9-La montaña de las Flores y los Frutos
"Era yo un gran albatros que planeaba sobre los mares. Alguien detuvo mi viaje, sin caridad de sonido ninguna" (Alda Merini).
El segundo día de viaje en la nube, Path despertó entumecida y helada. Tenía los labios secos, apenas había consumido unas gotas de granada el día anterior. Ni siquiera tenía ganas de ir al baño por lo deshidratada que estaba y tenía los nervios destrozados. Sintió que enloquecería si no bebía agua. Además, seguía viendo el mundo en colores brillantes y muy locos. Sun Wukong la zamarreó un poco para que despertara. Y al ver su estado la cargó al hombro para descender a la primera parada que harían.
Se metieron en picada a través del portal que se abría tras la cascada. La caverna se hizo muy muy estrecha, y luego de una serie de laberintos y recintos falsos, abrió sus fauces para decantar en un amplio mar azul celeste donde se unían el cielo y la tierra. En el centro de este, había una inmensa isla cuya única montaña tenía cumbres blancas; y los islotes a su alrededor se unían entre ellos por largos puentes de sogas que se perdían en sus selvas, cada una con condiciones climáticas tan dispares que parecían conformar su propio universo. A su vez, desde una de las ínsulas y hacia la isla principal, un gran puente de láminas de hierro relucía su fuerza bajo el halo del sol. Era el verdadero paraje que se escondía del mundo de los humanos, la montaña de las Flores y los Frutos. Un paraíso terrenal de belleza tal que ha inspirado muchos poemas y cantos.
"Su majestad compite con la serenidad del mismo océano, como si fuera la emperatriz de los mares. Las olas rompen contra su costado, como montañas de plata que el golpe transforma en diminutas escamas de nieve, lanzando a los peces contra las rocas y sacando de su sueño de profundidad a las serpientes marinas. En su parte suroccidental se aprecian llamativas planicies cargadas de serenidad, mientras que al este todo es abruptez de picos que se arrojan con mal disimulada fiereza en el mar. Los que permanecen, orgullosos, en tierra seca se visten, a la hora del crepúsculo, de tintes violáceos, que esconden su inaccesible bravura pétrea. En sus cumbres cantan, emparejados, los fénix, mientras que a su pie descansan los solitarios unicornios. Por doquier se oye el lamento de los faisanes, que buscan, desesperados, las cuevas en las que habitan los dragones. Toda la isla está poblada de extraordinarios animales que muy pocas veces se ven en otras partes, como los longevos ciervos, las inmortales zorras, las divinas lechuzas o las cigüeñas de negro plumaje. En ese lugar extraordinario la hierba nunca se seca ni las flores se marchitan. La primavera es allí eterna y adondequiera que se dirija la mirada puede verse el verdor de cipreses y pinos, aliados incondicionales de la vida. Los melocotoneros están siempre en flor, las viñas se rompen bajo el peso de su propio fruto, la hierba de los pastos se mantiene siempre fresca y los bambúes alcanzan tales alturas que a veces llegan a frenar la loca carrera de las nubes. Éste es, en verdad, el privilegiado lugar donde el Cielo se apoya y la Tierra descansa de sus muchas fatigas, un paraíso en el que convergen más de cien ríos".
Sin embargo, toda esa espectacular vista desapareció de súbito en cuanto la hizo pisar el suelo de la cueva. Anonadada, Patrisha miró hacia todos lados, tratando de encontrar el paisaje en las rocas grises pintadas de musgo. Wukong se burló y explicó—: No busques, que de nada te servirá. Este mundo no es para humanos, lo que se esconde de la mirada terrenal solo puede encontrarse con el espíritu.
—O sea que lo que vi sí existe, solo que ¿no? —dudó. Le dolía la cabeza, era mucho para entender en este momento con la vista nubosa y la garganta seca.
—Así están a salvo —dijo él refiriéndose a sus innumerables súbditos. Le pareció raro que ella lograse comprender un concepto tan abstracto, y aún más que lo resumiera de una manera tan extraña. Pero le quitó importancia y, girando sobre los talones, la hizo seguirlo jalando de su brazo sin delicadeza alguna. Trastabillando, la mujer fue con él sin que el mono notara lo mucho que le estaba costando permanecer consciente. Tras una gran gruta y después de un largo camino saltando piedras y arroyuelos en la oscuridad, la llevó hasta un pasillo y hacia otro portal que atravesaron de un tirón—. Los primates vivimos aquí —señaló entonces—. Es un poco más... terráneo... Solo un poco.
Habían llegado hasta un gran puente metálico muy similar al de su visión, pero que inexplicablemente refulgía como si fuese el sol. Las nacientes que alimentaban la cascada parecían en realidad provenir de una única fuente de agua que nacía en la pared de la cueva, y más allá del magnífico armatoste se vio frente a alguna especie de castillo pétreo de belleza embriagadora y solitud escalofriante. Sus neblinas verdes y blancuzcas brillaban como reflejos de luna, sus ventanas parecían infinitas, sus muros estaban labrados cuidadosamente; todo era demasiado para asimilar y la muchacha sentía que se desmayaría de la impresión o quizás por su ya enfermizo estado de afectación de esos días.
Ni bien Sun Wukong puso un pie en el puente, más de mil primates de toda clase se abalanzaron desde adentro del palacio, saltando por las ventanas y las puertas, y hasta de los pozos de agua y de entre las plantaciones de alverjas del huerto. Monos, macacos, gibones, tarseros, lémures y loris se encaramaron desde los árboles y desde los bambúes, chillando y gritando y aullando para dar la alarma. Entonces los chimpancés dejaron atrás sus herramientas de agricultura y sus sombreros de paja; los bonobos soltaron la tejeduría y salieron a buscar guirnaldas de flores; los gorilas dejaron de partir rocas y de tallar artesanías para rugir y gritar su nombre; y los orangutanes se dividieron en dos grupos: unos corrieron a traerle bandejas repletas de fruta, los otros limpiaron de inmediato la gran mesa de piedra del jardín donde solían hacer sus festines. Los monos celebraron el regreso de su señor mientras Wukong reía a carcajadas y los saludaba a cada uno en su dialecto, haciendo que dejaran de ponerse de rodillas ante él. Pero al notar la presencia de ella, algunos chillaron horrorizados y otros aplaudieron con mayor algarabía.
—¡Oh! ¡que hermosa es! —decían los que aplaudían.
—¡Pero si es horrible! —se burlaron otros.
—Mi señor, su presencia aquí solo nos traerá desgracia —razonaban con temor unos terceros.
Y mientras los cachorros se prendían de sus patas preguntando si ya había sacado las máquinas de su territorio y los discípulos de él trepaban sobre la mujer revisando su cabello y sus facciones, horrorizándola; los más grandes comenzaron a volverse agresivos, visiblemente molestos por ver a una humana en su caverna. De pronto los chimpancés la rodearon en círculo y los babuinos se pusieron a rugir y chillar; todas las crías huyeron. La mujer, por supuesto, se desvaneció de nuevo al tener más que suficiente para un susto de muerte.
Al verla caer, Sun Wukong la cazó en el aire y la levantó en brazos de nuevo, apartándola del grupo. Ya estaba inconsciente otra vez. La trifulca que se armó entonces, solo se detuvo cuando Wukong les recordó a todos que él iba a hacer lo que le viniera en gana y que si la había traído era por una buena razón. Ahora, por el enlace que compartían, a él también le dolía la cabeza de manera espantosa y al ver un rasguño en el brazo de la mujer, gruñó asustando a sus súbditos.
Y los mayores de los primates, aquellos de aspecto humanoide que gozaban de inmortalidad y que externamente se parecían bastante a él, se acercaron rindiendo sus respetos en un idioma mucho más avanzado que los gritos guturales y las exclamaciones. Su presencia llenó de repentino silencio el lugar. Y cuatro de ellos, los grandes sabios vestidos de colores, tomaron la palabra.
—Gran Sabio, volviste de tu viaje —dijo el más anciano. Su rostro tenía más arrugas que el de una tortuga milenaria, pero sus ojos eran vivaces y expresivos; su barba nada tenía que envidiar la pureza de la de Lao Tsé y sus ropajes blancos y dorados eran dignos de cualquier noble—. Confiamos, soberano, en que seguro podrás resolver nuestro problema con los alimentos.
—Estoy en eso, deben estar tranquilos. Conseguí unos humanos que nos hagan de mediadores. Tampoco me agrada, pero serán útiles. Deben tratarlos con respeto cuando lleguen —dijo aun cargando en brazos a la chica—. Ellos se encargarán de todo para que el paso de los portales sea una zona limpia y libre de mortales. Cuando los vean, deben hacerlos entrar de inmediato a la sala del trono.
—Gran Sabio, aquí todos somos felices gracias a ti, y no hay cosa que nos hayas negado nunca —dijo el otro macho, el que vestía de verde y plata, mientras miraba a la mujer con desconfianza. Él parecía más bien una comadreja sarnosa; su mirada suspicaz y atrevida era la de un zorro astuto y embustero—. Por eso no somos solo tus súbditos, sino también una gran familia. Lo que sea que decidas en ese asunto estará bien.
—Por supuesto que sí, hermano. Aunque soy rey eso no significa que sea en algo superior a ustedes. Siempre han sido mis iguales; si tomé está decisión saben bien que es por el bien de todos nosotros. Jamás haría algo que los perjudique.
—En ese caso, ¿podrías decirnos por qué decidiste traer a la mujer maldita aquí?
—¿Y qué problema hay? Solo es una mujer —Pero se resistió a revelarles más información.
—Dijiste que tu plan no iniciaría aun —dijo una de las hembras mayores. Tenía el pelaje oscuro; la mirada temerosa; el cuerpo bastante enjuto y cubierto por telas de seda amarilla y gasa fina. Sus adornos de piedra negra se sacudieron levemente junto con ella—. Que era muy riesgoso.
—Dijiste que trae consigo un presagio —insistió el primer anciano.
—Los rayos la persiguen, las bestias la asechan; un alud podría caer de la nada para aplastarla... —Volvió a decir el otro—. ¿No nos hará daño tenerla aquí?
—Si ya sobrevivió hasta ahora, no puede ser tan malo, ¿o sí? —dijo Wukong, restándole importancia al asunto.
—Gran Sabio, la última vez que la trajimos aquí...
—Oigan —Con una mirada altanera, Sun Wukong buscó medir sus palabras. Ya tres de sus sabios habían hablado. La hembra más anciana de todos se mantenía callada. Esta última tenía el pelaje dorado con entreveros de canas y unos ojos mansos que sonreían porque sabían lo que él diría a continuación. Vestía de rojo. Era la única que podía portar ese color además de él y tenía en la túnica incrustaciones de cobre—. ¿Quiénes son los sabios de esta montaña? —continuó el rey sacándole a la anciana una sonrisa.
—Nosotros, majestad.
—¿Y quién es el Gran Sabio, tan grande como el cielo...?
—Pero... —De nada serviría discutirle—. Usted Gran Sabio.
—¿Qué está más alto?, ¿las montañas o el cielo?
—Señor...
—Se quedará. Atiéndanla como si fuese yo.
Los tres consejeros se ofendieron enormemente, pues Sun Wukong siempre tenía en cuenta las demandas de sus súbditos, pero tuvieron que resignarse y dejarlo pasar. Atender a la muchacha era prioridad ahora, o al menos lo era para él.
La hembra que no había hablado asintió con una sonrisa e hizo un gesto al aire, llamando a un gran gorila para que se acercara. Le entregó la chica al enorme guardia, y este se la llevó como un saco de patatas hacia adentro, evitando que ninguno se le acercara. Una orangutana de pelaje tan anaranjado como el cabello de Patrisha, suspiró de mala gana, tomó al gato de la chica y la mochila, y lo siguió para atenderla.
—Mi señor, hablemos —dijeron sus sabios. El resto de los monos siguió celebrando y gritando, ya varios habían traído botellas de vino nuevo; confiaban en que Wukong ya había resuelto el problema. Pero los cuatro iluminados no estaban tan seguros de ello. Sun Wukong aceptó la reunión privada, visiblemente incómodo con que lo cuestionaran por lo que hacía.
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