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CAPITULO 2

Una mística criatura

Día 2 del mes de mayo, año presente. El palacio anuncia una gran noticia. La princesa Cordelia Scarleth Beaumont de Sunland se ha recuperado por completo de su enfermedad y está lista para asumir la responsabilidad que le heredo su padre. El reino debe prepararse para darle la bienvenida a la princesa como la nueva reina absoluta, dueña y señora de los cielos y el mar que nos rodea. La presentación de la princesa está prevista para el tercer día del mes entrante, todos deben rendirle homenaje y estar presentes al pie del balcón real para presenciar la belleza salud y fortaleza de su alteza.

Palacio

Mi cabeza da mil vueltas. Siento un calor abrasador recorrer todo mi cuerpo, como si algo dentro de mí no encajara. No, algo no está bien.

Abro los ojos de golpe. Estoy recostada en una cama que nunca he visto, suave y lujosa, demasiado cómoda comparada con la que tenía antes. Quizás por eso me dormí. Pero... ¿cómo llegué aquí?

Me incorporo lentamente, apartando las sábanas que cubren mi cuerpo. Es entonces cuando lo noto: ya no llevo mi vestido azul remendado, ese que fue parte de mi vida humilde hasta hace unas horas. Ahora llevo una bata de seda, ligera al tacto, y debajo de ella, un vestido de tirantes de la misma calidad, que apenas llega a mis muslos.

Es como si estuviera en un trance. Camino unos pasos, recorriendo con la mirada el lugar. La habitación no es muy amplia, y las paredes de piedra lucen deterioradas, como si este fuera un rincón olvidado del majestuoso palacio, o tal vez sea un lugar con acceso restringido, no estoy segura. Mis ojos se detienen en una gran ventana con cojines color púrpura, luego en un par de puertas de madera que dan paso a un pequeño balcón.

Entonces me veo.

No. La veo.

En una cómoda de madera que hace de espejo, un reflejo me observa con intensidad. Mi pecho se agita, y mis pies, como si no respondieran a mi voluntad, me llevan hasta allí.

Me siento frente a ese reflejo que no reconozco del todo. Lentamente, alzo una mano y toco mi mejilla con recelo. Mi cabello ya no es negro como la noche; ahora es castaño oscuro, con las raíces aún teñidas de sombras, pero las puntas onduladas resplandecen con un brillo castaño perfecto. Mis facciones como la nariz, labios, cejas y demás seguían siendo iguales lo único que cambio fue el color de mis ojos y cabello, pero... ¿Cómo?

Lo que más me altera, sin embargo, son mis ojos.

Esa miel cálida que ahora los tiñe reemplaza al azul que siempre conocí.

—¿Qué...? —balbuceo, apenas un susurro.

Antes de que pudiera procesar lo que veía, las puertas de la habitación se abrieron de golpe. La reina entró con paso firme, seguida por cuatro jóvenes que, por sus posturas sumisas y los vestidos sencillos de mangas largas y color naranja, asumí que eran doncellas.

Mi mirada se encuentra con la de la reina, aún estupefacta.

—Aquí la tienen —anunció con una gran sonrisa, dirigiéndose a las doncellas pero sin apartar sus ojos de mí—. Resplandeciente como el sol en un nuevo amanecer, totalmente recuperada.

Las doncellas bajaron la cabeza, como si no fueran dignas de mirarme directamente.

—Tienen el honor de ser las primeras en presenciar a la futura reina de Sunland: su alteza real, la princesa Cordelia

Finalizo, haciendo énfasis en el nombre. En el nombre de su hija. Probablemente busca que yo empiece a sentir un sentido de pertenencia hacia el nombre, pero sí el solo hecho de verme al espejo me da fobia, no sé cómo haré para acostumbrarme al nombre.

Las doncellas, al comprender quién se suponía que era yo, reaccionaron al instante. Se acercaron y, con movimientos precisos, se arrodillaron frente a mí. Apoyaron sus frentes sobre sus manos colocadas estratégicamente en el suelo, un gesto tan coordinado que parecía ensayado.

—Saludos, alteza. Rendimos tributo ante su magna presencia y agradecemos a los cielos por su salud y recuperación —dijeron al unísono, dejándome completamente atónita.

Instintivamente, busqué con la mirada a la reina, quien observaba la escena con una sonrisa de orgullo y satisfacción.

Claro, lo más seguro es que esto sea una prueba. Y sí las doncellas aceptaban el engaño, los ministros y, eventualmente, todo el reino también lo harían.

—Pueden levantarse —me escuché decir, mi voz calmada a pesar del torbellino en mi interior.

—Gracias, alteza —respondieron mientras se incorporaban con fluidez.

—Ayuden a la princesa a prepararse antes de trasladarse a la habitación que, por ley, le corresponde —ordenó la reina.

Las doncellas respondieron con un leve movimiento de rodillas, una reverencia breve y precisa. Dos de ellas se dirigieron al armario junto al tocador, mientras las otras dos me escoltaban hacia un vestidor para cambiarme.

Caminé sin protestar, como si no fuera dueña de mis propios movimientos, mientras mi mente intentaba asimilar todo: mi nuevo rostro, mi nuevo nombre, mi nueva vida.

En un abrir y cerrar de ojos, las doncellas me cambiaron de ropa casi sin que yo moviera un solo músculo. Salí del vestidor y me encontré con mi reflejo nuevamente, esta vez luciendo un vestido similar al de las doncellas, pero en un tono lila, con delicados encajes en el pecho y la cintura.

De reojo, volví a mirarme en el espejo del tocador. Lo que vi me revolvió el estómago. Esa persona no era yo. Esa persona era...

—Es hora de un nuevo amanecer —la voz de la reina me saco de mis pensamientos.

Me giré hacia ella, notando la intensidad en su mirada.

—Es hora de que te prepares para tomar tu lugar en este reino... hija.

La palabra final golpeó fuertemente en mi pecho. Un escalofrío recorrió mi columna, helándome la sangre. ¿Hija? Sé que es necesaria la actuación para el plan, pero... ¿cómo puede decirlo con tanta naturalidad? ¿Realmente no siente algo de dolor al saber que su verdadera hija está muerta?

Negué lentamente con la cabeza. Esta situación era repugnante, y no sé quién lo es más, sí ella al ser la madre de Cordelia, o yo al tomar su identidad y su vida.

—Quisiera hablar un momento a solas con... —apreté los labios, conteniendo mi disgusto, de verdad odio tener que decir esto. Pero será una constante en mi ahora nueva vida, y, por ahora, solo en público—... mi madre.

La reina sonrió con satisfacción, como si el que yo pronunciara esa palabra reforzara su poder sobre mí. Las doncellas hicieron una pequeña reverencia y abandonaron la habitación en silencio.

En cuanto estuvimos solas, mi autocontrol se desmoronó.

—¿Qué me hizo? ¿Cómo...? ¿Cómo me hizo esto? ¿Acaso era necesario? —reclamé, señalándome el rostro con el índice, con la indignación vibrando en mi voz.

—Baja la voz —espetó, sujetándome del brazo con fuerza, un gesto carente de cualquier atisbo de maternidad. —Te dije claramente que a este palacio no volvería Malena. A este palacio solo podía volver Cordelia. Creo que ahora entiendes a lo que me refería.

Me solté de su agarre con brusquedad.

—¿Y por qué me durmió entonces? —le disparé, tratando de recuperar algo de control.

—Querida, creo que deberías reconsiderar tu pregunta. No es quién te durmió, sino quién despertó.

Su respuesta me dejo confundida. Mi expresión lo dejó en evidencia, y la reina, consciente de mi desconcierto, se permitió una sonrisa sarcástica.

—Tu torrente mágico ha estado dormido durante más de trece años. Al atravesar el portal y entrar en contacto con la magia, ese torrente se activó. Despertó. Y, por lo que veo, lo hizo con fuerza. De lo contrario, no me explico por qué te desmayaste.

Mi torrente mágico. Claro, el legado mágico que solo hereda la realeza. Finalmente, había despertado.

—Entonces, ¿ahora puedo...? —observé mis manos con una mezcla de fascinación y temor.

—Por supuesto que no. El torrente solo activa el poder dentro de ti, pero para utilizarlo deberás estudiar, y mucho. Especialmente porque el día de la coronación deberás reforzar la muralla como prueba de que eres la legítima heredera de Sunland.

Sentí un nudo en el estómago. Reforzar la muralla ante la nobleza y los ministros no era solo una prueba de habilidad; era una sentencia. Si fallaba, todo esto se desmoronaría, y mi vida terminaría en un instante.

Segundos después nos encontrábamos saliendo de la habitación. La reina lideraba, seguida por mí y, tras nosotras, las doncellas. Ahora sé que debemos estar en una especie de torre, puesto que en cuanto puse un pie fuera de aquella habitación me encontré con una escalinata en forma de espiral. Las escaleras en espiral que descendían estaban iluminadas por antorchas que proyectaban sombras sobre las paredes de piedra lisa.

Cuando llegamos al final, la reina levantó su mano frente a una puerta. Un destello naranja emergió de sus dedos y golpeó la madera con un suave resplandor. Antes de que pudiera procesar el acto, dos doncellas se adelantaron, abriendo la puerta con agilidad.

Lo que vi al otro lado me dejó sin aliento. La puerta no conducía a un pasillo o una sala común, sino a una habitación opulenta, muy distinta a la sobriedad de la que había salido minutos antes. Sus paredes estaban decoradas con tapices bordados, candelabros colgaban del techo, y el suelo era de mármol pulido que reflejaba la luz como un espejo.

Al entrar, me di cuenta de que no estábamos solas.

—Bienvenida, alteza. Rendimos tributo ante su magna presencia y agradecemos a los cielos por su salud y recuperación.

Un grupo de unas veinte chicas, todas vestidas con el mismo diseño de vestido amarillo, se postraron ante mí, inclinándose en una reverencia casi perfecta.

El peso de sus palabras, la sincronía de sus movimientos, todo me pareció abrumador. Esto no era algo a lo que estuviera acostumbrada. Mi nueva posición en este mundo seguía sintiéndose como un disfraz, un papel que no estaba segura de querer interpretar

—Ellas son tus doncellas. Como princesa y futura reina debes tener como mínimo veinte y como máximo cuarenta, por ahora tendrás veinte, después de la presentación y coronación podrás tener más —informó la reina observando con orgullo a las chicas postradas frente a nosotras. La verdad no entiendo para que necesito tantas doncellas, con una me parece más que suficiente, con tantas personas a mi alrededor de manera constante terminaré sintiéndome abrumada, pero hasta no estudiar el lugar y tener mi posición, mi vida y la de mi madre asegurada, prefiero no poner objeciones, al menos no con cosas triviales como las doncellas.

—Agradezco sus deseos. Pueden levantarse —exclame con una voz suave.

Mientras ellas se ponían de pie un "miau" retumbo en la habitación. Y fue hasta entonces que recordé que no vine sola a este palacio.

—¿Cheng Cheng? —dije recorriendo el lugar con la mirada.

Las doncellas se miraron entre ellas sin entender nada, más de debajo de la lujosa cama al fondo de la habitación, salió Cheng Cheng, quien en un abrir y cerrar de ojos esquivo a las doncellas y llego hasta mí. Me puse de cuclillas para recibirlo y tomarlo entre mis brazos, aunque el no suele ser afectivo parece haberme extrañado, o tal vez soy lo único que no le parece extraño del lugar. Los animales se dejan guiar por el olor, así que aunque lleve otro color de ojos y cabello, Cheng Cheng sería el último en no reconocer lo que hay debajo de esta farsa.

—¿Cómo...? —exclamó la reina, señalando al animal con incredulidad. —¿Cómo es posible? —Su voz casi eufórica rompió el silencio mientras giraba la mirada hacia sus doncellas, que de inmediato bajaron la cabeza y desviaron los ojos, evitando su juicio.

Era obvio lo que había ocurrido. Ella había intentado deshacerse de Cheng Cheng mientras yo estaba inconsciente. Pero Cheng Cheng no era un gato cualquiera. En momentos como este, agradecía su naturaleza obstinada y feroz; podía imaginar lo que les había hecho pasar, la razón por la cual seguía con vida.

Lo acomodé en mis brazos, acariciándolo detrás de las orejas con movimientos lentos y calculados, mientras analizaba la situación. Aunque mi mente bullía con posibilidades, sabía que por ahora la sumisión era mi arma más poderosa. Si quería sobrevivir, debía ganarme a todos... o derrotarlos en su propio juego.

—Lamento mucho si Cheng Cheng les hizo pasar un mal rato. No está acostumbrado a tratar con otras personas —dije, esforzándome por mantener un tono sereno. Era crucial que la reina no notara que había descubierto su intención.

La reina entrecerró los ojos, su mirada fría y evaluadora perforando la distancia entre nosotras. Luego, con un gesto calculado, pasó su mano por mi cabello.

—Una reina no se disculpa con sus doncellas. Lo que ella hace es ley, y tú serás una reina dentro de poco, hija mía.

Su voz tenía un filo peligroso, y su toque, aunque aparentaba ser afectuoso, me heló la piel. Esa mirada suya no me infundía miedo, no por lo que pudiera hacerme a mí. Mi temor residía en lo que pudiera hacerle a mi familia si yo fallaba, y en el constante riesgo de cometer un error frente a las doncellas. Debía evitar levantar sospechas.

Tomando aire disimuladamente para calmarme, me limité a responder:

—Entonces espero que nadie se acerque a Cheng Cheng. Él es mío, y soy la única a la que tolera. Si no quieren salir lastimadas, será mejor que lo dejen en paz. —Mientras hablaba, fijé mi mirada en las doncellas, pero para quien en realidad iban esas palabras era para la reina.

La reina ignoró el incidente por completo y se giró hacia las doncellas, ordenándoles que me ayudaran a repasar la etiqueta y las normas que debía dominar: cómo caminar, hablar, vestir, comer... cada aspecto debía ser impecable. Y todo se haría dentro de esa habitación, ya que nadie podía verme hasta el día de mi presentación, programada dos días antes de la coronación.

Cuando la reina finalmente abandonó la habitación tras dar una avalancha de instrucciones, me quedé frente a las veinte doncellas. No sabía muy bien qué hacer con ellas. Estaban allí para ayudarme, pero yo nunca había necesitado ayuda de nadie, y esto iba a tomar tiempo, acostumbrarme a ellas iba a tomarme tiempo. Desde el nacimiento de mis hermanos, siempre me las había arreglado sola, sin depender de nadie y sin dar explicaciones a nadie, pero ahora con ellas... no sé que hacer.

Ahora todo es diferente.

También debo considerar que estas chicas, aunque aparentemente dóciles, podrían ser espías, por lo que no puedo confiarme de ninguna de ellas.

—Bien, quisiera darme un baño y cambiarme antes de iniciar con los procedimientos de repaso —dije, acariciando a Cheng Cheng detrás de las orejas para ocultar mi incomodidad.

En realidad, no tenía necesidad de cambiarme; el vestido era bastante cómodo. Pero esta excusa me daría la oportunidad de explorar la habitación. Según la reina, este había sido el cuarto de Cordelia antes de enfermar, así que se suponía que debía conocerlo. Sin embargo, para mí era completamente nuevo. Y debía asegurarme de no mostrar mi desconocimiento.

Las doncellas asintieron y se apresuraron a preparar el baño. El cuarto de baño, situado en un extremo de la habitación, estaba apartado del centro. Mientras ellas seleccionaban hierbas para aromatizar el agua, decidí explorar un poco, con Cheng Cheng en brazos.

Rodeé la pequeña mesa central del recibidor y me adentré en la habitación principal, que gritaba lujo en cada rincón. Un enorme candelabro de cristal colgaba del techo, sus prismas atrapaban los rayos de sol que se colaban por las ventanas, proyectando destellos danzantes por toda la estancia.

Frente a mí se alzaban dos puertas, perfectamente simétricas, que conducían a un amplio balcón en forma de media luna. Extendí la mano y abrí una de ellas, pero al recordar las palabras de la reina, me detuve.

"Nadie debe verte hasta que no seas presentada, y eso implica que estés preparada."

Un suspiro se escapó de mis labios, cerré la puerta y mi mirada se posó en la pared en la estaba la extravagante cabecera de la cama. La cama era redonda mucho más grande que en la que desperté hace tan solo unos minutos, está cubierta por una sabana color dorada que brillaba intensamente bajo la luz, sobre ella hay dos almohadas, de color blanco.

La curiosidad me venció y a pesar de que tenía que guardar apariencias, me dejé llevar y subí los dos pequeños escalones que llevaban a la cama. Me senté en el borde, sintiendo la suavidad del colchón. Cheng Cheng, incapaz de resistirse, saltó de mis brazos y comenzó a caminar por la superficie antes de acomodarse.

—Muy cómoda, ¿no? —murmuré, viendo cómo su mirada de disgusto confirmaba que seguía siendo el mismo gato amargado de siempre. Aunque mi rostro había cambiado, mi esencia no. Él lo sabía. Y ese conocimiento lo convertía en el único que podía distinguir la verdad, mi verdad.

—Majestad, el baño está listo. Pero antes nos gustaría que escogiera el vestido y las joyas que desea usar —dijo una de las doncellas al pie de los escalones, sin atreverse a levantar la mirada para mirarme directamente.

—Bien —respondí, poniéndome de pie y bajando los escalones con cuidado. —Vamos juntas.

No quería arriesgarme a abrir la puerta equivocada, porque según veo aquí dentro hay muchas.

La doncella me guio por un pasillo y abrió una de las tres puertas frente a nosotras. Lo que vi me dejó sin palabras. Era un paraíso de vestidos, una habitación entera dedicada a ellos.

Maniquíes blancos portaban trajes de todos los estilos, organizados en bloques de colores que formaban interminables filas. A un lado, todas las tonalidades de verde que pudieran existir. Al otro, azules que parecían sacados de cielos y océanos lejanos. Continué avanzando, encontrándome con secciones de rojo, amarillo, rosa, blanco, morado, celeste, turquesa, naranja y, finalmente, dorado, que ocupaba gran parte del lugar.

Al fondo, un enorme espejo cubría toda la pared. Frente a él, un pequeño podio redondo, compuesto por dos escalones, parecía estar diseñado para evaluar la perfección de cada elección.

Giré la cabeza hacia un nuevo pasillo, donde las doncellas me llevaron a otra sala igualmente impresionante. Esta estaba dedicada exclusivamente a accesorios y cosméticos.

Dos paredes repletas de estanterías con vitrinas de cristal albergaban tiaras y coronas de diferentes diseños, materiales y modelos. En el centro, dos enormes mesas de cristal contenían anillos, pendientes, collares y brazaletes. Todo estaba organizado por materiales: oro, plata, cristal, esmeraldas, rubíes, y más.

En la otra mesa, maquillaje de todas las formas y colores. Labiales, sombras, cremas y esmaltes, en todos los colores que hay en este reino cada uno prometía transformar y resaltar. Las demás estanterías contenían zapatos, desde simples pantuflas hasta zapatillas de cristal y botas de cuero, todas perfectamente alineadas por color.

Todo esto lejos de fascinarme me parecía un espectáculo abrumador.

Tanto lujo. Tanta vanidad. Ahora entiendo por qué todos lo desean. Nunca es suficiente; siempre quieren más. Admito que todo esto me deja sin palabras. Cada rincón, cada objeto, pertenece a Cordelia, no a mí. Normalizar algo tan ajeno a mi vida llevará tiempo. Decidir qué vestir o qué usar entre tantas opciones es un reto abrumador, pero debo hacerlo. Si quiero descubrir la verdad y encontrar al traidor que arruinó a mi familia, debo ser Cordelia. Para no ser descubierta, necesito aprender a caminar, a hablar y a moverme como una princesa antes de enfrentar al mundo que me espera afuera.

—Bien, Majestad, ¿qué ha elegido? —preguntó una doncella, curiosa, mientras otras diez esperaban detrás de mí.

"Está bien, Malena, recuerda que ahora eres Cordelia. Respira. Puedes hacerlo."

—Hoy he vuelto a la vida —anuncié con calma, fingiendo una confianza que para nada sentía—. Deseo un vestido acorde a mi estado de ánimo. Quiero usar amarillo.

Contuve la respiración. Ser como Cordelia. Ser una princesa. Dar órdenes.

—Entendido, Majestad —contestaron todas al unísono.

—Hoy iré de amarillo y blanco. Los detalles y accesorios se los dejo a ustedes. Ahora, iré al baño.

Hicieron una ligera reverencia, abriéndome paso. Mientras caminaba entre ellas, noté que ninguna se atrevía a levantar la mirada. Todas parecían convencidas de que yo era la futura reina.

La dueña absoluta de Sunland.


La mujer más poderosa del reino.


Y la mujer más falsa del mundo.

Sí, los reyes y reinas de este reino han sido todas esas cosas... excepto la última. Esa cualidad es mía.

Dicen que quien porta la corona de Sun es, por derecho, el dueño absoluto de Sunland. Pero el detalle está en que no somos nosotros quienes elegimos al monarca: es la propia corona. Si durante la coronación la corona se enciende sobre la cabeza del heredero elegido, significa que esa persona es digna de ella, que corre sangre real pura por sus venas y es el verdadero heredero de Sunland. Hasta ahora, en cada coronación, la corona ha brillado, infalible, así que guardo mi esperanza en aquello, y en que mi padre era hermano del segundo rey.

Sin presiones. Lo peor que puede pasar es que la corona no se encienda, que la muralla no sea reforzada, y que todos seamos asesinados a manos (o a dientes) de los vampiros.

Tomé mi baño en una enorme tina llena de pétalos y especias que desprendían fragancias embriagadoras. Tres doncellas ofrecieron ayudarme, pero me negué. Mi cuerpo es privado. Puede que quienes nacen y crecen en el palacio estén acostumbradas a que otros las bañen, pero yo no. No aún. Aunque sabía que esto podría levantar sospechas, no estaba lista para ceder mi dignidad.

Al salir, tres doncellas me ayudaron a vestirme a pesar de que la vergüenza aún pesaba sobre mis hombros, no podía hacer nada porque tendría que acostumbrarme a ellas me repetí a mi misma. Frente a mí, desplegaron tres vestidos amarillos, pidiéndome elegir uno. A pesar de que todos compartían el mismo color, sus diseños variaban. Elegí el que a mis ojos parecía el más sencillo, aunque, por supuesto, "sencillo" era una palabra que no aplicaba en este palacio.

Con cuidado, ajustaron el corsé, colocaron el faldón, y me calzaron unos tacones blancos. En mis orejas colgaron pendientes de cristal en forma de gotas, brillantes y cálidos. Luego, peinaron mi cabello con una delicadeza que jamás había experimentado, asegurándose de no tirar ni una hebra.

Finalmente, colocaron sobre mi cabeza una tiara de oro con siete puntas y diamantes incrustados. Sobre el podio me giré hacia el espejo que cubría la pared entera y me observé.

El reflejo mostraba a una princesa hermosa y refinada, con una cintura diminuta moldeada por el corsé y un vestido que resaltaba sobre mi piel pálida. Las pequeñas mangas caían graciosamente sobre mis hombros.

Pero ese reflejo daba miedo.

Porque no era mi reflejo.

Lo que veía era la imagen de Cordelia, y me aterraba en lo que estaban convirtiendo mi exterior, supongo que todo estará bien en tanto conserve mi esencia.

—Muy bien princesa, es hora de repasar las normas, y la etiqueta —por el espejo divise a mi espalda una anciana vestida con una túnica bastante sencilla color verde esmeralda, con un cordón dorado colgando alrededor de su cintura, de mangas largas y extremadamente anchas, tanto que colgaban de sus muñecas. La mujer tenía una vara de metal en las manos. Su semblante no era precisamente el de una persona sumisa, ella me miraba con interés e irritabilidad.

—¿Quién es usted? —me di la vuelta y cuestioné en un hilo de voz suave.

—Ella es madame Cants, alteza —se apresura a explicar una doncella.

¿Cants?

Claro, la vieja Canst, como pude olvidar a esta mujer. Recuerdo que antes de ser exiliados cuando aún eramos bien recibidos en el palacio, ella era la encargada de dictar clases de normas y etiqueta. Recuerdo haber participado en alguna que otra clase, pero lo aprendido se esfumo de mi mente con los años. Según recuerdo, ella es muy estricta y amargada, por lo que asumo que no me mostrara ni un poquito de respeto ni consideración. Tendré que irme con cuidado, ella es muy observadora, me conoció tanto a mi como a Cordelia en el pasado, y sí ella llegase a descubrir la verdad... todo sería en vano.

—Oh, claro, discul... —rayos. Una reina no se disculpa. Pero yo no soy reina aún, y ni siquiera llevo un día aquí como princesa.

La vieja Cants levantó una ceja, expectante, como sí estuviera esperando ver como culminaba tal frase. Sentí los nervios subir desde el pecho, pero los mantuve lejos de mi cabeza.

—Discúlpense en mi lugar ante la madame —ordené a mis doncellas, con voz firme.

Cants arqueó una ceja más alto, pero para mi alivio, su expresión se suavizó. Las doncellas, obedientes, hicieron una reverencia y pidieron disculpas en mi lugar.

No puedo disculparme, pero sí puedo ordenar que lo hagan por mí.

—Déjense de bobadas. Te quiero lista en dos minutos. Dos minutos, no más —espetó Cants, señalándome con su vara. Salió de la habitación con paso rápido y, en cuestión de segundos, las doncellas comenzaron a aplicarme maquillaje con destreza.

En cuestión de un minuto, salí al pasillo.

Las doncellas me guiaron hasta la puerta al final del pasillo y la abrieron con cuidado. Detrás, se desplegaba un salón peculiar: circular, con ventanales altos que capturaban toda la luz del día y un techo en forma de cono que recordaba al de una torre. En el centro, grabada en el suelo, había una gran circunferencia con un sol estilizado en su interior, rodeado de extraños símbolos.

Madame Cants estaba de espaldas, contemplando el paisaje más allá de los ventanales. Las doncellas cerraron la puerta tras de mí y se quedaron cerca, aunque estratégicamente fuera del camino.

El silencio se alargó.

—¿Madame? —me aclaré la garganta mientras, con torpeza, ajustaba el pesado vestido y daba unos pasos hacia ella.

—Han pasado siete años desde la última vez que la vi, Alteza. Ha cambiado mucho desde entonces.

Oh, no. Ella no puede notar la diferencia. No puede...

—Fuera de aquí. Las lecciones que impartiré a la princesa no necesitan de su presencia —ordenó Cants a las doncellas, sin molestarse en girarse.

Las jóvenes obedecieron al instante, dejando la habitación. Me encontré de pie, sola en el centro del salón, justo sobre el sol grabado en el suelo. Mi pulso se aceleró mientras Cants empezaba a caminar a mi alrededor, sus ojos analizándome como si pudiera ver a través de mí.

—Pasar años postrada en una cama hace que se pierdan cosas importantes, como la postura —comentó, dándome un golpe en la espalda con su vara. La descarga eléctrica me hizo jadear y enderezarme de inmediato.

Ah, así que hablaba de mi porte, no de mi apariencia. Al menos eso es un alivio... aunque no para mi espalda.

—El mentón debe estar alto. Una reina nunca anda con la cabeza gacha ni la espalda encorvada. Una reina impone respeto con su sola presencia. No puedes ir por ahí sonriendo como una plebeya; una reina es generosa con su pueblo, pero estricta y cortante con sus ministros. ¿Entendido?

—Entendido —respondí, manteniendo la compostura a pesar de la molestia en mi espalda.

—Bien. Entonces nuestras clases serán solo un repaso y refuerzo —dijo, esbozando una sonrisa extraña que hizo que mi piel se erizara.

—Empezaremos con la postura al caminar, y luego procederemos con la postura al comer y al sentarse.

Asentí en silencio.

Cants no perdió tiempo. Cada pequeño error de mi parte era corregido con un golpe de su vara, y cada golpe enviaba esa descarga eléctrica por mi cuerpo. Durante los siguientes cinco días, no tuve descanso. Incluso a la hora de comer, Cants supervisaba cada bocado, dictándome qué comer, cómo hacerlo, y hasta qué ritmo debía llevar al masticar.

Dos semanas. Solo dos semanas más. Esto me servirá para mezclarme en el palacio, encontrar al traidor y limpiar el nombre de mi familia.

Al caer la noche, me dejé caer sobre la cama con un suspiro agotado. El peso del vestido, los tacones, y las interminables correcciones habían drenado toda mi energía.

Ser la supuesta futura reina no solo es agotador... es una tortura.

Me acomodo entre las almohadas y veo a Cheng Cheng saltar ágilmente a la cama. Me quedo sentada, esperando a que se acerque, y cuando lo hace, lo acomodo en mi regazo. Mis manos comienzan a acariciarlo detrás de las orejas, como siempre.

—Al menos tú pareces estar disfrutando de todo esto. Mírate, cada día estás más gordo y peludo.

—¿Crees que disfruto comer esas asquerosas galletas?

Por todos los cielos.

¿Qué...?

¿Cheng Cheng... respondió?

Mis manos se congelaron en el aire. Dejé de acariciarlo, lo tomé entre mis manos y lo sostuve frente a mí, obligándolo a mirarme a los ojos.

El cansancio... eso debe ser. Estoy tan agotada que ya estoy alucinando. Eso tiene que ser lo más lógico.

—Cheng Cheng, ¿puedes hablar? —pregunté con la voz temblorosa.

—Puedo hacer muchas cosas, princesa.

En un ataque de puro pánico, lo lancé al otro lado de la cama. Mi mente buscaba desesperadamente una explicación lógica. Había oído que los loros podían hablar, pero ¿un gato?

—¿Quién eres? ¿Qué te hicieron? ¿Eres un espía?

—Bestia, ten más cuidado. Los inmundos gatos no siempre caen de pie —rezongó mientras se bajaba de la cama con la dignidad herida.

Me levanté rápidamente y lo seguí con la mirada mientras se acomodaba sobre una pequeña mesa de cristal al otro lado de la habitación.

—No soy un espía. Y tampoco soy un gato —declaró con una mezcla de irritación y molestia.

—Entonces... ¿qué eres? —pregunté, con el corazón latiendo con fuerza, a medio camino entre la intriga y la confusión.

—Es muy pronto para que lo sepas.

Su voz, grave y sombría, me dejó helada. Sus ojos verdes, intensos y brillantes, eran como dos pozos sin fondo, capaces de atravesar cualquier fachada. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando di otro par de pasos hacia el.

—Entonces no puedo permitir que sigas a mi lado. No pretendo tener cerca a desconocidos. Hoy mismo perderás la vida cuando te entregue a los guardias —sentencié con la voz firme, aunque temblaba por dentro.

Antes de que pudiera moverme, su tono se alzó, casi desesperado.

—¡No! No puedes matarme. He estado contigo por años. Nunca te traicionaría. Si ese fuera mi propósito, no te habría revelado la verdad. No seas tonta.

—Si nunca fuiste un maldito gato, entonces ¿qué eres?

—Te desmayarías si te lo dijera —respondió, enigmático, mientras me observaba con una intensidad que me resultaba insoportable.

—No te creo —repliqué, con un nudo formándose en mi garganta.

La reina. Tiene que ser ella.

Una idea aterradora se formó en mi mente. Debió matar al verdadero Cheng Cheng y enviar a esta... criatura para espiarme.

Cheng Cheng había vivido conmigo durante ocho años. Era mi mejor amigo, el único en quien confiaba completamente. Y ahora, la maldita reina me lo había arrebatado.

No iba a permitir que su espía viviera un día más.

—Sé que cuando me recogiste llevabas un vestido gris, arañado y sucio. Era un día de tormenta, la lluvia no paraba. Yo estaba tirado a la mitad del bosque, a punto de morir por la irradiación de la muralla. Tú me acogiste en tu regazo, me llevaste contigo, me cuidaste y respetaste mi espacio, algo que tus hermanos nunca hicieron. Más de una vez los arañé, y tu madre me caía a escobazos. Tú la detenías, me tomabas en brazos y salías de la casa conmigo, dándome vueltas por el bosque mientras me contabas tus penas. Te vi llorar, maldecir tu desdicha... más de una vez, me cuidaste y defendiste a capa y espada como nadie nunca lo había hecho... por eso y por salvarme la vida tienes mi lealtad absoluta.

Sus palabras me golpearon como un relámpago.

Eso... eso no lo podría saber nadie más.

Mi mente se debatía entre creerle y buscar alguna explicación lógica.

—Si lo que dices es cierto, entonces... ¿siempre has podido hablar?

—Técnicamente sí, pero estaba demasiado débil tras la irradiación de la muralla. Permanecer en esta forma y en silencio fue mi única opción para sobrevivir. Durante años, fui incapaz de hacer nada más. Pero hace unos días empecé a recuperar mis fuerzas, y con ello, mi capacidad para hablar.

Me acerqué a la mesa con cautela y me puse en cuclillas para observarlo de cerca.

—¿Quieres decir que esta no es tu verdadera forma?

—No. Pero tú tampoco estás en la tuya. Cambiaste parte de tu físico para obtener poder, ¿o me equivoco?

—Veo que has estado parando la oreja —dije, entrecerrando los ojos—. Pero sabes demasiado. No sé si puedo confiar en ti. Ni siquiera me has dicho qué eres en realidad.

—Por ahora, confórmate con saber que soy una criatura mágica.

—¿Qué clase de criatura mágica?

—Una muy especial. Pero tranquila, no voy a traicionarte. Puedo ayudarte. Puedo ser tus ojos y oídos donde tú no puedes estar. Nadie sospecharía de un simple gato.

—Yo sospecho de un simple gato —repliqué, arqueando una ceja.

—Entiende esto: te soy leal. Y alguien como yo no le es leal a cualquiera. Es más, podríamos colaborar... ¿así confiarías en mí?

Sus palabras eran serias, pero su rostro peludo permanecía inexpresivo.

—¿Qué clase de colaboración propones? —pregunté, mi curiosidad ganando la batalla a mi desconfianza.

—Una en la que yo te informe de todo lo que vea y escuche, y tú me ayudes a recuperar mi verdadera forma.

—No suena mal, pero tampoco me convence. No puedo confiar en alguien que no muestra su verdadera cara.

—La mía no es muy distinta a la tuya, te lo aseguro.

La profundidad de su mirada me heló la sangre. Sus ojos verdes brillaban intensos, fríos, implacables.

¿Cómo confiar?

—¿Qué eres? —susurré, incapaz de contener mi pregunta.

Cheng Cheng se limitó a mirarme con esa intensidad imperturbable.

—¿Quién eres?

.Sus labios curvados en una sonrisa apenas perceptible fueron la única respuesta.

Sus palabras sonaban en una voz grabe, y su mirada reflejaba frialdad, conozco algunas criaturas mágicas, pero ninguna tiene la forma de un gato... y sí el fue hechizado o es un cambia formas las posibilidades de que sea alguna criatura de luz se agotan en mi cabeza


Hola, hola!!! Iniciamos el año con una actualización de Sunland. Espero les guste <3

No olviden votar y dejarme saber en los comentarios que les ha parecido.

✅¿Qué creen que sea Cheng Cheng?

✅¿Creen que Malena aceptara su propuesta?

✅¿Están listo para descubrirlo?

✅ Leo sus respuestas en los comentarios <33

Evie ♡

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