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6-En la luz de los Rayos (3)

Sun Wukong salió cabizbajo, sabiendo que jamás huía de una batalla, pero sí de una muchacha de metro sesenta. La noche calurosa dio paso a una llovizna y los relámpagos surcaron el cielo como si hubieran decidido a último momento traer la tormenta tropical que se cernió sobre aquella ciudad. Temió por su vida, recordando las tres maldiciones, una de las cuales era un rayo. No su propia vida, pues se había vuelto un inmortal hace mucho, sino por la parte de sí mismo que sí podía eliminarse con facilidad, es decir Tao Siu Ling.

Se tapó la cabeza con su chaqueta nueva y se alejó caminando lentamente. Necesitaba tomar distancia de ese restaurante antes de que ella notara su ausencia. O más bien antes de que a él le importara cerciorarse de que estaba bien.

Tenía una personalidad difícil desde siempre y la verdad estaba consciente de que era todo un reto seguirle el paso, cumplir sus estándares o estar a gusto con su compañía. Pero cualquier Tao Siu Ling podía, a su manera, ser perfecta para él; y cualquiera de ellas lo arrastraba como la Tierra a la Luna.

Algunas eran apacibles y buenas. Otras razonables y empáticas. Y Mai-Ling había sido de todas la más bonita y dulce y divertida. Pero hasta ahora no había conocido una sola que tuviese este chispazo de energía. Patty parecía no sólo ser buena chica, de hecho, se veía como una persona fabulosa. Al menos para él, eso era. Era carismática, entretenida, trabajadora y bastante imponente. De todas, esta Tao Siu Ling le había gustado bastante, lo admitía. Es decir, bastante más de lo normal. Ciertamente una lástima.

De este tonto experimento que resultó ser la maldición de Chang'E obtuvo algo minúsculamente bueno: la certeza de que no necesariamente era imposible amarlo a él o que él amara a alguien. Es decir, toda Tao Siu Ling lo hacía casi posible cada vez.

Lo imposible era otra cosa. Que no arruinara todo. Sun Wukong era experto arruinando cosas, traspasando límites y llevando a los demás hasta el borde de la locura. Le daba lástima que eso implicara dejar que las vidas de otros se hicieran pedazos, pero más le dolía que significara que las personas tenían razón sobre él. Que era imposible permanecer a su lado. Y lo peor era que incluso si él no lo arruinaba y se esforzaba mucho, aun así, la Tao Siu Ling de turno moría de una u otra manera.

Despreocupado y bastante egoísta como era, consideró que, como siempre, era mejor alejarse y no salir perjudicado. Esa mujer tendría una vida más miserable que cualquier otro humano común y moriría vanamente; no volvería a ser su problema hasta dentro de unos treinta años, en otra parte del mundo, con otro cuerpo.

Le mostraría consideración solo porque le había agradado mucho. No podía esperar para llevar a cabo su plan, y sin embargo quizás sería mejor que fuera con la siguiente, no con esta. Se alejaría. Volvería a casa. El dolor en el brazo terminaría cuando la muchacha muriera de alguna estúpida forma, probablemente pronto. Entonces sabría que el proceso volvería a iniciar. Un ciclo sin fin. Uno que algún día lograría derrocar. Pero no con ella. No con esta.

De las personas que había cruzado en su camino —exceptuando a Tao Siu Ling y sus derivados—, todas le habían dicho lo mismo. Que era mezquino, que era prepotente, que era un mono maldito que siempre estaría solo. Y ahora que se alejaba de ella de nuevo, sintió que era cierto. Abandonarla a su suerte sabiendo que siempre corría peligro, que la mujer era como un error que el universo intentaba corregir, era una de las cosas más egoístas que había hecho. No obstante, varias veces había tomado esa decisión y ya había cauterizado su consciencia. Seguir su plan quizás fuera, de todas formas, peor.

Caminó más rápido bajo la capota gris de viento y lluvia de un cielo oscuro. Si no apuraba el paso no resistiría la tentación de volver con ella. «¿Por qué estoy caminando y mojándome si podría volar?» se dijo de repente. Quizás, en la parte de sí mismo que hacía el ridículo, quería alargar lo más posible este intento de despedida silenciosa para no sentir que era un monstruo, sino la víctima. Le dolía el cuello. Como si le costara respirar sentía que se le apretaban los pulmones. Pero siguió andando, creyendo que quizás era el sentimiento de culpa.

Entonces su meñique sintió un jalón y un leve sonido de cascabel. Pensando que ella lo estaba siguiendo, apresuró aún más la marcha. Pero ahí fue cuando vio que una furgoneta negra cruzaba por su lado. Y dentro de ella en el asiento del conductor una extraña mujer de rostro blanco. Golpeando el vidrio y haciendo un escándalo en el asiento trasero, Tao Siu Ling, es decir Patrisha.

La estaban secuestrando.

—¡Ah, pero si será posible...! —Se quejó el mono sonoramente. Y fingió que se marcharía en la otra dirección, aunque alguien tan magnánimo como él jamás podría dejar pasar algo así frente a sus ojos.

Se lanzó a la persecución del vehículo haciendo volteretas y saltos entre los edificios, y sacó de detrás de la oreja derecha algo que parecía una fina aguja. Su bastón de oro y hierro, aquel que era tan invencible y caprichoso como su dueño, podía adoptar el tamaño y el grosor que Sun Wukong exigiera. Y dejó de parecer una fina brizna para convertirse en una varilla de más de tres metros con la cual se deslizó, saltó y se aventó entre autos y autobuses sobre el asfalto mojado. Le bastaron unas cuantas cuadras para alcanzar su objetivo, pues era tan veloz como la luz cuando se lo proponía, y aterrizó con estruendo sobre el techo del automóvil.

Como el vehículo aceleraba en lugar de detenerse, comenzó a romperle los vidrios con el báculo.

La mujer-serpiente frenó el auto de golpe, derrapando las ruedas, y Sun Wukong voló de encima hasta el capó por el brusco movimiento. Cayó despatarrado en el suelo, contra la pared de un callejón.

La conductora bajó de la furgoneta casi deslizándose. Tan sigilosa que apenas se oyeron sus pasos. Se quedó allí mirando al mono con una mueca austera, ensalzada por su entalcado maquillaje tan blanco como la harina que no se lavaba con la lluvia. Wukong sintió vergüenza de caer, pero más de sentirse rebajado por los ojos de la extraña criatura. Se puso de pie como pudo y se alisó los pantalones, otrora impecables, pensando que habían arruinado su traje humano más bonito.

—Ah... es una pena. Oigan era nuevo...

—¡Sun Wukong! Te ves como antaño... Ya me había acostumbrado a tu cara de viejo duende atropellado. Qué bueno que pudiste resolver ese problema —dijo entonces una gruesa voz. De la parte trasera de la furgoneta bajó nada menos que el ilustrísimo Gran dios-rey Dragón del Este en su forma humana—. Bonito traje. Es bueno saber que ya no andas por la vida usando ropa prestada...

—La verdad tu armadura divina aún la conservo. Y no pienso devolverla... la uso mucho. ¿Y si mejor me la regalas?

—¿Enserio? ¿ese vejestorio? Es una pena, pero como quieras. Seguro ahora la llevas mejor. No se te ve tan bien como a mí, aunque yo prefiero algo menos anticuado ahora... ¿Qué estás haciendo por estos rincones del mundo?

—Vacaciones, ¿y tú? No sabía que tú y Bai Suzhen eran amigos... ¡Hola Bai Su! Estás... viva todavía... Que mal... Y, ¿tu hermanita cómo está? —La mujer sonrió con gesto austero, casi como si le diera asco oír su voz. Sun Wukong devolvió la misma mueca—. Y bueno, ¿qué significa esto y a donde piensan llevarse a esa mujer? —se quejó entonces el monarca.

El rey dragón ni se inmutó.

—Tengo asuntos importantes, Rey Mono... ¿Puedes hacerte a un lado, por favor? —preguntó el lagarto sin contestarle su pregunta—. Está lloviendo. Esta gabardina es delicada.

—No, si yo sé bien que te gusta la lluvia. Tú la trajiste. Consideraré entonces que te hago el favor de darte la oportunidad de disfrutar los frutos de tu labor. No me quitaré de tu camino, sino que primero me dirás qué haces con esa muchacha y a dónde te la llevas... Pensé que era ilegal ahora andar secuestrando mortales—. La culebra grande sonrió divertida.

—¿Por qué me acusas así, Gran Sabio? ¿Qué mujer?

—La que llevas en ese extraño carruaje. Sácala si no quieres que destroce todo tu juguete nuevo. Se ve bastante caro.

Por supuesto el dragón fingió que no sabía que decía. Wukong apareció detrás de ambos reptiles y arrancó la puerta sacando de un jalón a Tao Siu Ling, quien estaba muerta de miedo.

—Ah... Ella. Sí... La señorita y yo tenemos negocios. Es todo. Le encargué la estampa de seiscientas camisetas. Quiero asegurarme de que firme el contrato comercial primero.

Relampagueaba, y las luces de la tempestad permitieron que Patrisha distinguiera a Sung Sam en la penumbra de los escasos faroles. Abrió los ojos espantada al ver que su secuestrador y su cita conversaban como si nada, como si se conocieran ya. Ojalá pudiera entenderlo ella, pues toda la conversación era en chino. Lo único que comprendía bien, era que él la había sacado del auto del monstruo que la había secuestrado. ¿Para qué? Quizás para rescatarla; quizás porque no le habían pagado... Eso sí, acababa de descubrir que estaba en lo cierto al decir que Sung Sam era extraño. Había sacado la puerta de cuajo solo con un brazo y de un solo tirón. Luego la había aventado tan lejos que ni siquiera vio dónde fue a parar.

—Dragón... creo que no se va a poder. La señorita cancela todo su negocio contigo —dijo el Rey Mono meneando la cabeza. Se puso en medio del dragón y ella; podía oír como respiraba agitada en la mordaza.

—¿Y tú quién eres para decidir eso? —se quejó el dragón apartándolo con un brazo—. Vecino... bien sabes que nunca hemos de meternos en los asuntos del otro. Tenemos una buena relación, somos amigos —argumentó—. ¿Por qué estropearla?

—No pretendo ofenderte ni ser entrometido, pero esto de tus negocios... esta vez no se va a poder. Tendrás que conseguir lo que buscas en otro lugar.

—¿Por qué interrumpirías mi compra? —El dragón puso su mano en el brazo de Patrisha. La mujer comenzó a llorar en silencio.

—Oh, no quiero meterme en tus asuntos. Y estoy seguro de que tienes total derecho a comprar cuantas camisetas con tu cara estampada en ellas tú quieras —contestó el hermoso Rey Mono—. Pero no se las vas a comprar a ella. Lo que es más, te agradecería que le quites las garras de encima ahora —insistió.

—¿Acaso es tu cita? ¿Interrumpí algo? —El Rey del mar del Este se paró detrás de la mujer, rondándola y usándola como escudo. Sun Wukong apretó el agarre en su báculo, el cual retembló ansioso de ponerse a trabajar—. Ah... Ya veo... pero qué situación más incómoda. Verás Wukong, en mi inocencia, yo solo recogí algo que dejaste tirado...

—Devuélvemela en paz entonces si admites que me pertenece.

—Tks, tks, tks, tks, tks... —el dragón negó meneando un dedo—. Regla número uno Wukong... Nunca digas que una mujer te pertenece. No es un objeto y harás que se enfade, ¿qué no sabes nada?

—Suéltala.

—¿Por qué lo haría? Este duraznito es mío. ¿Verdad que está preciosa? Estaba huyendo aterrada y la rescaté. —El dragón sonrió y puso ambas manos en los hombros de Patrisha. Al Rey Mono se le encendió la mirada. Sus ojos se volvieron en fulgor; la furia de mil cometas cayendo a tierra. Se puso en posición de ataque, con el bastón aferrado con fuerzas en su mano derecha. Aunque lucía humano, sin duda alguna era intimidante—. Qué vergüenza debes sentir... Salvarla... se supone que ese ha sido tu trabajo en los últimos mil quinientos años.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Soy un vecino bastante chismoso, lo admito. Me dio curiosidad saber qué era de tu vida. Te diré qué: olvido que rompiste la puerta de mi auto y tú olvidas que me robé a tu novia. Asunto arreglado y quedamos a mano ¿sí?

—Libérala en este instante Ao Kuang.

—Sólo déjame esta y quédate con su próxima reencarnación, ¿qué te cuesta?

—No lo voy a repetir...

—Menudo egoísta; teniendo tantas para escoger. Vamos, Wukong... ¿Por un amigo?

El dragón no podía ganarle y lo sabía. Ni siquiera tenía dudas de que, su poder, aún potenciado por la tormenta, no sería suficiente. Pero le gustaba mucho provocar su enojo; ya le había perdido el miedo ahora que conocía su debilidad. Estiró su lengua viperina y lamió la mejilla de la mujer que lloraba de terror.

—Suéltala...

—No —dijo entonces divertido—. No quiero.

—Ah... Es muy triste romper una buena relación con un vecino...

—Solo porque no quieres hacerme un pequeño favor...

—Te lo advertí, salamandra.

De súbito, Sun Wukong empujó a la mujer hacia el suelo, usándola para saltar casi dos metros sobre ella. Patrisha cayó de bruces justo en medio de los dos. Y con esa maniobra, Sun Wukong se interpuso entre ambos y se lanzó al ataque, repartiendo golpes a diestra y siniestra, mientras que el dragón se defendía a la vez que intentaba arrebatársela.

La fuerza de los movimientos era tanta que las gotas de lluvia salían disparadas como cuchillas cuando el aire las cortaba. Entonces Ao Kuang al fin pudo hacerse de la mujer y lanzarla contra una pared para comprobar su teoría. Patrisha se estrelló sintiendo contra su espalda la superficie dura y fría; cayó con un quejido. Wukong sintió como se le cortaba el aire en el pecho, como le tensaban los músculos, como le crujía la columna; entonces supo que algo andaba mal, muy mal. Él acababa... ¿acababa de sentir el golpe en su propio cuerpo?

Esto lo cambiaba todo.

«¿Qué pasa?» se dijo. Respirando agitado, levantó la vista. Primero borroso, luego con esfuerzo, buscó la silueta de la mujer; se sostenía el costado, igual que él. La sensación fue espeluznante. Su mente hizo mil teorías, pero todo decantaba en lo mismo. Estaban conectados. Más que nunca.

—¡Vamos Wukong! ¿¡Por qué no me dejas ayudarte con este problemilla?! Yo me desharé de ella por ti; te daré una porción para que vuelvas a tu casa. —Muy campante, el dragón estiró su bastón desenvainando de adentro de este un estoque. Apuntando a la mujer. Por su sonrisa torcida era obvio que lo sabía. Que cualquier daño que le hiciera se reflejaría en él.

Wukong gruñó como única respuesta. Se transformó entonces en el Rey Mono que todos conocían. Su rostro dejó de ser tan humano, sus dientes se afilaron y sus orejas se tornaron puntudas; su cola dejó de pretender ser un cinturón. Su pelaje se volvió como el dorado de mil amaneceres y sus ojos centellearon más que antes.

El dragón también tomó su imponente forma natural. Una colorida y majestuosa bestia larguirucha y escamada de unos siete metros de largo. Sun Wukong sonrió divertido sabiendo que ahora sí la pelea sería un poco más justa. Se enzarzó cuerpo a cuerpo con Ao Kuang. Ambos monstruos jalando y lanzando a la pobre Patrisha por todos lados. Ambos haciendo una demostración magistral de sus habilidades en el combate con armas. Ambos expertos en las artes shaolin desde tiempos inmemoriales. El callejón les quedó chico. Pronto comenzaron a trepar por las paredes y a llevar la pelea a nuevas alturas.

Entonces el dragón tomó a la rehén del brazo y se la arrojó a su acompañante, la mujer-serpiente. Esta atrapó a Patrisha en el aire y la enrolló con su cuerpo, apretando como si fuese a quebrarle los huesos. Patrisha gimió de dolor. Y su dolor hizo que a Wukong se le retorcieran las entrañas y cayera de rodillas en el suelo. Entonces la mujercilla gritó y sus ojos se volvieron dos candiles de luz que espantaron a la serpiente. En una nueva oleada de energía, Sun Wukong se incorporó rápido y se arrojó a por ella. El dragón lo cazó de la cola y lo revoleó a más de cincuenta metros en la otra dirección, enterrándolo en la pared de un edificio.

La mujer serpiente se alejó de ellos trepando por muros y terrazas a gran velocidad, y llevó consigo a las rastras a Path quien gritaba y lloraba cada vez con más fuerzas.

El dragón se burló entonces—: ¡Estás distraído, vecino! ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siento que este no es tu mejor momento?

—¿Mi mejor momento? —dijo Wukong riendo e incorporándose pese a un golpe en su costado—. Yo siempre estoy en mi mejor momento. Amigo.

Entonces se transformó de nuevo... Su pelaje fulguró hasta volverse totalmente blanco. Todo su cuerpo parecía emanar una paralizante cantidad de energía. De sus ojos salían llamas y de su boca chispas. En un simple movimiento de la mano desgarró un contenedor de basura, como si tuviese la capacidad de afilar el aire a su alrededor. Tomó un trozo grande, el cual vino a él flotando, y lo hizo tomar la forma de una espada metálica. Miró al dragón y sonrió.

Ao Kwang se espantó al verlo mutar. Se suponía que la mera presencia de la chica lo debilitara. Y quiso huir despavorido, pero Wukong se tiró sobre él y este rodó evitando el ataque de sus dos armas. Lo hubiera eliminado asestándole un golpe simple en la cabeza, pero Patrisha gritó desde la cima de un edificio y Sun Wukong volteó a ver. Al dragón se le dio la oportunidad de huir y, achicándose al tamaño de un pequeño geco, se escabulló por una alcantarilla. La mujer serpiente quiso huir como su jefe y cuando Patrisha le mordió la punta de la cola tiró a la chica al vacío...

—¡Tao Siu Ling! —gritó el monarca.

En dos piruetas llegó hasta un tejado y usando su bastón como apoyo se trabó en una delgada junta de concreto para atraparla justo a tiempo en el aire.

A la luz de un rayo la mujer vio perfectamente su rostro transformado. Entonces se desmayó.

Nadie sabe qué reacción tuvo la mujer cuando despertó ni si el Rey Mono decidió revelarle la verdad. Tampoco sabemos si Ao Kuang lograría concretar sus planes o si se resolverían los asuntos de la montaña de Las Flores y Los Frutos. Quien quiera averiguarlo, deberá esperar hasta el siguiente capítulo.

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