principio de la guerra.

Los guardias fueron abatidos, alguno de los prisioneros también cayó. Los demás serían liberados para servir a la causa en vez de a la cosecha.

El fuego se multiplicó y las mujeres, los vagabundos y los vecinos que salieron a contemplar los acontecimientos, huyeron cuando más explosiones reventaron para siempre la miserable tranquilidad de esas calles de desventura.

La guerra había llegado, esa noche comenzó el infierno.

El hombre contempló como algunos con sus mujeres, hijos y animales tomaron lo que pudieron y se alejaron a la estación para perderse la guerra y salvarse la vida.

Pero esas cosas transitorias no eran de su incumbencia.

La única razón de su presencia en esa calle infectada de vicio, miseria y violencia, permanecía acostado sobre sus espaldas, en una cuna con dosel, contemplando la luna más grande que se hubiera visto en años.

Sus ojos la reflejaban y parecían otras dos lunas jugando en esos pequeños cielos negros y redondos. Sus brazos regordetes se extendieron hacia la esfera luminosa y por un momento, la sostuvo en sus manos.

El hombre se coló por esa ventana abierta. Contempló al niño que esa noche tenía que proteger. Se quitó el abrigo y pudo por fin extender las alas impecables. Nada llevaba por debajo. Su belleza desnuda rivalizaba con la luna.
Tomó al niño en sus brazos y por un momento, lo abrazó también con las alas con un gesto protector. Sus padres no regresarían por él. Al amanecer no habría nadie a quien esa pequeña vida le importara.

Salió volando por la ventana mientras la gente, en las calles, seguía corriendo por su vida.

Ese pequeño era el hombre del mañana y su misión era preservarlo de la muerte que esa noche tenía intenciones sangrientas.


***

Tenía muchos años que quería intentar algo con esta canción.
Gracias @Walatino por nacer la oportunidad.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro