Prólogo: El banquete de la luna
"Y en el silencio comprendí de repente las muchas maneras en que una persona puede morir y aun así estar viva"
(Carmen Rodrigues).
Todo comenzó en el cielo, en el palacio de la diosa de la luna... Era día de banquete, e ilustres miembros se presentaron dispuestos a celebrar divinamente y a consumir dulces manjares.
Las mesas rebosaban de vino nuevo que burbujeaba rojo y espumoso y de bocadillos profusamente decorados con flores comestibles tan exquisitas como la miel; y no faltaban los panes de increíble aroma, los pasteles con forma de luna llena rellenos de diferentes sabores y las tazas de té que esparcían su dulzón aroma en el lugar. Las calles que conducían al recinto de la fiesta estaban repletas de farolas doradas, tan magníficamente adornadas como el mismísimo lugar del evento. No se había escatimado en cuanto a cojines de seda fina, cortinas y manteles de algodón purísimo y gasas colgantes de llamativos colores que contrastaban con la blancura de los adoquines y se impregnaban del aroma de la comida mientras que el viento traía el perfume del maravilloso jardín que circundaba el palacio donde se llevaría a cabo.
Era el decimoquinto día del octavo mes según el calendario lunar, y la gente de toda China celebraba el festival en el que Chang'E debiera bajar por una noche para encontrarse con su añorado esposo. Pero su esposo había muerto hace siglos, pues era un mortal, y no había razón alguna para que la bella hada lunar bajara a la tierra. La diosa de la inmortalidad, Xi Wang Mu, y la Estrella del supremo Yin, la diosa de las once luminarias, atendían a todos por ella, felices de ayudar en tan especial evento, mientras que Chang'E, acurrucada en su propio rincón ignoraba a todos cuantos podía. No quería estar allí, sino con HouYi. Y el Emperador Amarillo que había descendido desde el palacio de Jade la miraba con parsimoniosa y elegante ira disimulada.
Para quien no conozca su leyenda, existen numerosos libros que la narran y que hacen que se pueda comprender el porqué de tan longevo rencor. Pero esto es lo que yo sé, lo que puedo constatar de ello:
HouYi y Chang'E eran felices en el cielo, viviendo como todos los inmortales que saciaban su sed con el agua bendita de las estrellas y apaciguaban su hambre con la fruta selecta del huerto de las nubes. Pero el día en que Chang'E dejó caer un jarrón sagrado y lo hizo crubicas en el palacio del emperador de Jade, resultó ser el mismo día en que el arquero celestial HouYi fue llamado asesino de los hijos del Emperador.
Los hijos del Emperador eran poderosos, cada uno de ellos era un sol abrasador. HouYi, temiendo que tanto poder incendiario extinguiera la vida en el planeta, por el cariño que le tenía a los seres humanos tomó su poderoso arco divino y lo tensó al límite de sus fuerzas, cargando varias flechas directas hacia los soles. Así, todos los soles murieron salvo uno. La humanidad estaba feliz, HouYi era su héroe. Pero en las regiones celestiales nadie estaba feliz con el resultado. El Emperador de Jade quiso recuperar a sus hijos de las garras de la muerte, pero con el jarrón de almas roto simplemente no hubo manera alguna. Todo parecía indicar un intento de conspiración... ¿Acaso Chang'E y HouYi habían actuado de común acuerdo? Ambos fueron expulsados de los cielos, condenados a renacer como mortales.
Pero, porque el Abuelo de la Luna se compadeció de ellos, un fino hilo rojo fue atado al meñique de los dos. Así, aun sin conocerse, sus almas volvieron a encontrarse una tarde bajo un árbol de laurel. HouYi era ahora un pobre campesino, que se dedicaba a enseñar artes marciales en una escuela shaolin; Chang'E era la hija de un hombre rico. Se hicieron arreglos para la boda entre el mejor guerrero del poblado y la mujer más hermosa del valle.
Fueron felices por escasos años. Su historia de amor cargó con la condena de su vida pasada, y cuando Chang'E comenzó a recordar aquellos acontecimientos tan lejanos y divinos se amargó de espíritu hasta el punto de ya no querer comer un bocado por muchos días. HouYi vio lo infeliz que era su esposa, y emprendió un viaje largo y difícil por el camino de las montañas del norte para suplicarle a Xi-Wang Mu, Reina Madre del Oeste, que los ayudara a conseguir el elixir de la inmortalidad. Xihua era una mujer comprensiva y sabia, ella conocía las intenciones del corazón de los dos enamorados, así que estaba segura de que jamás tratarían de traicionar al Emperador. Pero, también sabía que no podrían regresar al cielo así sin más.
Resolvió darles una sola píldora de la inmortalidad y le explicó que podían seguir siendo inmortales y felices en la tierra si cada uno se tragaba una mitad, pero que, si acaso alguien la tomaba completa, se volvería un dios cautivo, que jamás podría regresar a la humanidad. HouYi aceptó y obedeció feliz.
La tragedia sucedió luego. Cuando Chang'E acabó tragando la píldora completa y flotando hasta la luna. Con el pasar de los años, fue inevitable que HouYi envejeciera y muriera. Ahora HouYi ya no existía y Chang'E llevaba siglos sola. Sola no porque estuviese en realidad sola, pues la luna estaba más habitada de lo que se creería, sino que sola porque HouYi ya no estaba a su lado. ¿Y de qué le servía ser inmortal de nuevo sin él? Había tratado de morir numerosas veces.
Todos se divertían, pero Chang'E susurraba y lamentaba su melancolía. La amargura hacía que nada de lo que dijera o hiciera la gente le pareciera chistoso, y había alguien a quien eso estaba fastidiando demasiado: el rey de los monos, Gran Sabio Sosia del Cielo, Sun Wukong, estaba harto ya de que la mujer no sonriera ni dijera nada. Tenía un rencorcillo pequeño contra la viuda, pues, aunque era bellísima, no era para nada simpática; era sin dudas una aguafiestas de primera. Antes, cuando la había visto por primera vez, descubrió que nadie podía siquiera coquetear con ella sin ser severamente castigado. Su amigo Chu Bajie le había contado sobre las consecuencias que había tenido que pagar por lo que llamó una "inocente broma". No sabía si era cierto, pues Bajie era un cerdo, pero sí era verdad que todos la apañaban y consolaban todo el tiempo como si la vida de la mujer siempre fuese una miseria y se condolieran por ella. Cuando en realidad Chang'E tenía una vida bonita, un festival internacionalmente conocido y miles de personas que la amaban y depositaban su confianza en ella.
El mono, Wukong, que hoy bailoteaba arriba de la mesa contando chistes y haciendo reír a los comensales, detestaba que hubiera alguien que no contribuyera al buen ambiente que él creaba, mucho más porque lo consideraba una grosería de parte de la anfitriona de la fiesta; y tratando de hacerla participar dijo—: ¿Y qué se siente Chang'E ser dueña de un festival completo? —Pues como Wukong ahora era un buda, trataba de llevar su felicidad a todos sus amigos.
—¿No eres dueño tú también de un festival, mono?
—Seh... Claro que lo soy. Pero es obvio que lo sea, digo, yo... soy maravilloso —contestó calando los pulgares en los pliegues de su traje dorado—. ¡Celebraremos en casa mañana!
—Wukong... humildad... —susurró el monje Tripitaka, su maestro, corrigiéndolo. Wukong rio su propia broma, ignorando al calvo, contagiando carcajadas. Algunos dioses se gloriaban de su alegría y su simpleza; les encantaba saber que Wukong, aun habiendo ascendido a buda, seguía siendo él mismo. El carnaval de Chang'E siempre opacaba al menos un poco al del Rey Mono; pero Wukong, festivo como era, no se daba por aludido y celebraba ambas cosas de manera indistinta. A su parecer, una fiesta era una fiesta y si alguien era feliz, él también. La fiesta de China era fiesta suya, la fiesta del Emperador era fiesta suya, y la fiesta de Chang'E —que se hacía un día antes que la suya—, también era una fiestota para él. Era un carnaval de varios días consecutivos y mientras los humanos bailaban y hacían piruetas disfrazados de Sun Wukong, Sun Wukong bailaba y hacía piruetas disfrazado entre los humanos.
—¿Recibirás invitados en tan ilustre celebración, mono? —preguntó otro dios con desdén, pues la estima que tenían por él era de opiniones por demás divididas. La verdad, nadie asistía a los banquetes de Sun Wukong, solo sus súbditos; un montón de longevos y escandalosos monos. El resto de los inmortales solía poner excusas mediocres para no ir, y Sun Wukong no se ofendía, sino que reanudaba la invitación para todos cada año, pues a todos consideraba sus iguales.
—¡Pero claro! ¡Todos pueden venir! Será una gran fiesta... No por nada sigo siendo "Měi Hóuwáng", que significa "el apuesto y travieso Rey Mono".
—Dirás "Měi Hóuwáng", "el Rey Mono que se cree apuesto" —contestó Chang'E.
—¿Y qué? ¿Acaso no lo soy?
Chang'E se quejó con hastío y revoleó los ojos—. No tanto como lo dictamina tu ego... —refunfuñó.
El mono soltó una risotada estridente—. Oigan, admitan, que soy el rey de las fiestas también...
Uno de los dioses de largas túnicas azules, la estrella Angaraka, reconoció que Sun Wukong se había ganado su lugar en el festival de los humanos, lo cual lo puso sumamente feliz. Y aprobó su decisión de celebrar en la tierra para que cualquiera pudiera asistir, lo que hizo que el Rey Mono diera una cabriola en el aire, loco de contento. Los demás comenzaron a charlar alegremente sobre lo bello que era el festival de la luna de medio otoño, Angaraka habló amablemente de HouYi reconociendo su valentía y su talento. Xi-Wang-Mu, diosa de la inmortalidad, Reina Madre del Oeste, se atrevió a lamentar su muerte y a mencionar que ojalá las cosas hubieran sido diferentes. Chang'E no lo pudo soportar más y dijo que necesitaba respirar el aire nocturno.
Bailoteó por el paraje desolado de la luna, pateando rocas blancas que no proyectaban sombras, haciendo que el polvo plateado titilara mágicamente ante el sol. La luna era un lugar bastante solitario por lo general. Más allá de los jardines de Chang'E no había gran cosa. Solo se podrían encontrar dos residencias allí. La suya y la de su simpático vecino, un hombrecillo anciano con el que no hablaba demasiado. El resto de los habitantes eran un loco que pasaba los días de su vida cortando un árbol irrompible y muchos, muchos, muchísimos conejos. ¡Qué diferente era la tierra! Allá abajo, entre tumulto y algarabía, la gente se reunía con sus seres amados, aquí arriba todos trataban de hacerla perdonar un pasado tormentoso. Querían que olvidara que se le había negado a Houyi la posibilidad de consumir los melocotones inmortales y seguir viviendo. Pero ella no pretendía olvidar. Oyó pasos tras de sí. Volteó a ver a la diosa de la inmortalidad que acudía a ella envolviéndose en sus túnicas para apaciguar el frío.
—Chang'E, lamento si dije algo que te hiriera —dijo Xi-Wang-Mu.
—No pasa nada Xihua —contestó sonriendo amable—, no eres tú. Es esta fecha.
—Traje a alguien para animarte —contestó ella entregando un pequeño conejo escondido entre los pliegues de su túnica. El conejo de jade movió su graciosa naricilla haciendo a Chang'E sonreír involuntariamente.
—Este amigo ha hecho mi vida menos solitaria, pero esta noche no puedo celebrar —contestó acariciando el pelaje azulado y blancuzco del conejo—. La tristeza que me invade es tan grande como esta luna. Es como si la cargara dentro de mi pecho. Y su peso me aplasta.
Lloró su pena agria la diosa de la luna en el hombro de Xi-Wang-Mu, lloró y lamentó grandemente hasta que se desgastó por completo. Entonces pidió regresar adentro. Al fin y al cabo, todas las personas ahí reunidas en su palacio, habían venido porque de una forma u otra se preocupaban por ella.
El mono seguía saltando sus graciosas piruetas entre los demás dioses. Él no había sido invitado, por supuesto, pero era tan caradura que se paseaba entre todos riendo y jugando como si fuese él el anfitrión pues a su parecer no había forma de que no le hubieran dicho que asistiera, a menos de que fuera un error. Entonces se puso a danzar con las muchachas de Xi Wang Mu, y hasta bailó de la mano de la bella dama del estanque de jaspe al son de los tambores.
Chang'E entró haciendo muecas de asco y desprecio. La mujer no solía tener malas actitudes, de hecho, era bastante pacífica, pero el mono que había alcanzado la inmortalidad sin haber nacido como un dios siempre la molestaba con su mera presencia. Le parecía que él no pertenecía allí. Quizás escondidamente envidiaba su determinación, pues ella había retornado a la inmortalidad por accidente y a costa del amor de su vida; en cambio el mono la había alcanzado con empeño, con trabajo duro y siglos de sacrificios.
Al verla regresar, los dioses hicieron silencio. ¿Cómo reír y celebrar si la mujer estaba tan desolada como el paisaje circundante? El mono notó que ya nadie reía con él. Chang'E le clavó los ojos rosados por el llanto.
—Señora Chang ¿por qué la cara larga? ¿No es ésta una fiesta? —se quejó Sun Wukong con una sonrisa—. Anda. Cómete un pastel de luna.
—¿Una fiesta? ¿La muerte de mi esposo y mi condena eterna te parecen motivo de fiesta? —se quejó ella con amargura. La verdad era que el Emperador de Jade había sido muy duro con HouYi, incluso hay quien pudiera pensar que había sido injusto y que no había enmendado el error, o que debería haber permitido que Xihua le entregara uno de esos preciados melocotones. Pero nadie iba a decir una sola palabra sobre el asunto, nadie se atrevía siquiera a pensar en ello sin sentirse un traidor. HouYi no había mostrado piedad alguna para con los cinco hijos soles de Shangti, pero el Emperador Amarillo sí había mostrado su piedad hacia Chang'E permitiendo que siguiera viviendo y hasta honrándola con su visita.
Todos hicieron silencio. Ya nadie quiso comer o reír. Ya nadie quiso celebrar. El Emperador de Jade sugirió que debían marcharse todos a sus casas pues era sabio retirarse antes de una contienda. El mono se fastidió. Se repitió internamente que debía abrazar la paz lo mismo que al dolor, al amor lo mismo que al odio, al rencor lo mismo que a la tranquilidad de espíritu y transformar todo en uno.
—¡Vamos señores! ¡la noche es joven! ¿No debemos celebrar la felicidad de la humanidad? —dijo intentando animarlos a todos—. Celebrar la dicha ajena nos ayuda a alcanzar la propia. Si quieren, podemos seguir la fiesta en otra parte y ya no hablemos de este amargo asunto. Dejemos que la señora Chang descanse y...
—La felicidad de los humanos en su efímero amor... ¿Debo celebrar al amor cuando el mío es un tormento? ¿Así funciona? —contestó entonces Chang'E. Y Sun Wukong sonrió con hastío, chistando, porque la aguafiestas ni siquiera estaba invitada.
Fue una mueca pequeña. Una burla apenas perceptible. Apenas un quejido y la elevación de la comisura de uno de sus finos labios. Un pequeño error en toda su budísima tranquilidad imperturbable de espíritu y corazón. El primer error en siglos. Pero fue suficiente para que Chang'E explotara.
—¡¿Qué te parece tan divertido?! ¿¡Acaso el tormento de amor te parece muy gracioso?! —gritó la mujer. Sus ojos se volvieron grises y brillantes como la luna.
—¡Yo no me reí! ¡de veras! —contestó el mono sonriendo aún más. Puso las manos frente a sí mismo, a la defensiva, pero la verdad la situación sí le parecía ridícula y cómica por demás. De hecho, le pareció muy divertido que Chang'E fuese tan hipócrita, dado que la celebración del amor tenía su nombre grabado a cincel, pero no quiso decírselo en voz alta porque eso ya sería fallar mucho.
—Mono... —quiso iniciar El Emperador de Jade un regaño correspondiente.
—No. Sí te reíste. Sí te burlaste de mí.
—La verdad, tengo cierta propensión a la risa, no creo que debas tomártelo a...
—¡Y cuando algo como esto te suceda no sabrás qué hacer!
Entonces el mono soltó una carcajada desde el alma. Incluso alguno que otro en el fondo se atrevió a reír con él, dejando a Chang'E en ridículo. Y Sun Wukong se sintió acompañado, lo cual le hizo cometer el tercer error en siglos: alardear.
—Con todo respeto, señora Chang, eso no es posible. Alguien que ha alcanzado el estado de buda como yo, no puede deberse a cosas tan triviales como los lamentos de amor que tanto aquejan a las niñas...
—¡Sun Wukong! —insistió Xhiua para que parara. El monje Tripitaka hizo gestos, miradas y señales de advertencia, pero Wukong no escuchó a ninguno de los dos.
—Además... Mírame... ¿Crees que tengo ese tipo de problemas? Mañana habrá cientos de señoritas prendiendo incienso para mí... El secreto es, bella Chang'E, no atarse eternamente a un solo pretendiente... Hay muchos de mí para todas —Y, como entre sus infinitos portentos estaba el de crear copias de sí mismo con cada uno de sus pelos, varios de sus clones tomaron el atrevimiento de abrazar a todas las hijas de Xihua.
—¡Maldito mono! ¡Escucha bien! —sentenció la mujer. Sus ojos se volvieron azules como la piedra sagrada de luna de destellos dorados y un halo de serenidad la cubrió por completo—: ¡Tao Siu-Ling será tu perdición y el único anhelo que no puedas conseguir! ¡Y por los siguientes siglos, tú, oh gran guerrero, verás lo que es "el lamento de las niñas"!
—¡¿Acabas de maldecirme?! —se quejó el mono, fuertemente agraviado.
—¡Todos tenemos que parar ahora! —siguió intentando en vano buda Tripitaka. Nadie iba a escuchar.
—¡Recuerda su nombre y sabe que en unos siglos volverás aquí arrastrándote! ¡Y no podrás de deshacer esta verdad hasta que respetes al amor y logres que el amor te respete a ti! ¡Ahora fuera de mi casa! ¡bufón!
—Espera, espera, espera ¡tú no puedes hacer eso! ¡Retráctate ahora mismo!
—¡He dicho que te largues!
—Suficiente —ordenó entonces el Emperador de Jade, levantándose de su puesto de honor en la mesa. Su voz gruesa como el estallido de un trueno hizo a todos callar de inmediato.
Los ánimos caldeados alteraban la energía de toda la habitación. La mujer, cuyas cuencas ardían como la plata en el crisol, no se amedrentaba ante los ojos rojos de ira del animal frente a ella. Ambos estaban a punto de perder por completo el control.
«Estás metiendo la pata» se dijo entonces el mono. «Abrazar la paz lo mismo que al dolor, al amor lo mismo que al odio, al rencor lo mismo que a la tranquilidad de espíritu y transformar todo en uno» se repitió. Respiró profundo, exhaló con calma. Dijo unas palabras en sánscrito. Sus ojos se apagaron. Tripitaka, desde el fondo de la habitación, le sonrió con un deje de admiración y tranquilidad. El Peregrino había aprendido a controlarse, más o menos...
—Sun Wukong, Sosia del Cielo, no te alteres, Chang'E no puede maldecir. No tiene el poder para hacerlo —dijo el Emperador poniendo su enorme palma en el hombro del rey de los monos—. Y tú Chang'E, no tomes a pecho las palabras de alguien que ignora tu angustia. Un ser que deambula entre el todo y la nada simplemente no comprende la pena. No es de origen humano como tú y yo.
Sun Wukong podía no entender muchas cosas, pero sí comprendía la pena. No era inconsciente del desprecio con el que los demás inmortales se referían a él, ni le agradaba la condescendencia con la que el gran Emperador Shangti lo trataba ahora que ya no le temía. Bufó fingiendo que estaba relajándose, pero la verdad quería ver todo el cielo arder. Chang'E parecía estar en una posición similar.
—¿Esta niña caprichosa e ingrata no ve que el mundo entero está tratando de hacerla feliz? —farfulló—. Si no fuera tan egoísta quizás lo hubiera salvado —murmuró además, porque muchos sospechaban que Chang'E se había hecho inmortal a costa de su esposo.
«Uy... te pasaste»
—Dije que suficiente. ¿O acaso quieres que se te ayude a guardar silencio? No rompas tu voto por una discusión insulsa —dijo el Emperador. Wukong iba a explotar, pero decidió callarse porque le gustaba la vida que tenía ahora y sabía que un mal momento y una mala decisión podían arruinarla—. Entonces Chang'E, ¿qué es eso que decías? ¿Quién es la mujer que mencionas? —siguió diciendo el hombre cuyos años no se podían contar.
Chang'E se relajó de veras, comprendió que no tenía ni idea de lo que acababa de decir—. Yo... No lo sé. No tengo idea —se quejó. Entonces, un tanto desvanecida se dejó caer en brazos de la diosa de la inmortalidad. Todo el hermoso brillo que llenaba su cuerpo esa noche desapareció por completo. Se volvió un triste figurín delgado, mustio y gris.
Sun Wukong se cruzó de brazos y musitó que era típico de Chang'E hacerse la víctima para no pedir disculpas por nada. «Que te calles de una vez, ¡cierra el hocico!» se dijo además. Volteó a ver a Tang Sangzang, su maestro, y la mirada decepcionada del monje inmortal que cargaba con el título de Tripitaka lo decía todo. Si no se disculpaba, estaba frito.
Xihua, la anciana mujer de bello rostro y cabellos canosos disparatados que sostenía a Chang'E la observó por unos segundos antes de decidir lo que diría—. Si no lo maldijo adrede, de todas maneras acaba de pronunciar una gran verdad de los cielos...
—Escuche señora Chang, yo lo sient... ¿Qué? —se quejó Sun Wukong sonriendo. Xi-Wang-Mu no podía estar hablando enserio ¿o sí? La gravedad en el rostro de todos parecía indicar que sí—. ¿Estoy...? ¿Estoy maldito ahora? —se señaló espantado—. Porque ella no tolera que los demás sean felices, ¿yo tengo que estar maldito? —De inmediato se puso a pensar en las tres calamidades que debiera evitar para que nada lo destruyera y en su juramento de monje en el que dictaminaba que jamás se saldría de los caminos de su inmencionable primer maestro—. No. Yo... yo soy un inmortal, soy un buda ahora, ¡no puedo estar maldito! ¡Y menos de esta manera! Maestro, ¡di algo! —pero Sangzang no contestó nada.
Detalle: diosa Chang·E, hada de la Luna
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