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Juventud eterna

Me levanté tarde esta mañana. Con los años, cuesta mover el cuerpo. Los dolores se suman, se acumulan y se apoderan de todo en mí.

Trastabillando fui al baño porque la incontinencia no me deja estar más tiempo en la cama.

Y luego fui a la cocina. Ya no puedo tomar café; me hace daño a la presión sanguínea. Y no tomo leche porque no la puedo digerir. El yogur me da agruras, dicen que por la grasa. No debo comer mucha fruta, porque tengo diabetes.

Y mis niveles de colesterol y triglicéridos, lo que diablos sea eso, estaban por los cielos, así que ese desgraciado matasanos que es mi doctor, me prohibió comer huevo, mantequilla, pan y embutidos.

Mi desayuno, pues, consiste en un té de hierbas sin azúcar y tres cucharadas de avena en agua caliente, con media taza de queso cottage.
Y seis almendras.
Eso es lo que mi hija me permite comer, porque dice que de esa manera cuido mis arterias. Dice que es nutritivo.

Cuando termino me voy a sentar afuera.
Mi difunta esposa insistió que hiciéramos un pequeño jardín enrejado al frente de la casa.
Yo no quería, pero era nada más para tener la razón.
¡Cómo me gustaría que supiera que la tenía ella!

Es un pequeño espacio de dos metros y medio por dos, donde mi señora tuvo sus muchas plantas. Ahora ya no quedan tantas, porque no puedo atenderlas. Mi hija mandó ponerle un techo con láminas traslucidas color amarillo para que pueda quedarme ahí sin importar si el sol es intenso o si llueve. Me compró una mecedora. Y también una pequeña televisión.
Y ahí voy y me siento todo el día. No puedo leer, ya no veo bien.

Tampoco le presto mucha atención a la televisión, es solo por el ruido que la enciendo.
Pasan puras cosas que no me importan. En mis tiempos las cosas no eran así.
Creo que estoy demasiado viejo para entender al mundo de ahora.

Y comienza el trajinar de la gente. Pasan los vecinos y la mayoría me saluda. Pasan los vendedores ambulantes. Yo vivo de mi pensión, pero se la doy a mi hija, ella es la que paga las cuentas y compra todo. Yo no tengo dinero.

A veces viene la señora de enfrente a platicar. La deja su nieto conmigo, en su silla de ruedas, mientras se va a hacer sus cosas. Para que no estemos tan solos, dice.
Ella es la que habla. Yo, a veces, no tengo nada que decir.

Por la tarde mi hija viene un ratito al salir del trabajo. A veces trae a mis nietos. Viene para cerciorarse de que estoy bien.
O de que estoy vivo.

Es una buena hija. Se va pronto porque tiene que atender a su casa y a su marido, aunque él es uno de estos hombres de ahora, que lava los platos y los uniformes de sus hijos.
Así no eran las cosas cuando yo tuve a mi familia, yo trabajaba y mi señora se hacía cargo de la casa. Pero a ellos no les va mal y eso es lo que importa.

Cuando llega la noche me quito mi dentadura postiza. Y me quedo en blanco muchas horas, escuchando a los grillos y a los gatos de los vecinos. El sueño es otra de las cosas que perdemos los viejos. Estoy cabeceando todo el día en la mecedora y cuando llega la noche, los pensamientos dan vueltas y vueltas, los recuerdos de lo que pasó tres cuartos de siglo atrás se ven claritos, como si esas cosas hubieran ocurrido hoy. Y lo que pasó la semana pasada se me olvida.

La memoria se cuatrapea. Se enreda, ya no funciona bien.

A veces me levanto durante la noche, pero procuro no hacerlo. La señora que vive en la casa de enfrente tenía la costumbre de pararse a media noche, quien sabe a qué. Pues se resbaló y se quedó tirada toda la noche en el suelo.
Hasta el otro día, como a las nueve de la mañana que pasó su nieto a verla, la encontró como esos bichitos que no se pueden dar la vuelta. Se rompió una pierna y ya no pudo caminar más.

Por eso yo mejor me aguanto las ganas de pararme en la oscuridad y me como todas las cosas que no saben a nada que me da mi hija y por eso voy al doctor y me porto juicioso. ¿Para qué le busco tres pies al gato? Es mejor estar solo y sano, que solo y enfermo.

Está tarde no me sentí bien para estar afuera. Me quedé en la sala y después volví a mi recamara. En el tocador está la foto de mi esposa. La perdí hace muchos años. Mi hija ya no era tan pequeña, así que no me volví a casar.
No podía pensar en remplazarla por años, la quise mucho.
Y después, pues ya estaba demasiado viejo para andar con esas cosas.

En la fotografía está con un vestido rojo. Era la boda de su hermana menor y yo cargaba a mi hija, que no tenía ni dos años. Han pasado cuarenta años desde ese momento, pero ella se ve tan bella como siempre.

—Papá, ¿qué tienes? ¿Estás llorando?

Es mi hija. Me sorprende sentado en mi cama, en vez de en la mecedora, con el retrato de su madre en mis manos.
Resulta que me encuentra llorando; estoy tan viejo que ni siquiera me doy cuenta cuando se me llenan de agua los ojos.

—Mi mamá estaba muy joven aquí. ¿Cuántos años tenía? -Ella sabe cuántos años tenía su madre. Solo quiere hacerme hablar. Así me siento mejor, según ella.
Lo hace por buena gente que es.

No sé si las migajas de su atención me pueden hacer sentir menos solo, cuando soledad es todo lo que hay. No queda nadie con quien hablar en serio, como hablaba con su madre, cuando nos quedábamos en las noches ahí, acostados en la cama, nada más platicando. No es que mi hija sea mala, pero ella tiene su vida.

Y yo, ni modo que le diga que envejecer solo es peor que malo y que sus intentos de hacerme sentir bien no cambian nada.

—Ella va a ser eternamente joven en esta fotografía. Uno, que sigue viviendo y viviendo, es el que se arruga todito. Pero es por fuera. Por dentro, hija, yo también soy así de joven, como ella cuando se ponía este vestido rojo.

Mi hija me sonríe. Se acerca a la madurez, sus hijos crecen rápido. Me mira y tal vez piensa cómo será ella cuando llegue su momento. Si llega.

—Sí papá, tienes razón, por dentro, uno siempre es joven y también lo es en los recuerdos de los que nos amaron.

Después de todo, sí me hizo sentir mejor hablar con ella.

Dice que me trajo para comer bistec. Y que los preparó con la misma receta de su madre. Y con trabajos me levanto y voy al comedor detrás de ella.

La vida reserva pedacitos de alegría para cada día. Hasta cuando uno es viejo.

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