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Theo quince años...

-¡Mamá, por favor, déjame ir! Quiero verla por última vez -Theo suplicaba de rodillas, sus lágrimas cayendo al suelo como pequeñas súplicas silenciosas.

-¡Te dije que no! -respondió su madre con frialdad-. Es solo una sirvienta, no es de la familia.

-P-pero ella es muy importante para mí...

-¿Y crees que eso me importa? -la voz de Ava destilaba desprecio-. Vete a tu cuarto, o te encerraré en el cuarto oscuro por un mes.

-Mamá, por favor, te lo suplico. Haré todo lo que me digas, seré obediente, solo déjame despedirme de mi abuela -Theo alzó el rostro, implorando con desesperación.

-Eres un fastidio. -Ava suspiró con exasperación, llevándose una mano a la frente-. Pero está bien, ve, pero irás con tu segundo hermano mayor. Un Omega es inútil sin un Alfa. Siempre estás metiéndote en problemas, provocando con tus asquerosas feromonas.

Theo asintió rápidamente, feliz de que su madre accediera. Se levantó del suelo y corrió a su habitación a buscar su abrigo. En su emoción, olvidó lo que significaba estar bajo la supervisión de su hermano mayor.

Jax, con veintiún años, era un Alfa que estudiaba en una prestigiosa universidad y trabajaba en una compañía importante. Pero tras esa fachada de éxito se ocultaba un ser cruel. Con los años, sus abusos hacia Theo habían escalado, volviéndose más oscuros e insoportables. Theo sentía escalofríos cada vez que estaban a solas, y los ojos de Jax, llenos de una mirada que lo repugnaba, lo hacían huir.

A veces, Theo prefería las bromas pesadas de sus otros hermanos antes que compartir espacio con Jax. Cuando lo vio esperándolo afuera, junto a su coche, casi se arrepintió de haber pedido permiso.

-Apresúrate, inútil. Tengo cosas más importantes que hacer que ir a despedirme de una vieja moribunda -musitó Jax con desagrado antes de entrar al coche.

Durante el trayecto al hospital, Theo mantuvo la mirada fija en sus manos, apretando los puños para calmarse. Donna había estado hospitalizada una semana después de sufrir un infarto mientras iban al mercado. Aunque lograron reanimarla, con cada día que pasaba su salud se deterioraba, llevándose consigo la luz que quedaba en la vida de Theo.

Ella era su único refugio, su abuela en todo sentido, aunque no compartieran lazos de sangre. Donna había dedicado su vida a cuidar a Theo desde que nació, convirtiéndose en la única figura que le daba amor. Ahora, mientras la muerte se acercaba, Theo se sentía más solo que nunca.

-¿Tanto te importa esa vieja inútil que no es de la familia? -se burló Jax, rompiendo el silencio con una sonrisa cruel.

-No es una vieja inútil... y es mi abuela -susurró Theo, casi inaudible, pero lo suficientemente claro para Jax.

-¿Qué dijiste, estropajo? -los ojos del Alfa lo observaron a través del espejo retrovisor, brillando con ira-. Además de inservible, ¿te atreves a contestarme? Te enseñaré a respetar a un Alfa.

Jax se orilló bruscamente al borde de la carretera, a pocos minutos del hospital. Salió del coche, rodeó hasta el asiento de Theo y abrió la puerta de golpe. Antes de que Theo pudiera reaccionar, Jax lo agarró del brazo y lo arrastró fuera.

-Por favor... -Theo intentó hablar, pero el Alfa lo estampó contra la puerta del coche, haciéndolo jadear de dolor.

-¿Extrañas los días en que te educaba? Veamos si aprendes, maldita puta -espetó Jax, abofeteándolo con tal fuerza que Theo cayó al suelo.

Sin detenerse, Jax desabrochó su cinturón y comenzó a golpearlo con él. Theo gimió de dolor, cubriéndose con los brazos, mientras el sonido del cuero cortaba el aire. Los autos pasaban a su lado, sus ocupantes miraban, pero nadie se detenía. Para ellos, aquello no era más que un Alfa educando a un Omega; algo común, incluso aceptado.

El pequeño Omega no hizo más que llorar en silencio. Sabía que resistirse solo empeoraría las cosas. Su cuerpo, marcado por los golpes, temblaba mientras cada segundo se sentía eterno.

-Vete tú solo. Estar contigo es una pérdida de tiempo. Cuando llegues a casa, prepárate para la paliza que te dará mamá.

Jax arrancó el auto bruscamente, las llantas chirriaron contra el asfalto y dejaron tras de sí una nube de humo. Theo tosió, tratando de recuperar el aire mientras veía cómo su hermano desaparecía en la distancia. Con esfuerzo, se levantó del suelo, adolorido, y comenzó a caminar hacia el hospital. Cada paso le arrancaba un quejido, y su cuerpo ardía donde el cinturón había dejado marcas que comenzaban a oscurecerse.

La tarde era fría, y el abrigo de Theo, que había caído dentro del auto durante el forcejeo, ahora estaba fuera de su alcance. Temblaba mientras avanzaba, abrazándose para tratar de mantener algo de calor.

Finalmente, llegó al hospital. La habitación donde se encontraba Donna era compartida, separada por una simple cortina. Se escuchaban conversaciones apagadas, interrumpidas por el eco de toses y el pitido constante de las máquinas.

Cuando Theo entró, los ojos cansados de Donna se iluminaron al verlo. Su rostro pálido y arrugado aún era cálido, y su voz, aunque rasposa, era reconfortante.

-¿Qué te han hecho, mi dulce? -susurró con preocupación al ver las marcas en su piel y el temblor en su pequeño cuerpo.

-No es nada, abuelita. No te esfuerces en hablar -respondió Theo rápidamente, intentando sonar fuerte, aunque su voz temblaba.

-Es que... si no digo lo que quiero ahora, no sé si podré después...

-No digas eso. Me lo dirás cuando te recuperes, ¿sí? Iremos a la playa a atrapar cangrejos, y después te veré coser ropa mientras yo diseño nuevos conjuntos -dijo Theo, esforzándose por sonreír, aferrándose a la esperanza.

Donna sonrió débilmente, sus ojos llenos de ternura.

-Suena maravilloso... Me encantan tus diseños, mi pequeño. Aunque no pueda hacerlos, sé que alguien verá el talento que tienes y lo valorará.

-Yo no quiero eso, abuelita. Yo solo quiero volver a casa contigo. Por favor, vámonos.

Donna negó suavemente con la cabeza, sus manos débiles acariciaron el rostro de Theo con cuidado.

-No creo que yo pueda, mi pequeño pastelito.

-¡No digas eso! -exclamó Theo, las lágrimas corriendo por sus mejillas-. No me dejes, abuelita. No quiero quedarme en esa casa si tú no estás conmigo.

El corazón de 𝖣onna se rompió al escuchar esas palabras.

-Créeme, mi niño, yo tampoco quiero que estés ahí... Por eso te dejo mis ahorros de toda la vida y mi pequeña casa en la ciudad A.

Theo la miró, horrorizado por sus palabras.

-¡No! Yo no quiero que me des tus cosas importantes. Si es así, vámonos juntos. Huyamos los dos, lejos de todo. No quiero estar más con ellos.

Donna cerró los ojos con tristeza, deseando con toda su alma que esas palabras fueran posibles.

-Eso es lo que más deseo en este mundo... -confesó, su voz apenas un susurro.

Pero sabía que era un sueño imposible. Años atrás lo había intentado, buscando una vida mejor para ella y Theo. Había fallado. La familia Murray la había castigado duramente por su atrevimiento, y solo se le permitió quedarse porque no había nadie más para cuidar del bebé. Desde entonces, estaba vigilada, su libertad controlada.

Intentar proteger a Theo solo había empeorado su sufrimiento. Cada vez que intervenía, el castigo hacia él era más severo. Ahora solo podía estar ahí para consolarlo, aliviar sus heridas como mejor podía.

Donna acarició el cabello de Theo, ignorando el dolor en su cuerpo.

-Quiero que sepas algo, mi pequeño. Pase lo que pase, siempre serás mi mayor orgullo. Mi dulce, mi luz. Y aunque yo no esté, quiero que luches, ¿me oyes? Lucha por una vida mejor. Huye cuando puedas. Sé que eres fuerte, aunque no lo creas.

Theo asintió, sollozando mientras apretaba las manos de Donna entre las suyas.

-Prométeme que no te rendirás, mi pastelito... -pidió Donna, sus ojos empezando a cerrarse lentamente.

-Te lo prometo, abuelita... te lo prometo.

La abuelita de Theo partió esa misma tarde, tras pasar unas horas riendo y llorando con él. Cerró los ojos para siempre mientras su mano seguía entrelazada con la suya. Theo quedó desolado, el vacío en su pecho se hizo insoportable. No sabía qué hacer ni cómo seguir adelante sin ella.

Después de hacer los arreglos necesarios, pidió que los restos de su abuelita fueran cremados. Cuando recibió las cenizas, decidió llevarlas al único lugar que compartían como refugio: la playa. No tenía dinero para el transporte, así que caminó todo el trayecto.

El pueblo donde vivían era pequeño pero próspero, con una belleza que atraía a muchos. Las casas estaban rodeadas de paisajes marinos de ensueño, y la familia de Theo vivía en una lujosa casa frente al mar, una casa que hablaba de éxito y riqueza, pero que nunca había sido un hogar para él.

Theo siempre pensó que preferiría ser pobre y feliz, sin la carga de ser considerada una moneda de cambio por su propia familia. Desde pequeño, sus padres le dejaron claro que su destino era ser vendido al mejor postor, un Alfa que consolidara los negocios familiares. Todo en su educación estaba diseñado para eso: para ser un Omega sumiso, obediente, y útil solo como una pieza en el tablero de ajedrez que controlaban los Alfas de su familia.

La sumisión fue algo que Theo aprendió a la fuerza, no por deseo propio. Desde niño, lo educaron bajo las estrictas reglas para omegas: sumisión, obediencia, y una prohibición implícita de soñar con algo más. Cada vez que intentaba alzar la voz, aunque fuera con un susurro, lo esperaba el castigo que marcaban no solo su cuerpo, sino su alma.

Finalmente, Theo llegó al mar al atardecer. El sol se sumergiría en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. Con las manos temblorosas, abrió la urna y esparció las cenizas sobre las olas. Sus lágrimas caían sin control, mezclándose con la espuma del agua.

-Adiós, abuelita... -susurró entre sollozos-. Ojalá pudiera ir contigo.

Se quedó ahí toda la noche, esperando que el amanecer le trajera la esperanza de que todo había sido solo una pesadilla. Pero cuando el sol despuntó, la realidad seguía siendo la misma, pesada y cruel. Con pasos lentos y el cuerpo adolorido, regresó a casa.

Su padre estaba en la puerta, su mirada fría y llena de reproche. Sin decir una palabra, lo arrastró al interior de la casa, obligándolo a arrodillarse en el suelo.

El sonido del cinturón cortando el aire fue el comienzo de lo que vendría. Golpe tras golpe, Theo sintió cómo su piel se rompía, pero el dolor físico no era nada comparado con el vacío que tenía en el pecho. Su alma estaba rota, y el único consuelo que encontraba era imaginar a su abuela esperándolo en algún lugar mejor.

-Eres una vergüenza. Un Omega inútil que no sirve para nada -escupió su padre con desprecio mientras descargaba toda su frustración en él.

En algún punto, el mundo se volvió negro. Cuando despertó, estaba en el cuarto oscuro, el lugar donde lo encerraban cada vez que "desobedecía". Pasaron tres semanas antes de que lo dejaran salir. Cuando finalmente abrió la puerta, Theo estaba demacrado, débil y al borde de la muerte.

Mientras caminaba tambaleándose por la casa, solo un pensamiento lo mantenía en pie: "Quiero reunirme contigo, abuelita. Este mundo ya no tiene nada para mí".
Pero aunque ese pensamiento le daba consuelo, una pequeña chispa de esperanza permanecía oculta en su interior. Las palabras de su abuela resonaban en su mente:

-Lucha por una vida mejor, mi pastelito. Huye cuando puedas. Sé fuerte, porque eres mucho más de lo que ellos te hacen creer.

Y aunque Theo no lo sabía aún, esa chispa sería lo único que lo mantendría vivo en los días más oscuros.

𝖭𝗈 𝗈𝗅𝗏𝗂𝖽𝖾𝗌 ⭐ 💕

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